Columnas / Política

Volver a tropezones

La desesperación comenzó a hacerse sentir entre los varados a mediados de abril, quizás como un síntoma de las necesidades y urgencias surgidas al terminarse el dinero, la comida y no tener un lugar dónde dormir.

Jueves, 30 de julio de 2020
Héctor Pacheco

Después de cuatro meses, por fin logré regresar a El Salvador. Aunque lo escribo con una sensación de triunfo, esa que viene después de haber alcanzado una meta, luego de un par de semanas pongo muchas cosas en perspectiva. Sobre todo, porque la improvisación y la toma de decisiones de manera arbitraria nos mantuvieron a miles de salvadoreños innecesariamente fuera de nuestro hogar.

Escribiendo desde casa, no dejo de pensar que lo que me permitió volver y mantener cierta estabilidad emocional fueron el resto de varados. Ya sea con pláticas de coyuntura, con anécdotas que parecen pesadillas, por la tristeza compartida o por el simple hecho de sentirse acompañado. La organización espontánea que se dio entre personas de toda procedencia, edad, estatus económico e incluso ideología, se volvió una red de ayuda para miles de personas. Además, hizo presión a las autoridades y generó incidencia para lograr que se empezara a gestionar el retorno de quienes nos quedamos sin poder regresar una vez que el Gobierno decidió cerrar el aeropuerto. A la fecha, ese grupo continúa siendo una red de comunicación para protegernos no solo de la pandemia, sino de cualquier consecuencia como resultado de las acciones colectivas.

Si bien fueron muchísimas las razones por las que los varados nos encontrábamos fuera de El Salvador, los factores comunes que nos hicieron organizarnos de manera casi automática fueron la sorpresa del cierre del aeropuerto, la desesperación por no sentirnos incluidos en los planes del Gobierno y el afán de querer volver al país tan pronto como se pudiera. Al comienzo, la incredulidad de un cierre definitivo de fronteras era lo más palpable, pero la falta de información sobre qué pasaría y cómo volver dieron inicio a la paranoia al leer las noticias salvadoreñas en redes sociales, sumada al cansancio generado por las cadenas nacionales, los discursos y tuits presidenciales. La desesperación comenzó a hacerse sentir entre los varados a mediados de abril, quizás como un síntoma de las necesidades y urgencias surgidas al terminarse el dinero, la comida y no tener un lugar dónde dormir.

De a poco, los grupos de WhatsApp de todos los que estábamos fuera se volvieron no solo un canal para comunicar noticias sobre lo que decía – o no decía – el Gobierno sobre nuestro retorno, sino también en una red de catarsis ante la incertidumbre y para pedir ayuda. Las fotos de gente pidiendo apoyo para comprar comida, compartiendo contactos sobre lugares dónde quedarse o mensajes con las respuestas indiferentes de los consulados y embajadas comenzaron a circular. Lo más notorio fue la aparente falta de información de los funcionarios gubernamentales. La respuesta fue siempre la misma: “todo depende de lo que decida el presidente”.

A mediados de mayo los varados comenzaron a hacerse escuchar. De manera gratuita, grupos de abogados nos ofrecieron sus servicios para presentar demandas ante la Corte Suprema de Justicia, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y organismos internacionales, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Ante estas presiones el Gobierno pareció ceder, aunque a su manera. El primer plan fue ofrecernos repatriaciones lentas, ajustadas a las decisiones previstas por Casa Presidencial, que además tenía cifras de un censo poco realista. Según el Gobierno éramos solo 2 mil varados, mientras que los censos de varados llegaban a cerca de 5 mil. Lo que más nos molestaba era que se ignoraran las condiciones de vulnerabilidad de muchos de los que estábamos afuera. Los reclamos parecían no escucharse y, en contraste, fuimos tachados por el Gobierno no como ciudadanos, sino como insensatos que queríamos traer la muerte a El Salvador.

La pérdida de empleos, el aumento de deudas y la separación de familias comenzó a volverse llanto, y las medidas desesperadas comenzaron a surgir. La idea de volver por tierra, desde Sur o Norteamérica comenzó a dominar los chats. Coyotes ofrecieron sus servicios por taxi para cruzar países y llegar a las fronteras de El Salvador. Sin más dinero para sostenerse, cientos tomaron esta opción; algunos fueron asaltados, pero la mayoría logró “autorrepatriarse”. Muchos en El Salvador reprocharon el riesgo de volver así, a muchos aún les parece una locura, pero ante la falta de un plan con fechas claras y sin apoyo sostenido, la idea no era tan despreciable con tal de regresar a casa.

Para quienes estábamos en Estados Unidos, a la incertidumbre se le sumó una preocupación adicional: el vencimiento de los días permitidos para las visas de turismo para permanecer en ese país. Si el plan que el Gobierno presentó se aprobaba sin modificaciones eso hubiera significado una estadía de más de seis meses, lo que implicaba pagar 450 dólares por un permiso especial. Después de dos meses de estarnos financiando una estadía no presupuestada, esta cifra era impagable para muchos que no tenían ni siquiera para comer. Mientras tanto, los consulados afirmaban que no tenían información sobre cómo apoyarnos en esta emergencia.

Al caos económico y de estabilidad emocional, pronto se sumó otro temor: enfermarnos mientras estábamos fuera de El Salvador. Al menos dos personas fueron operadas de emergencia y tres partos de salvadoreños ocurrieron forzosamente a los tres meses del exilio. Fue gracias a la comunicación entre los varados que se logró ejercer presión al Gobierno para que aceptara cubrir los gastos hospitalarios de estas personas. Otras necesidades como medicamentos para enfermedades crónicas se volvieron trámites engorrosos a través de las valijas diplomáticas, con entregas en la cancillería en medio de una cuarenta que imposibilitaba salir a la calle.

Aunque la desinformación y la confusión reinaba en las respuestas gubernamentales, algunos funcionarios de los consulados apoyaron como podían y trataron de dar respuesta a las necesidades de los varados. Contactos para consultas médicas, aunque sin medicamentos, facilitaron la ayuda en casos de urgencia, un mínimo de apoyo con vivienda y paquetes básicos de comida (sobre todo en Europa y Estados Unidos), fueron algunas medidas que, aunque descoordinadas, se volvieron alivios temporales para muchos. Más que una respuesta de política pública gubernamental coordinada, la humanidad parece haber sido el enfoque de estos funcionarios. Esa sensación de agradecimiento aún impregna los grupos.

Pero no todo fue malo. Estar fuera de El Salvador, con medidas de atención a la pandemia basadas en evidencia científica permitía evaluar de mejor manera lo que pasaba en El Salvador. Con más información sobre cómo prevenir el contagio, era posible evitar caer en mitos y tratar de ayuda a nuestra familia en El Salvador, al menos con consejos. Asimismo, permitía prepararse para el tan anhelado retorno.

Al inicio del cuarto mes fuera, lo tan esperado pasó. Empezaron a programarse vuelos de repatriación, de manera lenta, pero estaban confirmados. El problema fue que no teníamos mayor información. No sabíamos cómo se nos iba a organizar, si podíamos pagar nosotros mismos por los vuelos, en qué lista debíamos anotarnos para garantizar nuestro regreso, cuántos regresaríamos por vuelo... Todo parecía desorganizado. Se nos dijo que los vuelos priorizarían a las personas vulnerables, pero en realidad cualquier podía comprar un vuelo y reservar su espacio. Un vuelo antes que el mío, 35 personas vulnerables se quedaron un mes más porque no estaban en la lista de compra de la aerolínea, aunque sí en la lista de vulnerables de cancillería.

Al cabo de 120 días en el exilio, finalmente me llamaron para avisarme que estaba en la lista de repatriación del vuelo de la siguiente semana. Lo único que debía hacer era confirmar al consulado que no había decidido volver por tierra para ceder ese espacio a otra persona y esperar el correo de la aerolínea para pagar y reservarlo. Fue entonces que noté que en mi grupo de varados muchas personas no podían pagar el vuelo, que debían esperar a contar con el dinero o irse con la opción más barata: bajar con un coyote. En lugar de garantizar que todos regresáramos a salvo al país, el mismo Gobierno había empezado a aceptar implícitamente como salida de presión que las personas bajaran por tierra.

Ya todos sabíamos más o menos qué esperar de nuestro vuelo de regreso a partir de las experiencias de los otros grupos de varados: desde el peso de las maletas, hasta los documentos a presentar, pasando por la impresión de someterse a la prueba de covid-19 y el protocolario discurso de bienvenida del Gobierno (algo que ya nos parecía cínico). A mí, particularmente, lo que más me ha quedado es la sensación de cambio en el ambiente. Se hace palpable en la falta de información, la paranoia basada en mitos, los datos poco creíbles, pero, sobre todo, en la falta de medidas coherentes, coordinadas y que brinden seguridad. En fin, esa sensación de estar de nuevo en El Salvador.

*Héctor Pacheco, salvadoreño especialista en políticas públicas comparadas y diálogo democrático. Es psicólogo social, economista y politólogo. Ha sido parte de los equipos de Gobernabilidad Democrática y Construcción de Paz en organismos internacionales como la OEA y el PNUD, en El Salvador y para América Latina y el Caribe.
*Héctor Pacheco, salvadoreño especialista en políticas públicas comparadas y diálogo democrático. Es psicólogo social, economista y politólogo. Ha sido parte de los equipos de Gobernabilidad Democrática y Construcción de Paz en organismos internacionales como la OEA y el PNUD, en El Salvador y para América Latina y el Caribe.

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