El poeta guatemalteco Otto René Castillo vivía en San Salvador y los acontecimientos de este país no podían serle indiferentes. Menos cuando su amigo y compañero Roque Dalton había entablado una agria polémica con el escritor Antonio Gamero a propósito de la conducta social y ética de los poetas. En el artículo Un concepto sobre poesía, Dalton García consideraba que el hecho de que el poeta fuese en sí una conducta social – tal y como lo afirmaba Miguel Ángel Asturias –, lo obligaba a hacer de esta su vivir cotidiano, participando en la política de su país, luchando por mejorar las condiciones sociales de sus habitantes. Ello le permitía afirmar que, mientras el escritor Antonio Gamero estaba ya “divorciado de los más caros intereses del pueblo”, Pedro Geoffroy Rivas había “abandonado su posición social, su comodidad, su familia y su tierra antes que haber aceptado vivir una conducta contradictoria”. Dos ejemplos opuestos en el seno de la intelectualidad salvadoreña.
Roque volvió a la carga dos meses después Con Antonio Gamero. El poeta es una conducta, luego de que este le había respondido en el artículo Poesía y Política, aparecido en el periódico Tribuna Libre. En él contraargumentaba que el poeta tenía derecho a ser dual en su obra literaria y que Dalton García confundía poesía con política. Apoyándose en una sentencia del poeta colombiano Fernando Abeláez, subrayaba que el poeta debía de ser un “hombre total” y, por tanto, respetuoso de los otros. Pronto intervinieron en la polémica los intelectuales salvadoreños Federico Siles y Francisco Mejía Vides, responsable literario del suplemento literario de La Prensa Gráfica. El primero a favor de Roque y el segundo criticándolo.
Ello hizo que Otto René sintiese la necesidad también de participar. Publicó en La Prensa Gráfica la nota ¿Convicción o amistad?, en la que apoyaba las afirmaciones emitidas por Dalton García, pero haciéndole la crítica de haber escogido a Gamero y a Geoffroy Rivas como paradigmas opuestos. Para él esto era un error, pues se debía juzgar principios y no hombres, pues aquellos eran universales y generales, y estos, parciales e individuales. Sin razón, afirmaba que, luego de haber salido hacia su segundo exilio mexicano, Geoffroy Rivas había variado ideológicamente y ponía en duda allí que hubiese mantenido la altura asignada a un intelectual de su rango. Aún más dura era la crítica que le dedicaba a Mejía Vides, considerando que su respuesta a Roque era “maná literario para los oportunistas en potencia” al justificar este que la búsqueda del sustento económico permitía la inconsistencia en los principios, actitud militante en los poetas.
Mejía Vides le respondió al guatemalteco que, por una parte, como ya lo habían señalado otros, no sólo le parecía poco afortunada la comparación hecha por Dalton García, sino que su clara defensa de Gamero se había debido al hecho de que veía en la crítica de aquel la incapacidad de comprender que en países como El Salvador, donde los regímenes no eran democráticos, los intelectuales eran presas del miedo a la vida o a las ideas. Además, subrayaba, una crítica despiadada sólo terminaba por hundir a un artista, siendo lo peor que Gamero resultaba ser un chivo expiatorio para atacar a terceros en la polémica que Dalton García mantenía en contra de quienes combatían su posición marxista. Por ello, le recordaba a Castillo que, en su interceder por el criticado, la razón última era “humanizar la guerra después del bombazo atómico que sobre él descargara Dalton García”.
Por su parte, desde las páginas de Hoja, órgano de la Asociación de Amigos de la Cultura, su director Ítalo López Vallecillos tomó una postura equidistante en la crítica, recordando a quienes hasta ese momento habían intervenido en ella que todo intelectual debía de “oponerse a los prejuicios, a los dogmatismos, vengan estos de la izquierda o de la derecha”. Para él, el intelectual que necesitaba Centroamérica era aquel que no renunciaba a la obligación permanente de pensar y producir ideas, porque muchos de ellos, “so pretexto de servir al grupo, al partido o a la casta, han olvidado que la interpretación de la historia, del desarrollo humano es la única fórmula para encontrar una solución feliz a los problemas” de la humanidad. Tal situación no ocultaba el hecho de que, en los países centroamericanos, por razones económicas o ideológicas, muchos intelectuales terminaban siendo “voceros de las dictaduras, de la fuerza y, a veces, hasta del crimen”. La obligación del intelectual se centraba, a su juicio, en resolver los problemas presentes, en ser dignos y en defender los intereses populares.
En esos días se cerró el debate con la aparición del artículo El debate sobre poesía y conducta. Punto final de Roque Dalton, en el que este señalaba que, a pesar de la dureza de sus juicios, la polémica se había dado con respeto y que ninguno de los que habían intervenido – ni siquiera Antonio Gamero – había puesto en duda su apotegma básico y central de que “el poeta es una conducta”. Sin embargo, aceptaba discutir lo que estos unánimemente le criticaban: haber errado al “personalizar, al ejemplificar mis aseveraciones abstractas enmarcándolas en las relaciones concretas de dos hombres”. Ahora bien, para él, tal reclamo terminaba por caer en el “diletantismo y el teorizantismo”, pues a la hora de teorizar no se podía eludir lo concreto. No ponía en duda que el medio intelectual era muy difícil en El Salvador y que las claudicaciones tenían una explicación, pero no por ello se podían justificar. Finalmente, volvía a afirmar que la finalidad de su ensayo no había sido “herir a Antonio Gamero, cuya obra, lo he dicho ya, admiro profundamente”, sino pedirle que rectificara en su proceder. Por tanto, se daba por satisfecho porque, para él, las intervenciones de Velado, Castillo, Mejía Vides y el propio Gamero, habían ratificado lo que perseguía: que apoyasen la “tesis contenida en la feliz frase de Miguel Ángel Asturias”.
Toda esta polémica no alteró la relación de Roque con Otto René y, en la edición del Diario Latino del 29 de diciembre de ese año de 1956, le dedicó – con una carga simbólica – el poema intitulado Canto a nuestra posición, en el cual se reafirmaba la militancia comunista de ambos.
Nos preguntan los poetas de aterradores bigotes,
los académicos polvorientos, afines a las arañas,
los nuevos escritores asalariados,
que suspiran porque la metafísica de los caracoles
les cubra la impudicia:
¿Qué hacéis vosotros de nuestra poesía azucarada y virgen?
¿Qué, del suspiro atroz y los cisnes purísimos?
¿Qué de la rosa solitaria, del abstracto viento?
¿En qué grupo os clasificaremos?
¿En qué lugar os clasificaremos?
Y no decimos nada.
Y no decimos nada.
Y no decimos nada.
[…]
Estamos
En el lugar en que se encuentra el hombre,
en el lugar en que se asesina al hombre,
en el lugar
en que los pozos más negros se sumergen en el hombre.
Estamos con el hombre,
porque antes muchísimo antes que poetas
somos hombres.
Estamos con el pueblo,
porque antes muchísimo antes que cotorros alimentados
somos pueblo.
Estamos con una rosa roja entre las manos,
arrancada del pecho para ofrecerla al hombre!
Estamos con una rosa roja entre las manos
arrancada del pecho para ofrecerla al pueblo!
A inicios de 1957, Otto René volvió sobre la polémica publicando en la sección Correo de Hoja, de la revista Hoja, una carta dirigida a Roque Dalton, en la que lo invitaba a seguir meditando sobre la sentencia asturiana. En ella le decía que lo había ido a buscar a la Universidad para discutir antes de que él partiese por razones dadas hacia el occidente de El Salvador – a la frontera con Guatemala –, pero que no lo había encontrado, razón por la cual le dejaba esas líneas. El tema era el de exponerle sus ideas sobre la poesía. Una misiva que dejaba ver la armazón vivencial del jovencísimo Otto René Castillo, formada por las condiciones humildes de vida, las del exilio, las lecturas a su alcance, la militancia partidista, la fraternidad con los salvadoreños y las reflexiones políticas a raíz de la intervención norteamericana y el uso de la fuerza por los liberacionistas en Guatemala. De todo ello se desprendería el creciente compromiso con su “patria”.
Primero, la manera de enfocar su quehacer poético indicaba que este había nacido al “amparo del corazón más noble de la tierra”. El corazón de los sectores populares, que albergaban a “los hipócritas, los sinceros, los cobardes, los valerosos, los mentirosos, los ladrones y ebrios, los sanos, los enfermos, los maleducados, los heroicos, los que abrazan una bandera y mañana la pisotean, porque un demagogo los impulsó por vericuetos perversos y falsos, pero que, sin embargo, un día marchan definitivamente hacia la vida, purificando sus pústulas”. Segundo, “la grandeza de la poesía estribaba en sus proyecciones universales, para servir mejor al destino de los hombres”. Esta sólo adquiría la categoría de tal cuando, “lejos de la forma y de la retórica, es la expresión de un mundo interno fundido con la realidad exterior, que es la experiencia de los seres humanos”. Por ello, antes que todo, la poesía resultaba una expresión humana, profundamente humana. Tercero, esa era la razón por la que la verdadera poesía superaba “el aspecto descriptivo y lamentativo, para llegar a una postura más revolucionaria; al aspecto combativo. No debe contentarse la poesía con describir o interpretar sino con transformar. Porque no se debe de olvidar que la crítica de las letras precede a la crítica de las armas, y que cuando se lucha por la libertad, el pan el canto, el amor, la independencia y soberanía de las naciones, la poesía tiene, ineludiblemente, que ser un puñado de pólvora y semillas”. Cuarto, al nacer la auténtica poesía de la realidad social, esta debía estar investida de “sinceridad, sentimiento, llena de mensaje.” Así, en una coyuntura mundial como la que se vivía, la poesía social debía de conllevar las siguientes características: identificación plena con el pueblo como forma de lograr una forma orgánica nacional; involucramiento con los ideales y los temas de carácter ideológico y, por último, desarrollo de la habilidad para comunicar las ideas que fomentaba.
Finalmente, partiendo de definir al poeta como conducta, hacía un repaso de los poetas y escritores universales que, a su juicio, llenaban tal requisito, a la vez que le recordaba a su amigo que en Centroamérica apenas unos cuantos podían mencionarse para la época contemporánea, debido a que la mayoría había claudicado, caído en la burocracia o despreciado “nuestras raíces telúricas y nacionales, las básicas para lograr una expresión universal…”. Entre ellos se encontraban Asturias, Geoffroy Rivas, Cardoza y Aragón, Escobar Velado y Otto Raúl González. Sin embargo, lo importante era que dentro de ese panorama se encontraban ellos, jóvenes inquietos por la poesía, que tenían en común la preocupación por los problemas de sus pueblos. Por tal razón, “nosotros debemos de seguir una bandera, empaparnos de una ideología, para llegar a cumplir fielmente nuestros propósitos”.
Las últimas líneas de esa carta-proclama-manifiesto, en la que se puede vislumbrar una hoja de ruta que Otto René seguirá fielmente con los años, y que permite ver la influencia que el pensamiento del guatemalteco tuvo en el poeta salvadoreño, las dedicaba a recordarle a Roque que, cuando regresase de occidente, podrían comentar su contenido en profundidad, y le pedía que en su ausencia no faltase mucho a la Universidad, porque se aproximaban los exámenes.
Arturo Taracena Arriola es historiador guatemalteco. Actualmente es investigador titular en el Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNAM en Mérida, Yucatán. Esta entrega de El Faro Académico es un extracto del artículo “La primavera salvadoreña de Otto René Castillo”, que aparece en CENTROAMERICANA 17 (2019) Università Cattolica del Sacro Cuore, Milano pp. 108-115.