Ser pobre, ser indígena y ser gay es una condena en Guatemala. Construir una identidad a través de esos mundos y buscar que calce con el prototipo de 'ser hombre' de este país, ha significado andar sobre un camino lleno de piedras para sobrevivir. Pero no ha significado caminar solo, sino acompañado por personas que con esas piedras hacen fuego.
I. Pobre
Crecí en uno de los barrios pobres de la ciudad de Guatemala. Uno de esos que está al lado de un puente y es catalogado como zona roja. Un lugar en el que la masculinidad está ligada a las peleas que tuviste en las calles, a tu capacidad de escalar una torre eléctrica, a usar las veces que sea posible 'hueco', 'marica', 'mierda', 'hijueputa' o 'cerote' en una conversación con tu grupo de amigos o a quedarte en la esquina que ocupa tu manada aunque ya haya empezado el toque de queda.
Nada de eso enraizó en mí. Un día mi mamá y mi papá decidieron que no saliéramos más de casa. Ni mi hermano, ni mi hermana y menos yo que era el mayor y empezaba la adolescencia. Fue su forma de protegernos de la violencia y hacer que nos concentráramos en nuestros estudios sin distracciones.
Una decisión radical. Con sus ventajas y desventajas. No aprendí a silbar con los demás niños, y cuando empecé a viajar en los buses, me tocó dar manotazos a la puerta para bajar. Eso de pedirlo con amabilidad no era opción, los hombres lo tienen prohibido. Significaba mostrar debilidad. No salir a la calle también impidió que recibiera goles y aprendiera a darlos, algo que a veces creo que pudo servirme en la adolescencia.
La preprimaria y la primaria las pasé en establecimientos públicos al igual que mi educación universitaria. Y la secundaria en dos colegios privados. Ese gasto mi papá pudo asumirlo después de que una compañía extranjera compró la empresa guatemalteca para la que trabajaba como mecánico. El salario que recibía antes de que eso ocurriera solo alcanzaba para comer. No para comprarnos una computadora o pagar el servicio de cable. La nueva corporación de inmediato aumentó su salario sin cambiarlo de puesto.
Sus nuevas condiciones laborales permitieron que mi madre no buscara un trabajo formal, sino que continuara en casa con su labor de costurera y con el cuidado de sus hijos e hija. Mi familia no fue entonces como otras familias pobres, en las que la madre y el padre deben trabajar bajo condiciones indignas.
Mi padre no fue como otros que violentan a sus esposas. Y mi madre tampoco fue como otras que deciden no enseñarle a cocinar a sus hijos. Eso me alejó de dos patrones nocivos: el del hombre que subordina a la mujer con golpes y el que hace creer que ciertas tareas son exclusivas de las mujeres.
Empecé a comprender más de la complejidad del machismo y la manera en que ha estado incrustado en nuestra identidad con mi llegada al periodismo.
En 2013, fui seleccionado como el nuevo reportero junior del programa de formación de Plaza Pública. Era el medio de comunicación en el que entonces anhelaba estar. Cuando supe que fui elegido, caí en una encrucijada. Hacía un año que trabajaba como digitador en el Registro Nacional de las Personas. Dejar ese puesto significaba perder el salario con el que costeaba los gastos de la universidad, mis clases de inglés, mi alimentación. A mi mamá y mi papá les preocupaba, pero estuvieron dispuestos a apoyarme.
— Tenés que conformarte con lo que nos alcance —dijo mi padre.
En Plaza Pública recibiría un estipendio que no se equiparaba a mi sueldo. Pero quería convertirme en periodista. Así que decidí renunciar.
Llegar a ese proyecto fue como recibir el suero con el que Steve Rogers se convirtió en el Capitán América. No para que me estallaran los pectorales, sino el cerebro. Las reuniones de cada viernes en ocasiones se convertían en una batalla campal. Era debatir sobre las dinámicas sociales, fallos y decisiones políticas relacionadas con la minería, el convenio 169 de la OIT, la palma africana, la ley de aguas, el pluralismo jurídico, el caso por el genocidio ixil, los cacicazgos, las comisiones de postulación. Mi único aporte, por supuesto, era pasar el café.
En los tiempos libres los debates continuaban. Se hablaba sobre literatura, música, cine y televisión. Escuchaba un sinfín de escritores, películas, bandas y artistas que desconocía. En literatura mi conocimiento se limitaba a obras de Gabriel García Márquez y Agatha Christie, así como a textos de Edgar Allan Poe, Truman Capote y otro par de autores. A quienes había leído gracias a la biblioteca de la universidad, pues no contaba con dinero suficiente para comprarme sus libros. En relación a la música, escuchaba bandas de indie que encontré por mi cuenta y otras de New Wave que me mostró un gran amigo de la universidad, el más culto e inteligente del salón. Esa música era de la única que hablaba. No mencioné nunca que escuchaba a RBD o Katy Perry, menos que era un gran fanático de Shakira. Y no lo hice porque fuese “música de huecos“ como decían en el colegio o en mi primer trabajo, sino porque pensaba que no cumplía con los estándares de mis compañeras y compañeros.
Si alguien pregunta si un día me sentí excluido porque mi nivel intelectual no se comparaba con el de ellos y ellas, la respuesta es un rotundo no. Pienso en esos días y viene a mi mente la sensación de tranquilidad que me da tomar café con pan cuando ya casi termina la tarde. Si yo desconocía algo, mis compis -de los que ya ninguno queda en ese medio de comunicación- se hacían tres quesos explicándome. Sobre todo un periodista que estudió física y luego política. Cuando le decía que no sabía de qué hablaba, sin perder el tiempo empezaba a mencionar fechas, nombres y todos los detalles que tuviera del libro, el cómic o el género musical que me comentó.
En ese espacio no me preocupé más por aparentar rudeza o seriedad para evitar el hostigamiento de una manada. Tampoco perdí el tiempo justificando que no era fanático de ningún equipo de fútbol. Son de esas cosas con las que toca lidiar en un grupo de hombres tradicionales.
En Plaza Pública, donde debía leer todo el contenido porque me encargaba de publicarlo en las redes sociales, también me encontré con un debate surgido de un artículo sobre The Hunger Games. Una persona salió en defensa de su protagonista Katniss Everdeen y señaló que era un personaje disruptivo: no se trataba de una mujer rescatada por un hombre, sino de una que le salva el pellejo a su coprotagonista, quien es retratado como sensible a diferencia de ella que es descrita como tosca, conductas contrarias a las atribuidas a las mujeres y los hombres. Y sobre esas conductas que nos han impuesto históricamente, tuve un panorama más amplio cuando hallé el reportaje Desmontando al macho guatemalteco, que relataba un taller en el que cuestionaban a un grupo de hombres sobre los patrones que han estructurado la masculinidad en Guatemala.
Después de mi estancia en ese proyecto, pasé por las redacciones de elPeriódico y Soy502. Pero la vida da vueltas, y hoy publico este texto para Agencia Ocote, dirigida por la periodista que me seleccionó como reportero junior y la que hizo que mi viaje en el periodismo empezara.
En todo el trayecto, el periodismo me ha recordado que la valentía no es exclusiva de los hombres como nos han hecho creer. Y me ha dado amigas y amigos que cuestionan a los funcionarios con entereza, que revelan actos de corrupción, que escriben sobre narcotráfico, que sacan a luz información oculta y que incomodan con temas que este país aún obvia o rechaza: feminismo, diversidad sexual y racismo.
II. Indígena
“Yo supe que era indio hasta que bajé a la Antigua; antes era persona”, escribió Luis De Lión. Yo lo supe cuando cursé tercero primaria fuera del barrio, en una escuela pública del Centro Histórico de la Ciudad de Guatemala. En ese establecimiento era motivo de burlas e insultos que las niñas portaran su indumentaria. También lo era que un niño o sus papás tuvieran un acento marcado.
Fue doloroso entender que para el resto no era igual. Me desvalorizó. Pero eso empezó a cambiar con las calificaciones escolares. Sandra, Ardany y yo ocupamos los primeros lugares en el cuadro de honor. Los tres somos hijos de familias k’iche’s. Sentí mucho orgullo no solo por mí, sino por mis dos compañeros. Eso ayudó a que no me sintiera menos que los demás. Y aunque en el futuro me enfrenté a otros actos racistas, ya no tardaba mucho tiempo en reponerme. Ahora entiendo también que lidié de mejor manera con el racismo gracias a los privilegios que tenemos como hombres. El sistema es más cruel con las mujeres indígenas, quienes con solo usar su indumentaria son más propensas a ser discriminadas.
Aunque esa es apenas una de las diferencias en la manera en que los hombres y las mujeres indígenas enfrentan la vida. En nuestra cultura, la conducta de las mujeres y hombres también está regida por normas basadas en un sistema binario. Las mujeres solo pueden hacer esto y los hombres aquello. De niño transgredí una de esas. Y si bien mi abuela materna no tuvo ningún problema con enseñarme a hacer tortillas, para mi abuela paterna sí fue chocante que su nieto lo hiciera. Así no funcionan las cosas en la comunidad a la que pertenece mi familia, en Uspantán, Quiché. Y aunque nunca me importó si estaban de acuerdo o no, me sentí presionado por no dominar alguna tarea asignada tradicionalmente a los hombres. Por eso decidí aprender a partir leña. No fue nada difícil. Dominé la hacha sin ninguna complicación.
Y es verdad que he mostrado mi inconformidad con algunas conductas, pero también es cierto que con otras he optado por callar. Por ejemplo, con el hecho de que en las celebraciones, los hombres reciben las mejores piezas de carne. Pero también existen otros comportamientos arraigados que generan esa desigualdad entre hombres y mujeres, como el heredar a los hijos, y no las hijas, los más grandes y mejores terrenos.
Esto no justifica para nada el sistema racista que nos ha excluido a las y los indígenas, que nos ha dejado fuera de las decisiones políticas, que nos impide acceder a un sistema educativo multicultural, que nos niega el acceso a fuentes de trabajo, que aniquila nuestros idiomas y que estigmatiza nuestra espiritualidad.
III. Gay
— ¡Ya habló la florecita!
Yo era la florecita por haber dicho que creía que la cocina podría considerarse arte. Tenía 14 años. Estaba en tercero básico en uno de los pequeños colegios que abundan en el centro de la ciudad. Me sentí descubierto. Estaba en la clase de artes industriales, a la que únicamente asistían hombres.
Desde hacía un año que estaba consciente y no batallaba contra mi homosexualidad. Pero ya habían pasado dos años en los que buscaba evitar cualquier gesto o comportamiento que suele vincularse con el estereotipo de un hombre gay. No quería ser rechazado o violentado. Todo eso, en ese instante en el salón, se venía abajo. ¿En qué momento pensé que era buena idea defender la cocina, algo que nos han enseñado que solo las mujeres aman hacer? ¿En qué momento decidí hacerlo en la clase de artes industriales? ¿En qué momento creí que era buena idea hacerlo frente al profesor cristiano que recibía revistas porno de sus estudiantes a cambio de dejarlos hacer lo que quisieran?
El compañero que gritó la frase que me neutralizó, decidió hostigarme desde ese momento. Lo hizo durante unos cuatro meses. Él tenía 19 años. Era el más alto del salón. Vivía en una de las zonas violentas de la ciudad. Una zona “más roja“ que la mía. Los primeros días fueron burlas relacionadas con la homosexualidad. Luego fue acoso sexual. Enfrentarlo no era una opción. No tenía la altura ni la fuerza física para hacerle frente. Tampoco tenía compañeros que pudieran acompañarme en esa faena. La única violencia que ejercíamos con mis amigos era a través de la pantalla, jugando Counter-Strike. En el barrio tampoco tenía a nadie que me respaldara. Decírselo a mi papá o mi mamá tampoco era una opción. Ellos habrían indagado y eso implicaba confesar que la raíz de todo era mi orientación sexual. No estaba listo para asumir esa parte de mi vida que por mucho tiempo busqué ocultar. Aunado a eso, si el tipo hubiera sabido que fui a quejarme, volvería todo más hostil. Conseguí cambiarme de salón gracias a una maestra que creyó que se lo pedía porque no avanzábamos como la otra sección. La profesora sabía que mi salón era una cosa perdida y accedió.
Me sentí liberado, pero no por mucho tiempo. El hostigamiento germinó en un trastorno de ansiedad generalizada. Empezaba a imaginar de manera constante que encontraría al muchacho durante el receso o en la salida. No conseguía evitar ese pensamiento. Así terminé el año. En el inicio del siguiente un nueva idea empezó a crecer sin control en mi cabeza: en el nuevo colegio me toparía con un tipo similar. Decidí entonces expresarme poco y relacionarme con mis nuevos compañeros solo si era necesario. Pasé varios meses con esa actitud hasta que mis compañeros organizaron una suerte de obra de teatro. Era una comedia. Dos de los protagonistas se vistieron con faldas, tacones y pelucas. No les importó que los tacharan de “huecos“. Hicieron reír a todos. Ganaron la competencia.
El que me gustara jugar fútbol, -no verlo, ni ser fanático de ningún equipo-, también me hizo sentirme menos vulnerable en los dos años del bachillerato. No participaba como jugador estrella, sino porque era necesario completar la planilla. Jugué siempre como defensa. Mi cuerpo entonces era robusto y me hacía sentir la confianza suficiente para detener a los delanteros de los equipos rivales. Mi fichaje era necesario porque algunos compañeros 'alfa' no lo jugaban. Esa posición en el grupo impedía que el resto los llamaran 'maricones'.
A diferencia del colegio anterior, este era un espacio más seguro y libre, en el que incluso un compañero -estimado por todos- decidió hacer una pregunta relacionada con su identidad como hombre heterosexual.
— ¿Si me dejo hacer una mamada por un 'hueco', yo también lo soy?
— Sí, fijo sos hueco.
Hubo pocas respuestas, mucho silencio y ninguna conclusión. Nadie mencionó la bisexualidad, menos la sexualidad fluida. Éramos solo un par de adolescentes. Aunque ese espacio no fue hostil, nunca me atreví a hablar sobre mi orientación sexual. Todavía tenía miedo.
El trastorno de ansiedad que brotó del acoso y del temor a ser descubierto, también fue el que hizo que saliera del armario. En un ataque de pánico, que me generó un viaje en avión, le confesé a mi familia que era homosexual. En ese momento no importaron las promesas que me hice en la adolescencia: evitar que mi mamá y mi papá pasaran por el tortuoso camino de cuestionar los dogmas religiosos que los configuraron como seres humanos y evitar que se sintieran forzados a dar explicaciones sobre mi vida. Por mucho tiempo creí que lograría cumplir esas promesas si evitaba cualquier atracción o vínculo afectivo. No pude impedirlo. Mientras empezaba a trabajar como reportero del sistema judicial conocí a un muchacho por quien me sentí atraído. Musculoso, jugador de fútbol, un poco rudo: el arquetipo con el que nos bombardean desde que somos niños y en el que luego buscamos convertirnos. Nos han enseñado que un hombre debe lucir fuerte, debe disfrutar de los deportes que requieren fuerza bruta y no debe mostrar sensibilidad. Más si se trata de un hombre gay que pretende ocultarlo. La atracción que tenía hacia esa persona y la ilusión de que pudiera pasar algo, también incidieron en mi decisión. Y aunque finalmente no pasó nada entre ambos, agradezco su empatía y haberlo encontrado en el camino. Me ayudó a ser valiente el día que hablé con mi familia. Esa noche, cuando mi mamá y mi papá me abrazaron.
Ese instante de la vida quizá parece simple, pero es más complejo. Los privilegios hacen que unos sean más libres que otros. Estaba en el último semestre de mi carrera universitaria, ganaba un salario al que no acceden fácilmente otros jóvenes de un barrio pobre y contaba con un círculo de amigas y amigos. Tenía 22 años y en un par de semanas me independizaría. Podía entonces marcharme si todo salía mal y mi familia me rechazaba.
Así empecé a asumir públicamente mi orientación sexual. Ha sido un trayecto lleno de cuestionamientos sobre la identidad que construí, mi forma de comunicarme y la manera de enfrentar miedos. Un viaje que empezó lento, pero que tomó velocidad cuando apareció Fernando/da con su espíritu avasallador. Ese espíritu que lo hace hablar sin reparos sobre su orientación sexual, que lo hace expresarse con ademanes catalogados como femeninos, que lo hace bailar y cantar canciones hechas por mujeres. Ese espíritu que lo impulsa a cambiarle el género a los nombres de sus amigos sin importar si son heterosexuales, bisexuales u homosexuales. Yo soy uno de ellos, uno de los afortunados que cuentan con su amistad. Y no mentiré. Fue incómodo escuchar que empezara a referirse a mí de esa forma. Una letra bastó para hacerme sentir vulnerable y para sentir en carne propia la fragilidad de la masculinidad. Y pese a que me parecía embarazoso en un inicio, nunca le pedí que lo dejara de hacer. Así es su espíritu disruptivo que me ha ayudado a desprenderme de temores. Ese espíritu que no se doblega ante este país que odia, insulta, golpea y mata a aquellos que salen de la norma.
IV. Intersección
Soy el resultado del choque de esos mundos -no coloqué 'encuentro de esos mundos' porque la palabra 'encuentro' no expresa violencia, como si lo hace 'choque'-. Mi identidad fue construida de esa forma.
Hoy soy un hombre al que ya no le importa mostrar sus emociones mientras mira una película o serie. Uno que expresa su estremecimiento frente a una historia de ciencia ficción, como las de Christopher Nolan, Dennis Villeanueve o George Miller. Uno que llora sin reparos cada vez que ve escenas de The Impossible, Lion o Call Me By Your Name. Soy un hombre que no quiere cometer los mismos errores del sargento Howie, el protagonista de la película The Wicker Man (1973), un hombre que se aferró a las ideas que su sociedad le dictó y evitó cuestionarse, el mismo hombre que después fue quemado por la parte más oscura de un pueblo.
Soy un hombre que ya no se embrolla pensando si sus pasos son femeninos o masculinos, y solo quiere dejar todo en la pista de baile cuando suena Celso Piña o Selena. Uno que poco a poco ha aprendido a no sentir vergüenza al cantar Las de la Intuición de Shakira. Un hombre que ha llorado recordando que Gustavo Cerati murió y no pudo verlo en un concierto.
Soy un hombre al que lo conmueve encontrar ternura en los libros, como la que abunda en los de Eduardo Galeano. Ese autor que, en un breve relato llamado La dignidad del arte, dijo que sus escritos son para aquellos que no pueden leerlo, 'los de abajo, los que esperan desde hace siglos en la cola de la historia, no saben leer o no tienen con qué'. En el pequeño texto dejó entrever su desánimo porque sus letras no llegaban a ellos, pero que pese a esa desilusión también creía firmemente en la importancia de continuar haciendo su trabajo 'entregándose entero, con todo, con alma y vida', porque guardaba la esperanza de alcanzarlos, sin importar si era uno, dos, tres o cuatro. Hoy puedo decir que soy uno de esos, uno al que ha ayudado a ver la realidad y su vasta diversidad, a entender que el amor y la ternura son sinónimo de valentía y son armas para enfrentar el sufrimiento de las personas y sus pueblos.
Este texto fue publicado originalmente en Agencia Ocote, de Guatemala.