Columnas / Política

La excepción soy yo

Haría falta mucha ingenuidad para asumir que un gobierno cuyo autoritarismo va en expansión busca una reforma constitucional para fortalecer los frenos y contrapesos democráticos y, por tanto, limitar el poder del presidente.

Lunes, 26 de octubre de 2020
José Marinero Cortés

A Luis XIV se le atribuye apócrifamente la frase “El Estado soy yo”, una expresión que de todos modos ha sabido sintetizar el carácter absolutista del monarca francés que reinó hasta su muerte en 1715. Esta suerte de máxima del autoritarismo recalca que el poder político deriva de la persona del rey, quien, por tanto, decide cómo administrarlo y cuál es la ley. La frase encapsula las antípodas del poder democrático, del poder que reside en el pueblo.

Desde el “rey Sol” hasta ahora, muchos otros monarcas, jerarcas de estado, reyes y reyezuelos, generales y dictadores, nombrados o elegidos, pretendientes o usurpadores, han ensayado variaciones de esa declaración de principios del absolutismo. Otros, sin conocer siquiera la frase, simplemente la han pretendido encarnar, conduciendo la gestión de los asuntos estatales como si solo de su voluntad se tratara.

Salvando las distancias y estaturas, no es difícil leer el gobierno de Bukele a la luz de alguna cruda variación tropical de esta fórmula absolutista. Los hechos de sus primeros dieciséis meses de presidencia hablan por sí mismos. El creciente autoritarismo del presidente, aderezado por un culto a la personalidad financiado con recursos públicos, no es casual ni camina sin rumbo. Por el contrario, estamos frente una clara intencionalidad de reemplazar nuestra frágil institucionalidad con el designio del presidente y los suyos.

Podrá parecer quizá una hipérbole, pero es que cualquier despliegue autoritario en el ejercicio del poder tiene siempre pretensiones absolutistas. Dicho de otra manera: quien ejerce el poder de forma autoritaria asume equivocadamente que el poder le pertenece y, sin controles que se le opongan, sería capaz de extender esa visión a toda la vida estatal.

El presidente ha evidenciado molestia frente a los frenos y contrapesos del sistema democrático, ataca a la prensa independiente, utiliza las instituciones para acosar a sus críticos, se niega a rendir cuentas o a relevar información pública, gestiona los recursos públicos como si fueran suyos, y, sobre todo, se comporta como si la ley fuera para todos menos para él y su círculo. Es decir, como si en él residiera el poder de decidir cuál es el derecho al que deben someterse los demás, pero que no le es aplicable a él mismo. Incluso, sintiéndose la fuente de poderes que no tiene, el presidente despacha edictos -en forma de tuits o simples órdenes verbales en cadena nacional- que sus funcionarios corren presurosos a cumplir.

Más ejemplos abundan, pero la mejor ilustración no es un incidente único, sino su sistemática y deliberada resistencia a los límites constitucionales del poder. Y ha sido la crisis por la covid-19 la oportunidad extraordinaria en que esa inclinación autoritaria se evidencie y muestre sus peores rasgos.

Es muy significativo que una de las historias que sirve para explicar la frase atribuida a Luis XIV la ubican cuando este acudió al parlamento a presionar por la aprobación de leyes que él había propuesto. Es decir, en esta versión, la frase es una declaración del monarca ordenando a los legisladores que dejen de discutir y aprueben lo que él ya les indicó. De la misma manera cuando el presidente se tomó la Asamblea Legislativa acompañado del Ejército para presionar por la aprobación de un crédito, o como cuando envía sus proyectos de ley con la expectativa de que sean aprobados sin mayor discusión.

La intención de desacreditar y socavar el poder de este órgano representativo ha sido explícita, pues el presidente lo considera no solo incapaz, sino, sobre todo, un obstáculo a sus designios e intenciones. Pero al insultar, atacar y hasta extorsionar con la retención de los salarios al poder legislativo, lo que el presidente hace en realidad es descalificar la elección que la ciudadanía hizo de sus representantes.

Dicho de otra manera, el presidente desconoce la voluntad popular expresada en las urnas. Y, lo más grave, el presidente está atacando la razón de ser del Legislativo: la ley, es decir, de las normas creadas por el poder que la Constitución designa para ello. La ley producida por este órgano que desprecia es un estorbo en la medida en que no se alinea con sus intenciones; la ley se opone a su voluntad y, cuando ello ocurre, el presidente se siente en libertad de ubicarse sobre ella.

Al presidente también le incomoda el poder Judicial. Durante la pandemia hemos visto la poco disimulada resistencia a los mandatos de la Sala de lo Constitucional. Cuesta creer que la obstinada construcción de un régimen jurídico de la cuarentena que desde sus inicios fue descaradamente inconstitucional obedeció a un supino desconocimiento de la Constitución y las leyes. No, ese fue un ejercicio deliberado de irrespeto a las reglas fundacionales del Estado que al presidente le resultan incómodas.

El presidente también ha descalificado en varias ocasiones a la Sala y a sus magistrados, acusándolos de dejar a su gobierno “sin armas legales” para enfrentar la pandemia, así como también de corrupción y de resolver en contra de los intereses del “pueblo” en otros casos. Pero el presidente lo que está diciendo es que el control judicial le estorba, es decir, que debería ser él quien decida qué es constitucional y qué no.

Y ahora -disfrazándolo de un inofensivo esfuerzo pretendidamente representativo- se ha embarcado en un oscuro proyecto de reforma constitucional que, no cuesta adivinar, podría servir para remover definitivamente los obstáculos al ejercicio de su poder. Haría falta mucha ingenuidad para asumir que un gobierno cuyo autoritarismo va en expansión busca una reforma constitucional para, precisamente, fortalecer los frenos y contrapesos democráticos y, por tanto, limitar el poder del presidente. Si la Constitución es un obstáculo, hay que hacer una a medida.

El círculo del presidente -su cohorte- también está demostrando que por asociación se siente por encima de la ley y que, en todo caso, bastará con que el presidente la ajuste para que sus acciones queden convalidadas. Uno tras otro, estamos siendo testigos de excesos y abusos en el uso de los recursos públicos para atender la pandemia. El desenfado con que se aplicaron sobreprecios, se realizaron ventas prohibidas entre parientes o amigos y se favorecieron allegados al partido del presidente, solo puede ser indicativo de la distancia que estos piensan que existe entre ellos y la ley, y la impunidad que reciben por la protección presidencial.

El presidente nos ha demostrado una y otra vez que se conduce como si la ley no le aplica a él, que la excepción es él. Nuestro deber como ciudadanos es recordarle todos los días y de todas las maneras que el poder es nuestro, y que la primera obligación para él y su gobierno es con la Constitución y con la ley, sin excepción.

José Marinero Cortés es abogado especialista en derecho administrativo y políticas públicas. Graduado de la UCA, hizo estudios de posgrado en derecho constitucional en la Universidad de Salamanca y tiene una maestría en políticas públicas de la Universidad de California en Berkeley y otra en administración pública de la Universidad de Harvard. Se dedica a la práctica privada y a la docencia universitaria.
José Marinero Cortés es abogado especialista en derecho administrativo y políticas públicas. Graduado de la UCA, hizo estudios de posgrado en derecho constitucional en la Universidad de Salamanca y tiene una maestría en políticas públicas de la Universidad de California en Berkeley y otra en administración pública de la Universidad de Harvard. Se dedica a la práctica privada y a la docencia universitaria.

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