El presidente Daniel Ortega cumplió otros 37 días de ausencia en el ejercicio de su cargo, sin brindar una rendición de cuentas.
Con más de cinco semanas de ausencia, Ortega superó su propio récord de 34 días que impuso en abril al inicio de la pandemia por covid-19, con la diferencia que ahora en pleno desarrollo del contagio hay una tragedia nacional: 94 muertos del personal de Salud y 2225 fallecidos en total, según el Observatorio Ciudadano, sin que el régimen haya adoptado medidas efectivas para prevenir y mitigar el coronavirus.
Ciertamente, las ausencias recurrentes de Ortega han sido una práctica habitual en la distribución de roles entre el gobernante ausente y su esposa, la vicepresidenta omnipresente, en un Gobierno familiar. Pero este modelo de gestión del poder está naufragando con el manejo negligente y criminal de la crisis sanitaria y, por tanto, la responsabilidad política del fracaso recae por igual sobre Ortega y Murillo. A estas alturas del desgobierno que campea en el país, ya no importa si Ortega reaparece mañana o desaparece una semana más, o si Murillo extiende por media hora más su monólogo diario para cogobernar. Ambos se fusionaron en una nueva criatura política, una tercera entidad, inseparable, que la sabiduría popular bautizó en las marchas de abril como Ormu, que trasciende incluso a sus personas. El problema nacional no se reduce a Ortega y Murillo, sino que abarca a las estructuras de su sistema dictatorial autoritario y corrupto, que debe ser desmantelado para devolverle a Nicaragua la esperanza de la reconstrucción en democracia.
Esta semana el régimen adoptó dos medidas contradictorias sobre la crisis sanitaria, que proyectan las consecuencias del desgobierno. Por un lado, canceló la celebración del acto partidario masivo en la plaza el 19 de julio, pero sigue llamando a participar en aglomeraciones en los municipios o en el estadio de beisbol y está ordenando el regreso a clases, que nunca fueron oficialmente suspendidas, el próximo martes 21 de julio. Por el otro lado, le impone la obligación de pruebas de covid-19 a todos los viajeros, extranjeros y nacionales, que deseen ingresar al país, pero en Nicaragua prohíbe el libre acceso a las pruebas de coronavirus, y nunca ha brindado los resultados de las pocas que realiza el Ministerio de Salud de manera centralizada. A pesar de la evidencia irrefutable de que desde hace tres meses existe transmisión local comunitaria y que la pandemia está fuera de control, el Gobierno sigue promoviendo una falsa normalidad, al ritmo de “la cumbia del virus importado”, exponiendo a decenas de miles de personas al contagio.
En una verdadera democracia, la irresponsabilidad con que Ortega y Murillo han manejado la pandemia y la ausencia injustificada del presidente, habría sido objeto de una interpelación parlamentaria para hacer valer la ley y la Constitución, pero en una dictadura que controla todos los poderes del estado y abolió su autonomía, esa es una misión imposible.
Bajo un régimen dictatorial como el de Ortega y Murillo, el agravamiento de la crisis política, económica, y de derechos humanos, que estalló en 2018, se ha potenciado a través del vacío de poder que cada vez les resulta más difícil llenar únicamente con la fuerza de la represión.
En realidad, desde la matanza de abril 2018, Daniel Ortega y Rosario Murillo están política y moralmente inhabilitados para gobernar. En la crisis sanitaria del coronavirus, han ratificado que ya no gobiernan ni tienen capacidad de establecer alianzas o consensos sociales, pero, además, están empujando al país hacia el despeñadero, con el costo doloroso de la pérdida de miles de vidas humanas.
El vacío de poder derivado de la incapacidad del Gobierno también se expresa en el debilitamiento del sistema estado-partido y sus correas de transmisión en los territorios, ahora con menos recursos económicos que dispensar para el clientelismo político. De manera que lo que urge debatir en Nicaragua hoy no es sobre casillas electorales o nuevas personerías jurídicas de partidos políticos bajo las reglas del régimen, sino cómo llenar el vacío de poder para promover una salida democrática desde abajo. Esta es la tarea principal de la oposición agrupada en torno a la Coalición Nacional, pues solamente desafiando el estado policial y ejerciendo una presión política extraordinaria que conecte con las demandas de la población ante la crisis económica y social, será posible arrancarle al régimen la reforma electoral.
Si el Consejo Supremo Electoral ha extendido una prórroga para que los partidos políticos realicen asambleas constitutivas en todo el país, la mayoría Azul y Blanco puede y debe ejercer con autonomía la libertad de reunión y la libertad de movilización para organizarse en los 153 municipios, con las reservas que establece la prevención de la pandemia. Solo la presión, la organización, y la capacidad del liderazgo opositor de sumar nuevas fuerzas, pueden doblegar la decisión de Ortega y Murillo de mantener el monopolio del sistema electoral.
El derrumbe de Ortega y Murillo, que comprueban las últimas encuestas de opinión pública, está siendo reconocido hasta por los propios partidarios del Frente Sandinista. Pero mientras la oposición no sea percibida como una alternativa de poder, la sociedad civil, los gremios del sector privado, y los empleados públicos, no asumirán riesgos adicionales para apoyar el cambio político. Los servidores públicos, civiles y militares, que no son responsables de crímenes y corrupción, también deben formar parte de una solución nacional, que empieza por una reforma política electoral, con o sin Ortega y Murillo, para despejar el camino hacia unas elecciones libres y competitivas.