Como en tantas otras dimensiones de la vida, la covid-19 también representa un parteaguas en la manera como entendemos el ser ciudadano y ejercer nuestra ciudadanía. Esta idea de ciudadanía que emerge en tiempos de emergencia sanitaria y distanciamiento social se asemeja mucho más a aquellas expresiones conservadoras y limitadas vigentes hasta mediados del siglo XX que a las manifestaciones de civismo y encarnaciones de subjetividad política del siglo XXI.
En tiempos prepandémicos, la noción de ciudadanía se caracterizaba por un triple proceso de expansiva autonomía individual que nos dejaba ser cada vez más libres del Estado nacional y nos cargaba con más responsabilidades personales. Para empezar, la ciudadanía precovid se hacía notoria por su desterritorialización. En un contexto cada vez más globalizado y de creciente movilidad espacial, tanto la percepción como la definición de ser ciudadano dejaba de vincularse a un ancla territorial específica. La identidad política individual se definía no por la pertenencia a un ámbito geográfico o espacial determinado, sino por las características compartidas con otras personas que también participan de las esferas mundializadas de actuación: el mercado, las ciudades, el medioambiente, la ciencia, las estéticas cosmopolitas y los estilos de vida contemporáneos.
En segundo lugar, diferente de lo ocurrido en el siglo anterior, la ciudadanía precovid se desarrollaba a partir de la politización de los ámbitos privados y cotidianos de la vida personal. Estos ámbitos se convertían en auténticas trincheras donde se libraban las batallas por la expansión de derechos y libertades, abandonando las instituciones formales de la política vistas como incapaces o desinteresadas en articular respuestas a los problemas genuinos de nuestro tiempo. Es la llamada política de los estilos de vida—o política de la vida—donde las relaciones con las empresas y sus productos, así como con las ONG y sus causas, eran vistas como más prometedoras para introducir cambios y generar respuestas a las prioridades de la gente que las eventuales interacciones con los brazos del Estado o sus cabezas visibles en el Gobierno.
Por último, la ciudadanía vigente hasta la cuarentena se apoyaba en el principio de desafiar y conducir a las elites gobernantes, antes que en dejarse dirigir y llevar por estas. La fuente de la autoridad, e inclusive de sabiduría, para determinar lo que eran problemas genuinos y el tipo de direccionamientos necesarios, no se reconocían en las autoridades establecidas y mal podía esperarse que surgiesen de los rituales partidarios o parlamentarios. Las respuestas estaban en las calles, la deliberación cívica encarnando el espíritu ciudadano se reconocía en las movilizaciones y marchas o en la vivacidad de los foros de las redes sociales.
La pandemia nos despidió de todo ello, prácticamente de la noche a la mañana. Nos devolvió a una realidad de sujetos anclados a un espacio territorial limitado, tan restricto que inclusive llega a ser inferior al espacio nacional. Quedó suspendida, no sabemos hasta cuando, nuestra percepción y realidad de ser ciudadanos del mundo. Súbitamente fuimos desglobalizados para convertirnos en sujetos inmóviles de jurisdicciones hiperlocales. Residentes de una ciudad son obstaculizados de trasladarse o instalarse en otras localidades del mismo país por representantes del Estado o hasta por los mismos habitantes de la ciudad destino. Ese forzoso e inesperado sedentarismo hiperlocalizado de la ciudadanía poscovid rescata la proximidad como una referencia de seguridad y confort social a partir de la recuperación de los lazos de vecindad y la expectativa por mejoras urbanas y ambientales en las áreas circundantes como también mediante la apreciación del comercio de cercanía.
La cuarentena también recolocó al Gobierno y al Estado en el centro de la escena. Si frente a los desafíos globales como el cambio climático, la igualdad de género o la heteronormatividad sexual, las autoridades establecidas eran percibidas como reactivas y rezagadas, impulsando un proceso de autoresponsabilización individual para resolver problemas ejerciendo presión directa sobre actores de mercado o de la sociedad civil, la pandemia barajó las cartas nuevamente y nos retrotrajo al siglo XX. Organizando la respuesta colectiva a la amenaza viral, los gobiernos dejaron de ser blanco de desconfianza por parte del público para convertirse en los líderes indiscutidos de la emergencia sanitaria. La popularidad presidencial y de las entidades del Estado crecieron de modo lineal y proporcional a las restricciones de circulación social y actividad económica ya desde la primera semana de declarada la pandemia. De igual forma, creció la delegación de poder y deferencia a las autoridades por la gestión de la respuesta. Sin dejar de patrullar a las empresas y otros actores sociales por su actitud frente a la crisis, los ciudadanos suspendieron su activismo inercial para solucionar problemas de modo directo y reconocieron a los gobiernos como la autoridad única y exclusiva para resolver el desafío viral.
Ser buen ciudadano en tiempos pandémicos se desvincula de mantener una posición crítica y desafiante frente al Estado para asumir una ética obediente y desmovilizada. La ciudadanía poscovid delega a las autoridades la soberanía a tal punto que se suspenden los cuestionamientos a las iniciativas de control social, flexibilización de las libertades civiles y vigilancia extensiva sobre los movimientos de las personas. En pos de atravesar la transición desde el pavor infeccioso hacia la paz viral con el menor costo humano posible, los individuos revisan su noción de derechos civiles y políticos, aceptan el patrullaje estatal y lo adoptan militantemente frente a sus iguales como mecanismo ordenador y de cohesión. El retorno de la autoridad estatal es la contracara de una ciudadanía más pasiva y condescendiente, probablemente extraña para quienes no la vivieron (o leyeron sobre ella) durante el siglo XX.
Sin embargo, ¿debemos decir adiós a las expresiones más rebeldes y autónomas de ciudadanía propias de las dos primeras décadas de nuestro milenio? Probablemente no. La autonomía se mantiene firme y fuerte en el resurgimiento de las redes vecinales, voluntariado barrial e identificación comunitaria que alimenta el nuevo localismo promovido por la cuarentena así como en la continuidad online de la politización del consumo y las cobranzas a las organizaciones de mercado y de la sociedad civil. La rebeldía, por su parte, sólo espera el momento en que los efectos de la brutal recesión económica se combinen con la reducción de las restricciones al distanciamiento social y el fin de los escuálidos paliativos monetarios aún subsistentes.
*Fabián Echegaray es politólogo y director de Market Analysis, una empresa de investigación de mercados y opinión pública con sede en Brasil. Especialista en temas de cultura política, comportamiento social y consumo sostenible. Doctor por la Universidad de Connecticut, EUA.
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