América Latina es la región del mundo con las mayores reservas de agua dulce. Sin embargo, casi 37 millones de personas no tienen acceso a agua potable. Según un reporte de 2017 de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), solo seis de cada 10 personas tienen acceso a agua potable de manera segura y solo dos de cada 10 a servicios de saneamiento. El impacto de esta desigualdad es mayor para las poblaciones rurales, comunidades indígenas y campesinas. Según la OMS, de los dos mil millones de personas que carecen de saneamiento básico en el mundo, 70 % viven en áreas rurales.
Estas cifras son incomprensibles siendo que el agua es esencial para la vida. Para nuestro planeta y todos los seres que lo habitamos, el agua nos define, distingue y sustenta. Sin agua las personas y comunidades carecemos de una de garantía fundamental para el derecho a la vida, a la integridad, a la salud, a la alimentación adecuada y a un medioambiente sano.
El derecho internacional de los derechos humanos establece, desde hace tiempo, que los Estados deben garantizar el acceso al agua potable como garantía de otros derechos fundamentales. El desarrollo de este entendimiento ha llevado incluso a reconocer al agua como un derecho autónomo. Desde 2002 el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas reconoció el derecho al agua como parte esencial del derecho a un nivel de vida adecuado y determinó el deber de los Estados de garantizar a todas las personas, sin discriminación, el acceso al recurso en cantidades suficientes, de forma continua, accesible y asequible. En 2010, la Asamblea General de Naciones Unidas reconoció el derecho al agua y al saneamiento como un derecho fundamental y, posteriormente, la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible lo identificó como uno de los objetivos principales. Este año el derecho al agua fue reconocido como derecho autónomo por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Todos estos desarrollos se fundamentan en el reconocimiento de que el agua es un recurso natural limitado y que, entonces, su gestión y asignación como bien público debe basarse en lineamientos claros que prioricen la garantía de derechos fundamentales por encima de cualquier interés económico.
Sin embargo, tal y como las cifras iniciales lo indican, la claridad y contundencia de estos estándares internacionales están lejos de describir la realidad de nuestro continente. Entre otras causas, esto se debe a que casi no hay experiencias en las que los órganos internacionales de protección hayan actuado ante casos concretos para aplicar estos estándares y determinar responsabilidades estatales específicas. Son estas instancias de responsabilidad las que muchas veces sirven para identificar medidas positivas concretas exigibles a los Estados que prevengan violaciones al derecho al agua, garanticen el derecho y permitan el acceso a la justicia.
Otros temas también urgentes y, sobre todo, otras prioridades de agendas políticas y económicas han postergado una discusión seria y regional que priorice las garantías del derecho al agua. Pero la pandemia de covid-19 lo ha vuelto un problema regional imposible de ignorar: la falta de agua implica en este contexto la imposibilidad de comunidades enteras de prevenir los contagios.
Ante este desafío, la discusión de fondo que debe trascender no es, solamente, cómo responder a la emergencia para garantizar el acceso al agua en este contexto, sino también entender en profundidad qué llevó a que tantas comunidades vivan sin agua, y cómo se evita perpetuar la situación. Y, aunque las razones y posibles respuestas son muchas, en gran medida pasan por cuestionar modelos de desarrollo que no solo ponen en riesgo el acceso al agua de muchas personas, sino también la protección del medio ambiente, de los recursos naturales y de un ecosistema sano capaz de seguir sustentando la vida humana.
Desde Cejil hemos venido alertando sobre situaciones críticas que existen en nuestra región que muestran las graves consecuencias de la desigualdad en el acceso al agua. Estas situaciones nos enseñan tanto el impacto de la indiferencia estatal a un reclamo tan grave, como la resiliencia de la resistencia comunitaria. Es en esta resistencia donde están y debemos buscar las respuestas a este y tantos otros problemas vinculados con la perpetuidad de un modelo extractivista que prioriza la producción por sobre el cuidado del territorio y de las poblaciones que lo habitan.
Una de estas situaciones es el caso de la provincia de Petorca, en la región de Valparaíso, Chile, único país donde el agua es privada según la propia legislación. Esto permitió el otorgamiento de derechos de aprovechamiento de agua, hoy explotados principalmente por plantaciones de aguacate para la exportación que han contribuido enormemente a secar el territorio, dejando a Petorca en una grave crisis hídrica que lleva décadas. Tal y como ha establecido un grupo de expertos de Naciones Unidas, “desarrollar plantaciones de aguacate y proyectos de electricidad a costa de las garantías fundamentales de la población chilena transgrede las leyes internacionales de derechos humanos”.
En este contexto, hace años que las comunidades rurales de Petorca se abasten mediante camiones cisterna con menos de 50 litros diarios de agua por día, lo que equivale a una ducha de 4 minutos. Con esa cantidad de agua, que además es de dudosa calidad, se pretende satisfacer las necesidades de una población campesina que vive del territorio. En la práctica nada ha cambiado en la pandemia, por lo que con esas cantidades también pareciera que el Estado chileno espera que se pueda cumplir con las medidas de prevención de contagios.
La situación de Petorca tiene eco en otras comunidades de la región cuyos territorios y recursos también se ven afectados por la falta de protección del Estado y la priorización del extractivismo. En distintos lugares del continente los proyectos extractivos han sido considerados servicios esenciales y ni siquiera las medidas de distanciamiento social han frenado su avance.
La pandemia ha puesto de manifiesto las profundas desigualdades en el acceso al agua potable y saneamiento, nos alerta del impacto de su falta y nos obliga a reaccionar y exigir medidas urgentes que no solo deben responder a la situación actual, sino que deben abordar el manejo de un recurso limitado como el agua desde una nueva perspectiva que no sea la extractiva (o destructiva), sino que permita la sostenibilidad del recurso y priorice su consumo humano por sobre todas las cosas. Hacia allí debe avanzar el desarrollo del contenido de este derecho.
Esta alerta debería llevarnos a discutir con profundidad las medidas de reactivación económica que los Estados proponen impulsar para superar las profundas crisis que enfrentamos, las cuales no debieran ni sostener ni profundizar aquellas actividades que han llevado al saqueo y la contaminación de las aguas y el territorio de las comunidades. Tal y como lo ha establecido Naciones Unidas, “la recuperación posterior a la pandemia debería ser una oportunidad para transformar el modelo de desarrollo de América Latina y el Caribe y, al mismo tiempo, fortalecer la democracia, salvaguardar los derechos humanos y mantener la paz, en consonancia con la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible”.
Esta va a ser una de las principales discusiones y decisiones de nuestro tiempo. ¿Qué mundo queremos después de esta pandemia? Sin dudas, uno en el que el acceso al agua sea garantizado en condiciones de igualdad en todos los rincones de nuestro territorio como parte de una visión amplia de protección de la tierra y los recursos naturales que nos sustentan.