Columnas / Política

El Salvador y los caudillos que se repiten

En lo que va de la administración Bukele han pasado cosas muy similares a las ocurridas con los dos partidos anteriores por parte de estos “rostros nuevos” que rápidamente se van pareciendo a los viejos.

Martes, 13 de octubre de 2020
Juan Martínez d'Aubuisson

En 1980, después del último golpe militar en la historia salvadoreña, en medio de un campo político con olor a pólvora, con el fantasma de la reforma agraria acechando los sueños de los terratenientes, y teniendo como marco una sociedad violenta y desigual que pronto se lanzaría al abismo, surgió un caudillo. Un hombre que prometía a los salvadoreños romper una lógica vieja que él llamaba corrupta y peligrosa. Ese hombre era mi tío materno. Se llamaba Roberto d´Aubuisson. 

Mi tío Roberto fue militar en los años en que esto implicaba cosas terribles en América Latina. Perteneció a una generación de militares formados bajo la influencia de la Escuela de las Américas con materias como Guerra psicológica o Guerra contrainsurgente. Su generación se caracterizó, entre otras cosas, por  tecnificar la represión y hacer  que las brutales técnicas de tortura, espionaje e infiltración, que por años habían acumulado los guardias nacionales y personas civiles afines a los militares, maltratando campesinos descontentos y a los ladrones de café, se pusieran en función de “frenar” el avance del comunismo por estas tierras y perseguir enemigos políticos.

Después del golpe de Estado de 1979, un golpe perpetrado por militares descontentos y con apoyo de buena parte de los intelectuales salvadoreños y de cierta ala de la iglesia católica, se cancelaron  dos instituciones importantes del aparato represivo del Estado: ORDEN (Organización Democrática Nacionalista), una institución que reclutaba a campesinos obreros para formar parte de un cuerpo paramilitar, y ANSESAL (Agencia Nacional de Seguridad Salvadoreña). Mi tío Roberto, quien fuera director de esta última por un tiempo muy breve, reagrupó a esos paramilitares y extrajo muchos archivos de inteligencia. Con ambos elementos, y con el apoyo de autoexpatriados ricos en Miami y Guatemala, dio nueva vida a los Escuadrones de la muerte. 

Mientras hacía todos estos movimientos, también creaba un movimiento político. Se trató de  un movimiento político de masas que terminó, luego de un proceso más bien corto, llamándose Alianza Republicana Nacionalista (Arena). Hoy suena, como mínimo, extraño, pero en los discursos de esos años mi tío Roberto conmovía a las multitudes hablándoles de la corrupción del Partido de Conciliación Nacional (PCN), al haber dado entrada a lo que él consideraba en esos años una medida socialista: la reforma agraria, y conmovía a cientos de campesinos y obreros hablando de la complicidad corrupta del Partido Demócrata Cristiano con los comunistas, el enemigo número uno de las élites y de buena parte de la población. Así nació Arena: acusando de corruptos y terroristas a sus opositores. 

Mi tío Roberto se paseó por las tarimas en sus multitudinarios mítines políticos arengando a unas  masas cansadas de un tipo de política militarista y temerosas de la llegada de un comunismo fabulado que comía niños, mataba viejitos, se robaba la tierra, la libertad y el progreso. 

Una de sus estrategias más efectivas, de tantas que tuvo, fue crear una categoría terrible a la cual llamó, entre otras cosas más fuertes, “enemigos de la patria”. En esta categoría metió al ala progresista de la Iglesia católica, a los defensores de derechos humanos, a la UCA, a sus opositores políticos, a los jesuitas, y a todos los que no estuviesen de su lado. Uno de los argumentos para hacerlos entrar en el mismo saco era que, según él, estaban siendo financiados todos desde un mismo origen: el comunismo internacional. 

“La verdad es lo siguiente: los pescados (así les llamaba a los demócratas cristianos), la convergencia, el UDN, los terengos (así llamaba al FMLN y en general a los comunistas), son la misma babosada. La misma mona con diferente vestido. La misma babosada son toda esa gente. Y toda esa gente odia al pueblo salvadoreño, al pueblo trabajador, a ustedes, a nosotros”, dijo, en medio de aplausos y vítores, en uno de sus discursos de campaña en el interior del país.  

La alquimia política del tío Roberto funcionó.  Consolidó un partido político que llegó a presidir la Asamblea Legislativa de 1984 y el Ejecutivo desde 1989 hasta 2009. Este partido, sobre todo en sus inicios, permitió la participación política de una parte de la élite económica, a la cual los militares, en buena medida, habían ignorado. Muchos de ellos eran hacendados, comerciantes y empresarios de mucho dinero y gran poder económico, pero de poca trayectoria política. 

Cansancio, miedo y nuevos rostros. Esa fue la fórmula. 

Siempre he pensado que es un error creer que sus seguidores ignoraron su participación como líder de los Escuadrones de la muerte o su papel de organizador del asesinato del mejor de los salvadoreños: Óscar Romero. Creo que es también un error de interpretación creer que esos miles de compatriotas que apoyaron a Arena estaban de acuerdo con la matanza y el magnicidio. Contrario a lo que parezca, no somos una nación de psicópatas. Creo, más bien, que la gente está dispuesta a aceptar este tipo de barbaries siempre y cuando el caudillo de turno agreda a las estructuras de las cuales están cansadas y les proteja de aquellos a quienes temen. 

El Salvador pasó 20 años con ese partido en posesión del Ejecutivo y de buena parte de la Asamblea. En esos 20 años se privatizaron varias empresas estatales, el país perdió su moneda nacional y se dieron los casos más escandalosos de robo, malversación, incompetencia, nepotismo y despilfarro por parte de esa élite política que en 1980 fueron considerados “rostros nuevos”. 

Esos rostros nuevos se volvieron diputados, alcaldes, ministros y, con el tiempo, también se volvieron presidentes. Poco a poco se fueron disociando de la palabra “nuevos” y se establecieron como estatuas humanas en la política salvadoreña. 

En esos 20 años se instauraron y crecieron en El Salvador las dos pandillas más grandes de Mesoamérica. La Mara Salvatrucha 13 y el Barrio 18 se tomaron casi cada barrio pobre del país. Se volvieron una opción razonable para miles de salvadoreños jóvenes que no encontraron cabida en un país que no pensaba en ellos sino como mano de obra barata y disciplinada para las maquilas extranjeras.

Los salvadoreños se cansaron. A los salvadoreños les dio miedo. 

En 2009 surgió otra figura que no sé si su paso, efímero y trágico, por nuestra historia alcance para tanto: Mauricio Funes. Por no ser cansino y repetitivo, no entraré en detalles, pero quiero destacar que su propuesta fue parecida. Esa vez los rostros nuevos faltaron en la ecuación, pues se trataba, en buena medida, de los mismos comandantes guerrilleros que pelearon el conflicto político militar de los años ochenta. Pero la fórmula fue similar: cansancio y miedo, la misma que le funcionó a mi tío Roberto e, igual que la suya, esta surtió efecto en una población cansada y temerosa. 

El FMLN estuvo diez años en el poder. En ese período se dieron casos aberrantes de lo mismo: corrupción, malversación, despilfarro y nepotismo por parte de esa élite política que prometió vengar esas afrentas terribles que nos hicieron los areneros. 

En esos diez años las pandillas dieron un paso enorme en su desarrollo criminal: conocieron la política. Los mismos políticos les enseñaron. Esas estructuras que hasta ese momento se habían mantenido ignorantes de su poder y de su alcance territorial, entraron, de la mano de funcionarios públicos, al campo político salvadoreño. Los pandilleros, mucho más astutos que sus mentores, descubrieron un panorama infinito de posibilidades que todavía siguen explorado con éxito. Fue como meter gatos en un aviario. 

En esos diez años, en algo que solo puedo entender como una estrategia ambivalente e hipócrita, se desarrollaron también las agendas más represivas desde que terminó la guerra. El segundo gobierno del FMLN desarrolló estrategias hiperviolentas para asesinar a miembros, colaboradores y simpatizantes de esos grupos pandilleros que crecieron en los gobiernos areneros, y con cuyos líderes pactaron y negociaron. Lo paradójico es que para este fin echaron mano de esas viejas (nuevas en su momento) técnicas que desarrolló mi tío Roberto y compañía para matarlos y aterrorizarlos a ellos mismos, cuando apenas eran grupos insurgentes en crecimiento.

¿Paradójico, no?

El cansancio se acumula, el miedo se vuelve rabia.

Con un panorama político diferente, pero con una población que acuna casi los mismos valores políticos: la violencia como forma de resolver conflictos y educar, el autoritarismo como forma deseable de gobernar, entre otros; apareció Nayib Bukele. 40 años después, repitió el guion de mi tío Roberto. Aprendió bien la fórmula del populismo, de ese populismo. Cansancio y miedo. Una población harta de las vejaciones terribles de unos grupos políticos y que además está dispuesta a hacer de lado crímenes atroces con tal de obtener su venganza. 

La era Bukele apenas empieza. A mi ver, solo los ingenuos, los ilusos y algunos amigos a quienes respeto y estimo, creen que terminará pronto, que la hondura de su huella no será tan profunda en la historia política salvadoreña 

En lo que va de la administración Bukele han pasado cosas muy similares a las ocurridas con los dos partidos anteriores: casos muy escandalosos de corrupción, incompetencia, nepotismo y despilfarro por parte de esta nueva élite política, por estos “rostros nuevos” que rápidamente se van pareciendo a los viejos. 

En el tiempo que lleva esta administración, las pandillas han dado importantes pasos en sus desarrollo criminal y político. Pasaron definitivamente de ser pandillas callejeras, con esa obsesión por el enfrentamiento ritual y los símbolos de identidad, a ser estructuras híbridas, a medio palo entre crimen organizado y mafias locales, con capacidad real no solo de negociación con el Estado sino de establecer alianzas con este. Basta con darle un ojo a la última investigación de El Faro sobre el tema. 

El poder desgasta, sobre todo en la forma en que se ejerce en este país. La administración Bukele se ha hecho de enemigos por todos lados. Ha logrado algo insólito: meter en un mismo saco de enemigos, el saco de “los mismos de siempre”, a  la Anep y a la UCA, al FMLN y a Arena, a El Diario de Hoy y a El Faro.  

Hacia fuera del país ha despotricado contra el gobierno de Juan Orlando Hernández, de Honduras, y contra el de la familia Ortega, en Nicaragua; ha generado hostilidades con el gobierno de López Obrador, en México, y con el de Carlos Alvarado, en Costa Rica; e incluso llegó a levantarle falsos al gobierno de Italia, al que acusó en medio de la pandemia casi que de mataviejitos. 

Igual que mi tío Roberto, quien miraba enemigos (o sea comunistas) en grupos tan variados como la Democracia Cristiana, la Iglesia católica y hasta en el mismo congreso de los Estados Unidos y la ONU, la administración Bukele mira a “los mismos de siempre” tanto en Human Rights Watch como en el Instituto de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Universidad Francisco Gavidia. Al menos nos dice que los mira.

El pegamento, o la saliva, con la que Bukele pretende pegar organismos tan variopintos en un mismo bloque es la acusación de compartir financistas. Esta vez no es el comunismo internacional, sino un grupo oscuro y transnacional de millonarios malvados dirigidos por el magnate George Soros para destruir su buen gobierno. 

Decir que nuestros procesos políticos son cíclicos puede ser un error, así me los dijo certeramente hace unos días el jurista e historiador Roberto Turcios: se corre el riesgo, me dijo, de anular las particularidades de cada momento histórico en función de presentar un fenómeno repetitivo. Tiene razón. No quiero caer en ese agujero. No obstante, creo que si bien los momentos históricos de los que hablo son diferentes, los valores políticos de nuestra sociedad son muy similares y son hereditarios. Creo que nuestra debilidad por aferrarnos a figuras fuertes y autoritarias, que entran al campo político, y a nuestros corazones, prometiendo venganza contra la figura autoritaria anterior, se mantiene intacta desde 1980 (incluso desde mucho antes) hasta hoy. Y lo más importante: se mantendrá.

A la sociedad salvadoreña le falta trecho por recorrer con los Bukele, le falta ver cosas. Aún hace falta sufrir lo que sufrimos con los anteriores. Faltan los sacrificios, los económicos y los demás. De hecho, hacia finales de 2020 ya se están viendo las primeras manifestaciones públicas contra el gobierno de Bukele; pensé que demoraría más. A pesar de esto, y según mi intuición, ojalá errada, tendremos a los Bukele al menos durante 15 años más en el Ejecutivo . 

Esa élite nueva de políticos y funcionarios sin pasado obtendrán uno, se volverán figuras conocidas de la “vieja política” salvadoreña y así como decimos Gloria Salguero Gross, Armando Calderón Sol, Óscar Ortíz o Sanchez Cerén, diremos Pablo Anliker, Mario Durán o Suecy Callejas. Donde decimos Walter Araujo… bueno, ahí diremos Walter Araujo, pero lo más importante: de la misma forma que hoy decimos Roberto d´Aubuisson en 15 años diremos Nayib Bukele. 

Al cabo de esos 15 años, meses más, meses menos, aparecerá un, o una, nuevo caudillo que nos encontrará cansados y asustados. Nos dirá palabras de amor, nos dirá que le duelen nuestras heridas, que compartimos pasado, que esas llagas también son suyas. Nos enumerará una a una las atrocidades que hoy muchos deciden pasar por alto. Esa persona, que por ahora quizá esté terminando su bachillerato sin importarle mucho las guerras estériles de estos viejos políticos, nos recordará el 9 de febrero, nos mostrará las fotos de los militares en el Salón Azul de la Asamblea Legislativa. Quizá cuando llegue ese momento nos haya regresado la capacidad de indignarnos y meneemos la cabeza con desaprobación de un lado a otro. Nos mostrará todos los negocios que hicieron los funcionarios en ese año tan raro en que sufrimos la pandemia. Nos enseñará los árboles genealógicos de un gobierno tan endogámico que bien pudo parir niños con cola de cerdo. Nos prometerá sacar, por fin, de la política salvadoreña al bukelismo. Pasado un tiempo, el reloj de arena se dará vuelta y empezaremos a cansarnos y a temerle también a él o a ella. 

Entonces vendrá otro, u otra. 

Juan José Martínez d
Juan José Martínez d'Aubuisson es antropólogo sociocultural, graduado de la Universidad Nacional de El Salvador. Desde 2008 estudia temas de pandillas, violencia e identidad en Centroamérica. Es autor del libro 'Ver, oír y callar. Un año con la Mara Salvatrucha 13' (aura 2012) y co autor de los libros 'El Niño de Hollywood' (Debate 2018), 'Crónicas Negras' (Prisa, 2012), 'Las mujeres que nadie Amó' (CINDE 2011) 'Violencia en tiempos de paz' ( Secultura 2015) entre otros. 

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