El doctor Benjamín Pompilio Coello es médico internista del Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS) y trabaja en primera línea de atención a pacientes con diagnóstico o con sospecha de haber contraído covid-19.
La carrera profesional del doctor Coello está íntimamente relacionada con el ISSS, donde completó su especialidad como médico internista entre 1994 y 1996, para incorporarse posteriormente al staff de doctores de planta. En 2014 fue nombrado subdirector de salud, hasta abril de 2016, fecha en que dejó de trabajar en la institución. Fue recontratado posteriormente en 2018 como médico internista del hospital Zacamil, aunque realiza turnos nocturnos y de fines de semana en el hospital general del Seguro Social.
Desde inicios de junio de 2020, el doctor Coello comenzó a escribir una especie de diarios de campo a los que tituló con sobriedad “Anécdotas de una pandemia” y que publicó en su propia cuenta de Facebook. En ellos narra sus propias vivencias y las de sus colegas en el combate cotidiano contra el virus que ha postrado al mundo.
Sus diarios son una narración íntima, llena de frustración, cansancio y tesón. Coello asegura que son un retrato de las circunstancias que vive la totalidad del personal de salud pública del país.
El Faro retomó sus diarios, con alteraciones mínimas, y bajo la autorización explícita del médico, para publicarlos en esta pieza. Los relatos del doctor Coello comprenden el período entre el 4 y el 23 de junio.
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Jueves 4 de junio. “¿Y si no te vuelvo a ver?”
Estoy transcribiendo las indicaciones de los pacientes positivos o sospechosos de Covid-19 en lo que hasta hace dos semanas era un consultorio de pediatría y hoy es una especie de centro de comando de médicos y enfermeras. Nuestra emergencia es ahora un área contaminada y medianamente aislada. Somos la primera línea de choque. Allí recibimos todo lo que huela al virus más conocido del mundo: fiebre; diarrea y fiebre; fiebre y tos, y dificultad para respirar; ese temido cansancio que hace saltar a todos, correr, tener miedo, protegerse y respirar hondo, si es que se puede respirar hondo debajo de las mascarillas, las caretas y el temor.
Estoy transcribiendo las indicaciones cuando llega una colega, asustada y agitada, y me dice: '¡Doctor! ¡Voy a pasar un paciente a la máxima (urgencia)!'. Ella es médico general, y yo soy el especialista oficial de la emergencia.
El paciente es un adulto mayor, 74 años, gordito, cansado. Es incapaz de avanzar caminando desde la puerta hasta la recepción, y tengo que sacar una camilla de máxima urgencia para salir al encuentro. '¡Satura 76!', grita la colega de puerta (una medida del grado de la falta de oxígeno en sus tejidos). Apenas oye. Jadea. Usa una mascarilla quirúrgica casi desecha, que le dificulta más respirar, la cual retiro de inmediato. Sus manos y sus labios se ven de un tono morado, y se estremece al respirar. Le colocamos una máscara que le suministra oxígeno, y se aferra a ella con las fuerzas que le quedan. Intenta decir algo, pero le aconsejo que no hable, que respire, que viva. No tolera estar acostado, así que le acomodo el respaldo de la camilla para que permanezca sentado, mientras corremos de prisa a la máxima urgencia. Una enfermera le coloca rápidamente un catéter en una vena en su mano izquierda, toma muestras de sangre de venas y arterias, y cumple los primeros medicamentos.
Afuera está la esposa. Tiene miedo. Me cuenta que don Juan (nombre ficticio) tiene una semana de tos, fiebre, diarrea y vómitos. Tiene tres días de que le falta el aire y al fin acepta ir al hospital. 'No quería venir, porque decía que lo iba a dejar morir aquí, y ya no podría verlo', solloza ella. Pregunto si han estado cumpliendo la cuarentena, y dice que su esposo ha salido un par de veces al mercado a hacer las compras. Trabajó como motorista en el Ministerio de Educación y viven de su pensión de hambre. No han recibido subsidio del gobierno ni canasta alimentaria. Viven solos y fue él quien salió de casa, porque no quería que ella contrajera el virus. Después de 51 años años de vida juntos, se protegen uno al otro como pueden.
La radiografía muestra ese daño severo en los pulmones que rogaba a Dios no ver. Mientras analizo la radiografía y los resultados de sus análisis sanguíneos siento que una loza pesada me destroza el ánimo. Todo pinta mal. Muy mal.
Unos minutos de oxígeno hacen milagros. El tono de su piel ha mejorado y es capaz de hablar. '¿Qué tengo, doctor? ¿Es el virus?', pregunta. Y yo trato de explicar de la manera más sencilla y benevolente que eso parece. A falta de pruebas, asumimos que lo es, aunque no cuente en las estadísticas oficiales. 'No quiero morir aquí', dice con voz suave, y yo finjo no escuchar.
Cuando tenemos todo listo para su ingreso, le indico a doña Rosa (nombre ficticio) que pase a despedirse y sacar sus cosas personales: Él se quita el anillo de matrimonio y ella se lo coloca en su dedo como quien coloca un bebé dormido en su cuna.
-¿Y si ya no te vuelvo a ver? -pregunta él.
-Dicen que aquí no se te puede visitar -dice ella-, pero yo te voy a venir a espiar.
-No vayas a andar saliendo, que te vas a enfermar -dice él.
-No hables mucho y cómete todo lo que te den -contesta ella.
Doña Rosa se acerca, abraza como puede a su esposo, y dice algo en voz baja que no alcanzo a escuchar. Luego intenta mostrarse fuerte y se despide diciendo: 'Vas a estar bien'. Pero cuando sale, tiene los ojos llenos de lágrimas y la angustia la hace respirar peor que él. Y antes de que yo pueda decir algo, me suplica que cuidemos de don Juan, pues es todo lo que le queda en la vida... 'Si se me muere, no lo voy a poder enterrar'...
Hoy ha sido otro día difícil. Después de tanto tiempo, no he podido asumir la muerte como debería. Como médico, además de aliviar el sufrimiento físico, debo aliviar también el sufrimiento emocional, y creo estar perdiendo esa batalla.
Lunes 8 de junio. Sólo un médico.
Estoy en la guardia diurna del fin de semana en el hospital insignia del Seguro Social. Esta vez, en la emergencia 'normal' (es decir, para pacientes sin sospecha de covid-19). Se supone que allí el estrés y el ritmo de trabajo es distinto, pero no es así. El protocolo exige nivel de protección 2 –mascarilla quirúrgica, gorro desechable, gafas protectoras y gabachón de tela–, pero los colegas usamos lo que tengamos a nuestro alcance: caretas protectoras, mascarillas N-95, guantes, hasta botas especiales algunos... Es que, definitivamente, en medio la epidemia, en nuestros hospitales ya nada parece normal.
Asistir a mi turno me genera toda clase de emociones: satisfacción, ansiedad, valor, compasión, incertidumbre, frustración, orgullo... Trato de darme ánimo imaginando que la gente me ve con admiración por las calles rumbo al hospital; pero ¡qué va! Las calles están vacías a esta hora temprana de domingo, y los que andan por allí igual que yo, seguro que tienen también sus propios demonios con los que luchar... Así que conduzco, me estaciono y ya. No fue difícil, No será difícil tampoco hacer lo que más me gusta.
En mi lugar de trabajo, con toda la vestimenta extraña por fuera y toda la adrenalina dentro, voy viendo toda clase de pacientes y molestias: dolores abdominales, azúcar alta, dolores de cabeza, molestias urinarias, vómitos intratables, mareos insoportables... Hasta que más temprano que tarde recibo a una mujer de mediana edad, enfermera, destacada en este mismo hospital, que tiene palpitaciones y dolor en el pecho. La entrevista no tarda mucho en enfocarse:
-¿Desde cuándo tiene dolor en el pecho? -pregunto
-Tengo dos semanas de tenerlo; pero desde hace tres días me ha empeorado -responde ella.
-¿Y no siente que le falta el aire cuando hace algún esfuerzo físico? -agrego.
-Sí, siento que me falta el aire, pero sobre todo por las noches.
-¿Duerme bien?
-No, doctor. Llevo varias noches sin dormir.
-¿Y cómo está el apetito?
-¡Mal! No estoy comiendo nada.
-¿Se siente triste?...
La última pregunta es obvia; a medida que voy interrogando, noto como su semblante ha cambiado, sus ojos se humedecen, baja la mirada y hasta el tono de su voz se vuelve trémulo...
-¡Se siente triste?- insisto.
La respuesta es llanto franco. Allí no tengo ni un pañuelo desechable que ofrecerle, sólo trato de verle con la mirada más compasiva y las palabras más amigables que me brotan: “No es la única, no sienta pena. Todos estamos mal...”
Rápidamente me cuenta la tortura que es para ella trabajar en medio de los pacientes de covid-19, aún de los que no lo son. Tiene pánico de regresar a su casa y acercarse a sus hijos adolescentes y contagiarlos. Alguna vez ha percibido la discriminación de los vecinos porque temen que ella sea portadora. Hace tres días falleció su compañera y amiga, enfermera, con quien compartió la mitad de su vida en ese mismo hospital en tantas jornadas interminables de desvelo y entrega a sus pacientes, contagiada de covid-19. Y a estas alturas, no sabe si ella será la próxima...
En ese momento me es difícil ser sólo un médico. Puedo dar un tranquilizante y ya. Pero yo también soy humano y la entiendo. Siento las mismas cosas que ella. A veces me faltan las fuerzas y flaqueo, y hasta soy grosero con las gentes a mi alrededor. También soy cristiano y le comparto mi fe, esa confianza que en Cristo todo puede soportarse, y que confiando en Él se halla la paz, después de toda esta tormenta infinita, después de la rabia y las lágrimas, después de todas las emociones humanas imaginables, también hay paz...
Sé perfectamente que este virus no es sólo una cuestión infecciosa. Allí, en una emergencia normal que no tiene nada de normal, en las entrañas de esa batalla terrible entre la vida y la muerte, puedo ver cómo va minando el aliento, la respiración, el carácter, el ánimo, la tolerancia, la fe. Y por momentos siento que no puedo contra todo eso. Ejerciendo la profesión que es mi pasión y mi vocación, siento que no puedo sólo. Así que llego a casa a orar, por mí y mis colegas, mis compañeros de profesión, enfermeras, ordenanzas, camilleros, terapistas, laboratoristas, recepcionistas, pacientes, todos, para que Dios tenga compasión de cada uno. Amén.
Viernes 12 de junio. ¿De qué están hechos los héroes?
Hoy es viernes. Ha sido una semana difícil, con altibajos, con momentos de tensión y momentos de recobrar ánimos, como cuando se logra dar el alta a algún paciente recuperado. Los días pasan y la fatiga se acumula. Pero la disposición no falla.
Llego puntual a recoger la vestimenta especial y los implementos de trabajo. Ya está casi todo el personal de este turno, y la jefe de enfermeras da indicaciones:
-¿Quienes van a entrar hoy?
Los programados levantan la mano rápidamente. Algunos ya se están colocando los trajes. La gente no se amilana y pone todo de su parte.
-Tenemos un fallecido de las 6 am. Urge mover el cadáver, así que a apurarse.
Suena feo, pero en las precariedades de equipo y espacio en que hemos quedado inmersos a medida que la epidemia crece en nuestro hospital, cada cama y cada monitor cuenta. Me toca revisar el censo de pacientes, los fallecidos, las altas, los traslados, los ingresos, los delicados, los críticos, los estables. Debo revisarlo todo muy pronto, para organizar el trabajo y repartir esfuerzos. Un par de enfermeras van saliendo de la sala de aislamiento y cuentan que 'estuvo feo'. Se les ve agotadas. Pero todos sabemos que estarán allí de nuevo cuando les toque en el plan de trabajo, como si nada, o como si todo, pero igual. Estamos allí, y todo lo que hacemos es vital para ayudar a evitar los efectos colaterales de la epidemia.
No ha pasado ni una hora cuando llega el fatídico aviso: '¡Hay una máxima!'. Por fortuna, hay más colegas especialistas que pueden acudir, así que termino mis labores en el centro de comando instalado provisionalmente en un consultorio de Pediatría. Pero no han pasado 20 minutos cuando llega otro aviso: “¡Hay otras dos máximas!' Toca correr... Esto apenas comienza...
En la sala de máxima urgencia hay dos pacientes: un hombre (que ya recibe atención y se ve más o menos estable) y una señora que recién ingresa, con la piel morada, fría e impregnada de sudor. Parece pez fuera del agua, y repite con voz muy suave: '¡me muero!'. Necesita oxígeno, pero el único empotrado al oxígeno central está ocupado por el paciente de la par, así que toca improvisar: el cilindro portátil de oxígeno para transporte de pacientes es nuestra salvación, y la suya, pues le suministra el aliento de vida casi perdido en la batalla con el virus. En el frenesí y la adrenalina del momento todos somos de todo: yo tomo una vena y las muestras sanguíneas, el enfermero acondiciona el único monitor para dos pacientes, mi colega especialista es el secretario que llena boletas. Todo es tan rápido para nosotros, pues los segundos cuentan, y entre más pronto comencemos el protocolo de tratamiento, más esperanzas tenemos de vencer. Nadie tiene otra cosa más en la cabeza: tenemos que evitar que se nos vaya. Nadie se queja de las precariedades, nadie objeta hacer lo que no le toca. Somos equipo y estamos allí para lo que estamos.
La tercera máxima es un colega, médico familiar, a quien aprecio muchísimo. Me golpea el ánimo verle así, indefenso, del otro lado. Me cuesta verle como paciente y las emociones me inundan. Es un gran profesional, es una persona recta, es médico de vocación. No se merece esto. Pero hoy le tocó a él y mañana seré yo. En el equipo de salud lo sabemos y lo asumimos. Es el precio de ejercer esta profesión, es lo que nos enorgullece, es lo que nos motiva.
Los pacientes siguen llegando y, sin darnos cuenta, hemos atendido cuatro máximas urgencias en pocas horas. Antes que podamos recobrar el aliento, se escucha en los parlantes del hospital: '¡Código 1 en máxima urgencia! ¡Código 1 en máxima urgencia!'. Y es otra vez correr, dar maniobras de resucitación (la paciente viene casi fallecida), establecer en la marcha el equipo de paro –“¡Dirija usted, Dr. Flores!”–, asegurar vía aérea, la rutina del ACLS tantas veces aprendida y ensayada, hasta agotarlo todo, para nada. Se declara fallecida después de todos los esfuerzos, allí, con los familiares de espectadores, con la tensión que ello representa. Todos lloran, pero uno de ellos, el mayor, nos da las gracias. Nos ven agotados, tristes también, y lo agradece. Y no sabe cuánto nos reconfortan sus palabras, porque, en silencio, necesitamos de esas palabras para resistir.
Así es: la muerte ronda nuestras salas y nuestros pasillos. No sabemos hasta cuándo. Falta mucho aún para que la tormenta amaine, pero estaremos todos allí mientras podamos. Veo a mis colegas y al resto del personal cada día, y no puedo dejar de sentir orgullo de estar allí junto a ellos. No sé lo que signifique para los gobernantes de turno la palabra héroes, pero para mí son más que eso. En estos momentos tan duros y agotadores, he podido ver de qué realmente están hechos.
Lunes 15 de junio. Juan.
Don Juan, ¿recuerdan?, mi paciente de hace una semana falleció este día a las 4:00 am. Luchó aferrado a un ventilador de transporte hasta que se le vencieron las fuerzas... Hizo una falla renal terrible y al final su corazoncito se doblegó. Todos los días venía al hospital con la ilusión de verle salir bien, pero los designios de nuestro Señor son otros... Su corazón ya no dio más y el mío también se parte un poco. No tuve valor de avisarle a su esposa... Lo siento.
Martes 16 de junio. El oxígeno.
Hace qué, ¿cuántos, cuatro días?, tuvimos un día fatigoso, física y mentalmente en nuestra emergencia. Varias máximas urgencias en pocas horas, varias demandas de temple, autocontrol, sobreesfuerzo y vocación, de golpe, para medir la voluntad y la entrega del equipo. Cada paciente que recibimos y atendemos, cualquiera sea su condición, nos hace sentirnos útiles, nos hace renovar energías...
Ayer fue un día un poco más tranquilo. Pero nuestros pacientes no todos mejoran como desearíamos. Algunos, por el contrario, van perdiendo la batalla, van perdiendo el aliento, van quedándose sin fuerzas. Ayer salimos del hospital preocupados, a sabiendas de que si alguno de ellos empeora, estaremos atados de manos, en nuestra grave escasez de equipos e insumos, como para darles soporte vital.
A pesar de que tengo poco tiempo de estar en este hospital, el esfuerzo de todo el equipo me ha hecho sentirme fuertemente unido a ellos. Gente que pone el servicio al paciente antes que su propio bienestar es gente con la que me identifico plenamente. En medio del ajetreo, en el afán cotidiano, en el trabajo solidario de cada uno, no tengo dudas: soy uno de ellos. Así que, aunque los días pinten difíciles, pueden más las emociones que el cansancio, y nos encaminamos a nuestro trabajo dispuestos a darlo todo. Mi esposa está a cargo del triaje (selección) en la emergencia covid-19; usa equipo de protección nivel 2 como la mayoría. Y sabedora de que ésta no sólo es una epidemia viral, sino tremendamente emocional, recibe a cada paciente, le dedica tiempo, le examina, le organiza en su espera, aunque no le quede ni un minuto de descanso, para que la ansiedad del paciente disminuya a su llegada. Ella es la que, además, da la voz de alarma cuando hay una máxima urgencia. Sabe que tenemos poco margen de maniobra, porque a diferencia de otros hospitales del ISSS destinados para pacientes exclusivamente Covid-19, donde reciben un número determinado de pacientes y ni uno más, acá no podemos dejar de recibir a ninguno.
Al llegar a la emergencia encontramos lo que tanto hemos temido: ya no tenemos camillas en el área de aislamiento; hay tres pacientes en malas condiciones en la máxima urgencia sin poder ser ingresados, y ya no hay de dónde tomar oxígeno para un solo paciente más. El estrés es enorme. Lamentamos, maldecimos, nos resignamos, pero los deseos de ayudar nos obligan a todos a 'rebuscarnos': un par de cilindros de oxígeno en sala de operaciones, una camilla de sala de procedimientos de partos, un manómetro de oxígeno de terapia respiratoria, todos son un botín incalculable. Serán pocas cosas, pero ya no tenemos las manos vacías. Porque el paciente de más ya está allí, jadeando, sentado, con su gorra amarilla, su camisa gris, su pantalón de lona y sus sesenta y tantos años escapándose en cada jadeo... Y tras él, el siguiente, de 45 años, y otro más…
Dios quiso esta vez que varios de los hospitalizados se hayan recuperado para poder darles el alta. Ello nos permitirá ingresar este excedente de pacientes y solventar, por un momento, la necesidad de fuentes de oxígeno. Aunque a esta hora, ya tenemos otra vez tres pacientes en la máxima urgencia sin poder ingresarlos. Poco a poco, la epidemia nos va ganando, a pesar de nuestros esfuerzos por conservarles la vida a todos los que acuden a nosotros, la epidemia nos va ganando el pulso. Con varios colegas enfermos y graves, los que vamos quedando seguiremos dándolo todo, hasta donde Dios nos lo permita. 'Pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán y no se fatigarán'. Isaías 40:31
Jueves 18 de junio. Cuestión de horas.
Ayer fue día del padre y la epidemia nos rebasó ya de largo. No es necesario preguntarle a nadie, pero intuyo que éste ha sido el día del padre más triste de nuestra historia: sólo en lo que va del mes, en nuestras instalaciones han fallecido más pacientes que en todo el año pasado; en su mayoría, hombres de mediana edad. Y, como ya es costumbre, nos recibe el recuento de bajas: tres pacientes sólo en la jornada nocturna.
Estamos en la penosa tarea de apurar los trámites y la papelería para el descargo de los cadáveres, y una enfermera exclama:
-¡No se lleven el expediente del fallecido de la (cama) 14!
-¿Por qué?- replica alguien.
-Porque ese señor, antes de que se pusiera peor y lo intubaran (colocarlo en un respirador artificial), hizo una nota para su familia... Allí la pusimos en el cuadro...
En medio de todo el bullicio y el trajín del centro de comando, se hizo un silencio sobrecogedor. Por unos breves segundos nadie dijo nada. Es nuestro pequeño homenaje a todos los pacientes que se nos han ido, y a todos los que aun luchan contra la muerte en nuestra presencia.
Una carta escrita por un padre y esposo moribundo, despidiéndose de sus hijos de la manera más tierna. No tienen idea lo doloroso que es para todos.
* * *
Viernes. No he terminado de llegar, y una enfermera me pide hablar con una colega suya, pues su esposo está ingresado allí en condición grave, y quiere saber si puede hacer algo para ayudarle. Me cambio la vestimenta y salgo a hablar con ella: es una cipota y está angustiada, terriblemente angustiada.
-Soy el Dr. Coello. ¿En qué puedo ayudarle?
-Doctor, mi esposo está ingresado en la cama 21. Dicen que no hay medicinas de las que necesita (ya no tenemos antirretrovirales); ¿será que si las compro y las traigo se las pueden dar?
-Si usted consigue medicina para su esposo por supuesto que se la daremos. Pero es casi imposible obtenerlas en las farmacias, son medicamentos que se compran a través de organizaciones como OPS o Naciones Unidas.... Pero dígame, ¿qué edad tiene su esposo?
-43 años.
-¿Y su esposo padece de alguna otra enfermedad?
-¡Sí! Es diabético tipo 1, usa insulina desde niño…
Escuchar eso me descorazona un poco, pues los pacientes con comorbilidad tienen peor pronóstico. Pero trato de darle ánimo:
-Su esposo tiene una ventaja, está joven, y las personas jóvenes resisten mejor estas enfermedades. Ore, pida a Dios con fe, y espere en Él; pida misericordia para que pueda estar en casa..
-¡Sí, doctor! ¡Estamos orando! Toda la iglesia está orando por él. Yo sé que va a salir, pues tiene por quién seguir viviendo: tenemos una niña de 40 días de nacida (dice con lágrimas en los ojos) y él estaba loco con la niña.
Allí no sé qué más decir.
No es agradable, definitivamente, comenzar así el día. No puedo dejar que las emociones me embarguen. Hay tantas responsabilidades que cumplir, y todo es urgente. Cada tarea que hay que hacer pareciera que es muy tarde. De hecho, gran parte del trabajo cotidiano ha tenido que ser improvisado, y en el cenit de la crisis, a veces siento que hemos sido abandonados a nuestra suerte. Cunde la ansiedad, el temor, la incertidumbre. Pero los pacientes llegan sin cesar. Y para hacerlo todo más difícil, este día tendremos que laborar sin trajes nivel 3, pues ya se agotaron y nadie vende en este país, y en su lugar lo haremos con vestimenta equivalente, digamos nivel dos y medio.
Algunos colegas se niegan a entrar al área de aislamiento, que en realidad es un área de observación reconvertida en sala de hospital, pues tienen temor de contagiarse o contagiar a sus familias. Y los entiendo. A estas alturas la cantidad de colegas positivos, enfermos, hospitalizados y críticos es inmensa. Pero no comparto esa decisión. Si estudié esta profesión es para esto. Tengo temor, por supuesto que sí, pero ningún paciente tiene la culpa de las carencias de nuestros hospitales. Y mi deber es estar allí y atenderlos. Y como cristiano, debo estar dispuesto a poner mi vida por mi prójimo, por amor a Cristo, y sólo para su gloria. De todas maneras ya estaba muerto, y con su muerte en la cruz Él me dio vida eterna.
Usar esta otra vestimenta también tiene sus ventajas, sofoca menos. Entramos junto con otra colega, y el panorama es desolador. Un paciente agoniza en la cama 6. Es un hombre corpulento, con la mirada perdida y jadeando desesperadamente. Rápido, indico una dosis baja de sedación, pues en su agonía está agitado, lo que vuelve su respiración menos eficiente. Le hablamos y le adecuamos el respaldo y la máscara –no hay respiradores disponibles– y lo pasamos a la habitación más alejada, pues el espectáculo es groseramente cruel para el resto de pacientes a su alrededor. Allí parece respirar un poco más tranquilo, pero yo sé que es cuestión de horas...
La señora de al lado suyo (antes de moverlo) está fallecida. Estaba conectada a un respirador, pero no resistió. Reviso el monitor, reviso pulsos, y no hay nada. Apago el monitor, el respirador y las bombas de infusión. Las enfermeras colocan biombos para aislar un poco. Aún quedan cinco pacientes más en esta sala, y todos ellos tratan de no mirar. Y yo trato de actuar con naturalidad.
La paciente de la cama uno es una señora mayor, y está muy mal. Ya recibe el máximo de oxígeno posible por su mascarilla, y satura 86%. Dice que no ha logrado dormir, y que le duele la espalda (el uso incesante y extraordinario de todos sus músculos para respirar ya se siente). Justo enfrente está otro paciente un poco mayor, aunque parece en mucha mejor condición que ella; satura bastante bien, aunque con dosis altas de oxígeno. Cuando me acerco me dice que su hermana es la señora de enfrente, y es verdad: tienen los mismos apellidos. No había reparado en ello. Me pregunta por su hermana, me dice que como ella está muy mal no se ha dado cuenta de que él también está allí. Ha escuchado decir que no hay algunas medicinas, así que me suplica que, si hay necesidad de escoger pacientes para administrarlas, que se las pongamos a ella, y me pide un último favor: que le diga a su hermana que no está sola...
Al terminar en esa sala me dirijo a la siguiente. El paciente de la cama 21 acaba de fallecer también: es un hombre de 43 años, diabético tipo 1... ¡Dios, dame fuerzas!
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No escribo este diario para que me feliciten o para que me tengan lástima. Y, aunque necesito de las oraciones de cada uno por mí y mi familia, y lo agradezco infinitamente, también creo que las personas deben saber lo dramático de esta epidemia. Es cruel e implacable. Yo, que durante tantos años he presumido de tener temple y carácter, me siento impotente. Y lo hago también porque necesito expresar lo que siento; mi corazón se estruja día a día, y desahogar con ustedes también me consuela. Dios bendiga a cada uno por su apoyo. Y yo también les suplico que oren por nuestro país, que El Señor tenga misericordia de nosotros.
Martes 23 de junio. Vulnerable
Hace tres días comencé a sentirme mal. Y no es el ánimo, que tiene sus altibajos, que me hacen depender constantemente de mi fe, sino mi cuerpo. Las molestias que ninguno de los que estamos allí deseamos para nosotros ni para nadie, porque hacen presagiar lo peor. La epidemia nos ha mostrado su poder mortal, día tras día, con cada paciente que fallece, y allí, indefensos e impotentes, todos nos sentimos vulnerables, infinitamente vulnerables.
Fue sin previo aviso. No he tenido fiebre, no he perdido el olfato, no he estado tosiendo. Si acaso mucha fatiga física –lo cual consideraba consecuente al esfuerzo de todos los días– pero ninguna señal de alerta para tomar previsiones. Y de la nada, un fuerte dolor de cuerpo, y cierta dificultad para respirar con la más mínima actividad física. Del baño a mi cama, un trayecto de pocos pasos, me hizo sentir esa sensación de falta de aire de subir a una cumbre. Fue algo transitorio, pues recostarme en la cama me hizo recobrar el aliento, pero también me hizo despertar mis suspicacias: soy internista, puedo discernir cuando algo no anda bien, y aunque uno no tenga certeza de un diagnóstico, sabe reconocer el peligro.
Estando en la emergencia del hospital en medio de mis pacientes covid-19, sospeché estar contagiado. Pensé en todos mis amigos y colegas que me antecedieron en su enfermedad; algunos han perdido la batalla, lo que incrementa el dolor y la angustia, algunos aún hospitalizados, aislados, solos, sin que podamos estar allí, a su lado, ayudando o dando ánimo. Esta epidemia es cruel, pues no sólo te hace desfallecer, sino también te aísla de tu familia y seres queridos. Se vienen tantas cosas a la mente con el menor síntoma, lo que hace más difícil lidiar con ello.
Me costó volver a conciliar el sueño de madrugada. Me era difícil hacerlo acostado. Logré dormir un poco con la ayuda de varias almohadas hasta quedar semisentado. Sentía cómo el aire fluía en mis pulmones, y sentía mi corazón palpitar con fuerza, pero logré dormir.
Intenté ignorar esa molestia al levantarme. Sin embargo, bañarme, vestirme, bajar las escaleras, me volvía hacer sentir lo mismo. Es incómodo. Y sin embargo no me impide hacer mis actividades cotidianas. Así que dispuse hacer lo de siempre, sin mucho esfuerzo. Pero el resultado es desconsolador: con la sensación de disnea (falta de aire) y además taquicardia (el corazón acelerado). Me puse un saturómetro en mi dedo (un aparato que mide el oxígeno unido a los glóbulos rojos en los capilares) y, aunque la saturación está bien, mi pulso llega a 100 por minuto. Definitivamente no estoy bien.
Ya me tomaron radiografías y exámenes. Inicié tratamiento para covid-19 este mismo sábado, y me he refugiado en casa, confinado en mi cuarto, en reposo absoluto, con mascarilla las 24 horas. Esta mañana acudí nuevamente al hospital, a mi hospital, para realizarme la prueba del hisopado. Fue descorazonador: al acercarme a la recepción para registrarme como paciente, vi ocho expedientes de pacientes fallecidos recién. Pasé por la máxima urgencia: seis personas aferradas a sus mascarillas, luchando por vivir. Hay 26 pacientes ingresados, todos graves. Ciertamente soy afortunado: mis síntomas me permiten caminar aún. Ellos están indefensos.
Me enviaron a casa para reponerme esta semana, a la espera de los resultados. Será una semana dura. No tanto porque tenga o no tenga el virus; en lo personal ruego a Dios tenerlo, curarme y quedar inmune. Pero las necesidades en el hospital son inmensas, cada vez hay menos personal disponible, los que están siguen dándolo todo; y siento que en casa soy inútil. Yo debo estar allí, sirviendo. Es lo que mis convicciones y mi fe me enseñan; es lo que pido al Señor me conceda: hacer su voluntad, no de la manera egoísta y cruel que nuestros dirigentes lo han hecho, sino de acuerdo a su ejemplo de amor al prójimo.