Una cuarentena a nuestra democracia se formó en los últimos cuatro meses. Entramos en convulsión el 9 de febrero; aumentó la temperatura por la pandemia, los temores asociados a su mortalidad fulminante y los mensajes del presidente Bukele en marzo. Una sentencia trató de imponer la sobriedad constitucional el 8 de junio. No lo consiguió. Entonces, estábamos en una situación asombrosa de novedad histórica, letalidad inminente y democracia amenazada. Ahora estamos peor: vivimos un drama hospitalario, aunque tenemos mujeres y hombres que luchan por nuestras vidas.
El coronavirus se ha llevado a más de 500 mil personas, muchas de ellas en los Estados Unidos, sin que todavía sepamos cuántos parientes hemos perdido allá. Además, la tormenta Amanda completó nuestro cuadro crítico, y las pandillas expusieron su argumento irrebatible de ejecuciones sumarias: en un fin de semana mandaron al otro mundo a 58 personas, el mismo número de víctimas de la pandemia durante ochenta días de cuarentena, según datos oficiales. Hasta en el país que estila el lenguaje de la muerte, la pandemia causó temores razonables.
Con la incertidumbre por la pandemia, las advertencias inapelables del presidente, la cancelación de derechos ciudadanos, los decretos legislativos y las resoluciones constitucionales que quedaron en el aire se ha formado una triple emergencia: sanitaria, ambiental y política. En la primera, dependemos de las decisiones presidenciales, las opiniones del ministro de Salud y las indicaciones de los asesores venezolanos. En otros países existen consejos con especialistas para atender esas emergencias sanitarias y ambientales. Entre nosotros, con la dictadura primero y el autoritarismo después se implantó la reverencia al poder, a la autoridad, al Hombre –como decían antes–. Bajo esa visión del mundo, la ciencia y sus practicantes no eran prioritarios. Y eso que en la dictadura y el autoritarismo los titulares tuvieron entre sus aliados a intelectuales sobresalientes.
La otra emergencia es política, con una encrucijada de tres vertientes, por lo menos: los controles constitucionales, la Fuerza Armada y las libertades ciudadanas. La siguiente etapa política quedará definida por las opciones que tomemos ahora, adoptando la afirmación democrática o el renacimiento autoritario. Si con las emergencias sanitaria y ambiental vivimos una letalidad inminente, con la política experimentamos una democracia en cuarentena, pues la intolerancia ha tendido a dominar la coyuntura.
Historia caliente
En la elección de 2019, un ciclón barrió a los partidos que durante un cuarto de siglo obtuvieron las principales cuotas del poder e impusieron con éxito sus hegemonías. La corriente encabezada por Nayib Bukele los dejó desconcertados por las votaciones que los vapulearon en la primera ronda.
El presidente ha mostrado una arrolladora vocación de poder. Lo ha hecho con el sustento de una victoria contundente, moldeada con inteligencia, a partir del hartazgo de la gente con los partidos que lideraron la posguerra. Él captó el enojo de la población votante, lo procesó, consiguió aliados, fijó su trinchera y desde ahí mandó obuses contundentes sin piedad: “los mismos de siempre”, “devuelvan lo robado”; mientras asumía amnesia sobre su procedencia y la de sus socios. Él les dijo a las dirigencias de izquierdas y derechas lo mismo que la gente quería gritarles. Y así labró su victoria absoluta, pero parcial, porque no podía cambiar la composición de la Asamblea.
La pandemia no alteró los obuses presidenciales. Bajo esa lógica tan peculiar, con el éxito obtenido y los objetivos pendientes: ¿por qué no seguir lanzando obuses, si no ha aumentado su poder ni ha anulado las cuotas de ARENA y FMLN? La andanada no ha tenido reparos con la democracia constitucional, un logro histórico de la posguerra. Al presidente no parece importarle ese acontecimiento fundamental, porque estaría mirando hacia una vaga reforma constitucional. No hay tales; a partir de lo visto el 9 de febrero, estaría configurándose un autoritarismo clásico con apoyo popular.
Desde hace un año, tenemos tendencias constantes: la presidencia ignora controles constitucionales, la Fuerza Armada aumenta su presencia y los derechos ciudadanos disminuyen. Esas realidades, que se encuentran en el corazón de la democracia, han sido historia caliente de nuestra política. Durante la dictadura no tuvieron razón de ser, porque el general Hernández Martínez era la ley, su palabra era acatada por los comandantes y magistrados. En 1938, la Constitución impedía que el general siguiera en el cargo; entonces, cambió la Constitución. Y decidió ya no ir a elecciones, ¿para qué, si era el líder indiscutido? No estaba desactualizado el general, porque cosas parecidas ocurrían en Alemania, Italia y España, a partir de la gran crisis mundial.
A mitad del siglo XX, con la derrota de la dictadura, en 1944, se cambió el régimen político por un formidable movimiento ciudadano. Nadie pensó en la Constitución del general: su procedimiento había sido fraudulento y su contenido era una imposición del poder arbitrario. En 1950, el nuevo régimen proclamó una Constitución con promesas de democracia y revolución. El texto constitucional representó un viraje: abandonó el liberalismo clásico, adoptó el bienestar social y postuló límites a la propiedad. Catorce diputados opositores firmaron la Constitución junto a 38 oficialistas: parecía nuestro ingreso a la democracia. ¡Error! En 1952 hubo una operación represiva contra dirigentes opositores; así se instaló el proceso del autoritarismo, con promesas de democracia y fórmulas de represión.
Durante las décadas autoritarias, la vigencia de la Constitución dependió de los humores políticos de los comandantes. El régimen tenía como principio central la autoridad: el jefe ostentaba el mando y el derecho a disponer sobre la sociedad. Sin embargo, a diferencia de la dictadura, había elecciones periódicas, partidos opositores y apertura informativa limitada, aunque, al final, se imponían la autoridad, el fraude y la represión.
Rutas de tragedia
Hemos forjado nuestra historia con intolerancia. Lo vemos hoy cuando una tragedia no nos sosiega, sino que aumenta nuestros desatinos. Ahora la intolerancia del poder parece desplegada por completo. Eso no ocurrió durante el autoritarismo, menos en la transición a la democracia, después de los Acuerdos de Paz. El general era otra cosa: él era la ley, él no cometía ilegalidades, porque si criticaba una ley, cambiaba la ley.
Una de las tendencias del siglo XX fue la concentración del poder, en especial desde que se instaló la dictadura. Noventa años después, justificándose en la pandemia, el presidente Bukele ha exigido más facultades y menos reconocimiento a nuestros derechos. En el mundo, hoy sobresalen dos tendencias: una, la de los titulares que quieren más poder; otra, la de la ciudadanía que demanda más control. En la emergencia, ha planteado John Keane, los gobiernos van de “la torpe demagogia al control autoritario”, advirtiendo la fragilidad de nuestras democracias y “la necesidad de ejercer el escrutinio ciudadano como nunca antes”.
En las últimas décadas, la Fuerza Armada no ocupó el lugar que tiene hoy. El ministro de Defensa ha hablado con una lógica incondicional al comandante. Tal vez durante la dictadura hubo comportamientos parecidos; no durante el autoritarismo, porque los jefes de los cuarteles no eran incondicionales, pues formaban una mesa de iguales con el presidente. Los Acuerdos que terminaron la guerra más larga de nuestra historia pusieron en su sitio a la Fuerza Armada, al autoritarismo y a la dictadura. Una guerra con setenta mil muertos abrió el proceso negociador que llevó a esa excepción: nunca se había puesto firme el cuerpo militar ante la norma constitucional, sino hasta 1992. Todo eso está cambiando hoy, cuando los militares han vuelto a ser agentes de una arbitrariedad sistémica.
En el autoritarismo, tres grupos formaron los bloques de poder: los militares, los empresarios y los intelectuales, en general, sin mujeres, y con los primeros como los dirigentes. La idea de que los militares eran sirvientes de los empresarios no tiene consistencia. En aquel periodo parece improbable, por ejemplo, que Tomás Regalado González, millonario, con padre presidente y abuelo materno presidente, llamara al coronel Óscar Osorio para darle una orden en CEPA, donde Osorio lo había nombrado. ¡Ellos eran socios en un bloque de poder!
El autoritarismo manejó con habilidad una fórmula de reforma y represión. Lo hicieron plegados a la Casa Blanca, contra Guatemala revolucionaria, primero, y Cuba socialista, después. El régimen autoritario fue anticomunista y posdictatorial; la Fuerza Armada fue su baluarte y el partido del presidente, el aparato para la competencia electoral, el fraude y el arribismo burocrático.
Los Acuerdos de Paz reformaron la Constitución, dándole otra configuración a los poderes del Estado. En primer lugar, por la jerarquía que tomaron los derechos de la ciudadanía; y en segundo lugar por la restructuración de la Fuerza Armada, que quedó subordinada al Ejecutivo y al respeto a los derechos ciudadanos. Casi todo parece desbaratado por la pandemia, la tormenta Amanda y la intolerancia. Entre el ejercicio del poder, buscando más poder, y la vigencia constitucional, el presidente Bukele estaría optando, desde antes del 9 de febrero, por la ruta hacia un renacimiento autoritario. Parece hacerlo con su exitosa estrategia binaria (conmigo o contra mí), amparado en el respaldo de sus seguidores y de los comandantes de la Fuerza Armada.
Antes, con esa fórmula tuvimos fervores de intolerancia, fuimos a la guerra contra Honduras, en 1969, y entramos al peor periodo del autoritarismo. No resolvimos nuestros problemas, agudizamos una crisis, mientras el mando de la Fuerza Armada ocupó más poder, en 1977. Así ingresamos a una gran tragedia.