Periquito es una isla de 40,000 metros cuadrados. Un pedazo de tierra rodeado de mar en la bahía de La Unión, en el océano Pacífico, entre el límite de El Salvador y Honduras. Una familia de seis integrantes ha hecho su vida en ese lugar. Tres generaciones que, a lo largo de 30 años, se reubicaron ahí por dos razones: la soledad y la tranquilidad que garantiza su asentamiento, que está separado por 3 millas náuticas de la ciudad de La Unión. José Eduardo Benítez fue el primer habitante de este lugar en 1989, cuando pidió autorización a los propietarios para construir una ramada que lo protegiera del sol mientras iba de pesca junto a Santiago, su hijo y el protagonista de esta historia junto a su familia.
Los cuatro hijos de Santiago Benítez y Cándida Fuentes son la tercera generación que habita la isla. Salvador, de 15 años, Juan David, de 10, Melvin, de 15, y Eduardo, el mayor, de 16. Todos estudiaron hasta tercer grado, excepto Juan David, el menor, que únicamente cursó parvularia, en el centro escolar de la isla Perico, a un kilómetro en lancha. Un día, su madre decidió no mandarlos más a la escuela. La decisión surgió después de que la lancha se atascó en el lodo cuando regresaban de clases. La marea baja los sorprendió a medio camino y los cuatro pasaron por más de tres horas bajo el sol. Juan David, el menor, se deshidrató y lo tuvieron que llevar de emergencia al hospital de La Unión. “Ahí juré no mandar a mis hijos a la escuela y les dije que iba a enseñarles lo poco que yo sé”, sentencia Cándida. Los cuatro hermanos dicen haber viajado una vez a San Salvador, cuando fueron a recoger a un familiar de su padre al aeropuerto internacional Monseñor Romero, en el departamento de La Paz. En la imagen, los hermanos recogen los pocos pescados que lograron recolectar con su trasmallo una tarde de marzo.
Juan David es el menor de la familia. Tiene diez años y ayuda en las labores del día. Sus hermanos mayores, además de la pesca, trabajan en la fabricación de lanchas para otros pescadores cercanos a su isla. Construyen una lancha por mes cuando hay encargo. Juan David construye pequeños botes de juguete para vender por entre $3 y $5 en La Unión. En un rincón de su casa y a falta de clientes, debe acumularlos cada vez que fabrica uno. Cuando Juan David dice que va a jugar lo hace con caña y anzuelo en mano. Juega de pescar y su juego alimenta a su familia. En una ocasión, una hora después de decir que iría a jugar, volvió con cuatro pescados pargos para el almuerzo de la familia.
Las sardinas reposan bajo el sol. Las sardinas generan ganancia extra y por ello tienen un custodio durante el día: alguno de los hijos se queda para lanzar piedras a los pájaros que intentan robárselas en el menor descuido. Esta familia se despierta cada día a las cinco de la mañana para lograr la marea, “porque la marea no espera a nadie”, dice Santiago, que junto a sus hijos debe recolectar el equivalente a $30 cada día para que la jornada valga la pena. Ese ingreso mínimo permite invertir en combustible para la lancha y para alimentos básicos: arroz, frijoles, azúcar, café, sardinas enlatadas y carne de res. En días poco comunes de pesca abundante pueden recolectar hasta $60.
Antes había un habitante más en la isla, era Cruz Reyes, que tenía su vivienda en la parte norte, a la orilla de una pequeña playa paradisiaca. Como se ve en la imagen, ya solo quedan los vestigios de la casa de Cruz Reyes. A sus 85 años, murió de cáncer en la próstata, en noviembre de 2019. Un día hace muchos años, víspera de Navidad, Cruz Reyes y Eduardo Benítez, padre de Santiago y abuelo de los cuatro menores de esta historia, habían tomado mucho guaro para celebrar. Esta historia es tradición oral entre los pocos habitantes de la isla. Ya avanzada la noche, Eduardo vio un movimiento en el agua: “Mire, compadre, yo no sé si son los tragos o es el diablo el que se menea entre las olas”, se cuenta que dijo. Ambos corrieron hasta el lugar y encontraron a una vaca negra muy grande. Estaba débil y en etapa de gestación. La reportaron a la Fuerza Naval, nunca encontraron a su dueño, y Cruz Reyes se apoderó de ella desde entonces, porque apareció en las tierras que él dominaba. Meses después, la vaca parió un toro, negro también, y que un tiempo después se abalanzó contra una mujer que estaba de visita en la casa de la familia Benítez. Eduardo lanzó una piedra para ahuyentar al toro. Desde entonces, el animal irrumpió la tranquilidad del lugar y desató la ira entre vecinos. La amistad quedó dañada. Eduardo, el padre de Santiago, murió unos meses después a causa de la diabetes. Su hijo Santiago heredó una enemistad que lo obligó a huir. Los animales provocaron un nuevo enfrentamiento. Alguna vez, las gallinas pequeñas de Santiago invadieron los terrenos de Cruz Reyes y se mezclaron con sus gallinas, que eran más grandes. Cruz Reyes sentenció a Santiago: “Cualquiera de nosotros tiene que irse, o bien para el panteón o para otro lado, pero alguien, cualquiera de los dos tiene que desocupar este lugar”, recuerda Santiago las palabras de Cruz Reyes. Santiago admite el temor que sentía ante ese señor, sobre todo porque era bastante violento con el machete. Eso lo obligó a viajar ilegalmente a Estados Unidos con la ayuda de su hermano. Entre sus recuerdos están Guatemala, los 15 días que permaneció escondido en una bodega, la noche que cruzó el río Bravo montado en una balsa de hule, el camino por el desierto y el día que los agentes de Migración los capturaron en Houston, en el lugar donde lo recogería su hermano. Lo deportaron. Regresó a Punta Jocote, donde había dejado a su familia. Los convenció y decidieron volver a la isla. “Decidí venirme porque aquí crecí y envejecí y me gusta. Un problema así con un viejito es diferente a un problema con esa gente de pandillas. Porque esa gente no perdona y cuando dicen una cosa la hacen”, dice. Cruz Reyes murió en 2019, a sus 83 años, por causa de cáncer de próstata, y ahora Santiago vive en la soledad y tranquilidad que le permite la isla, solo rodeado de sus parientes.
La vivienda de la única familia de la isla es ahora una construcción con bases de cemento y láminas multicolor, cimentada en un extremo sur de la isla, con una vista panorámica hacia la isla Perico. Los integrantes de la familia rara vez conviven o conversan entre ellos. Cuando lo hacen, casi siempre es para discutir una tarea del hogar.
Cándida Fuentes es la madre y única mujer en esta casa. Es originaria del municipio de San Alejo. Cuando tenía 12 años, sus padres la llevaron a vivir a la isla Perico. Conoció a Santiago cuando ella cruzaba a buscar almejas a la isla Periquito. Recuerda los primeros días de su matrimonio, cuando su casa era una armazón de palos, palma y plásticos, y ella, embarazada, ayudaba a su esposo con la pesca. Cándida ahora controla la venta y la entrega de los mariscos en la ciudad de La Unión y se encarga además de cocinar para toda la familia. “Todos los días echo tortillas porque a ellos no les gustan las tortillas de otro día. Cuesta mantener un hogar, más que uno aquí, sin hembras que le ayuden”, dice mientras sirve el almuerzo a sus cuatro hijos.
Después de su jornada de pesca, tres hermanos reposan en sus hamacas. Este es su dormitorio, sobre un piso de tierra y bajo una armazón de madera y láminas, con puertas fabricadas con fibra y resina, la misma que utilizan para elaborar sus lanchas.
Este descampado es el baño. La familia Benítez utiliza este lugar para hacer sus necesidades fisiológicas. Es un espacio rodeado de espinas, maleza, árboles, piedras y basura que está a unos 40 metros de la vivienda. Aquí, donde no existe una letrina, el rumor de las moscas es constante y los papeles a la intemperie se mueven al compás del viento.
Cándida carga un recipiente con agua. Cada día suben los recipientes plásticos a una lancha, recorren el trayecto de un kilómetro y extraen líquido en las cercanías de la isla Perico. Exploran algunos pozos de agua semidulce que la comunidad ha abierto, y que sirve para la cocina, para bañarse, para lavar la ropa y para los oficios de la cocina. Cuando viajan a La Unión, Cándida y Santiago hacen un trueque con los habitantes de esa ciudad. Intercambian sus pescados por agua para beber. “Aquí el agua se cuida como cuidar sus ojos”, dice Cándida.
Aunque carecen de los principales servicios básicos, esta familia tiene acceso a energía solar desde hace 16 años, gracias a un panel solar que fue instalado como parte de un proyecto de USAID, que benefició también a los habitantes de Perico, la isla vecina donde viven 35 familias. Ese panel les genera autonomía para cargar sus teléfonos, ver televisión, escuchar música y encender tres bombillas.
En 2014, la familia invirtió alrededor de $1,500 en bases de cemento y lámina para construir una vivienda con mejores condiciones. Siempre han sabido que esa inversión se hacía sobre un suelo que no les pertenece. “Si nos sacan de aquí, yo no me opongo, si aquí no es mío”, se resigna Santiago.
Santiago contempla el atardecer desde Periquito. Él es propietario de una vivienda en La Unión, pero prefirió abandonarla para vivir en un espacio alejado de la violencia de la ciudad. Santiago decidió aislarse. Su aislamiento también lo hizo rechazar la petición de dejarse hacer un retrato para esta fotogalería. Argumentó que, hasta para tomarse la fotografía de su Documento Único de Identidad, alguien tuvo que persuadirlo. Santiago no sabe leer ni escribir una sola palabra, más que sus iniciales para firmar algún documento cuando es necesario.
Es jueves 5 de marzo y nadie de la familia lo sabe. Todos han perdido la noción del tiempo en este lugar o eso parece. Juan David juega con sus pequeños barcos, juega sobre un banco de arena, a solas en su propia isla, donde no hay servicios básicos ni educación, pero tampoco los peligros de La Unión. A sus espaldas está Amapala, Honduras. A su izquierda, la isla Perico, que también fue vendida al empresario chino, y más allá la ciudad de La Unión comienza a iluminarse.