El viejo husmeó el aire y arrugó la nariz, subido en su bicicleta, cargado de ramitas secas de leña y sentenció, desde sus ojos amarillos: “este sol pica, se siente en la piel, este es sol de agua”. Sus sentidos le decían que el diluvio no había terminado, que los torrentes que arrasaron su casa no se habían alejado del todo y que seguían merodeando tras las nubes. Dejó su predicción suspendida y se fue pedaleando en la calle de tierra que conduce a las aldeas de Bajos de Choloma.
Al lado la calle, una familia asomaba por las puertas y las ventanas de una casucha de ladrillo gris a la que el lodo peinaba en su interior de punta a punta. Aquella casita solía estar rodeada de prados verdes sembrados de inmensos cultivos de algo que ahora se pudre bajo el agua estancada. La tierra ya no es capaz de pasar un solo trago de agua más. Durante tres días con sus noches llovió como si no hubiera mañana, producto de las tormentas provocadas por el huracán Eta y, una semana después de aquel diluvio, el suelo bebe a pequeños sorbos .
Palpitando bajo las aguas apestosas y turbias que inundaban la calle, prosperaban una infinidad de amarillentas larvas de zancudo que no auguraban ningún buen presagio.
Bajos de Choloma, como su nombre lo advierte, es la parte baja del municipio de Choloma, en el inmenso Valle de Sula, surcado por las afluentes de los ríos Chamelecón y Ulúa. “Los Bajos”, están compuestos por 24 aldeas rurales, habitadas por unas 40 mil personas, que solían trabajar en algunas de las fábricas y maquilas instaladas en los parques industriales cercanos –ahora sin operaciones–, o cultivando caña de azúcar o pasto utilizado para generar un combustible conocido como biomasa, o trabajando en las plantaciones de palma africana, extrayendo aceite, o cuidando ganado propio o ajeno. Pero Eta ahogó hace una semana a buena parte de las vacas y los cerdos, fue monstruosa con las gallinas; los sembradíos de pasto –cuya extensión se prolongaba hasta donde la vista alcanza– ahora son lagunas malsanas. Los cañales, que estaban listos para cortar, se han podrido enteros, y se mueren sobre un lodo intransitable.
Toda la calle que se adentra por los Bajos de Choloma estaba hecha de parajes sin muchas alegrías: lagunas inmensas, lodos movedizos y la calle cortada por riadas que buscan encontrar el río Chamelecón. Parados frente a una de esas riadas había un grupo de muchachos, viendo las penurias de los vehículos que se animaban a atravesar el agua y especulando sobre su éxito. Uno de aquellos muchachos estaba listo para entrar a trabajar, cortando la caña de sol a sol, por 78 dólares semanales, durante dos meses que son la temporada buena para los jornaleros de la zafra. Ni él ni los transportistas ni los empleados de las fábricas de azúcar verán un centavo este año.
Bryan Canales, un sonriente chico de 21 años y, hasta hace unos días, empleado de una maquila textil, junto con su suegro, Óscar Flores, un albañil de 51 años, aquejado por una tos seca y persistente, venía de limpiar su casa en la aldea La Bueso. Limpiar la casa es un decir, que se traduce en arriar la gruesa capa de lodo que cubre los pisos de todas las casas del lugar, para evitar que se petrifique y haya que descascararla después con piochas y azadones.
La de Óscar, el albañil que tose, era, en sus mejores tiempos, una casita campesina rodeada de un jardín donde había una galera con techo de lámina en la que se cocinaba con leña, pero las tormentas lo mezclaron todo: el colchón y la lámina, unos plásticos, una pistola de juguete, las paredes y el jardín, unos sacos podridos con ropa aún más podrida, algo que parece un ventilador… todo huele igual y tiene el mismo color. En aquella casita había tanto y nada a la vez.
Cuando comenzaron las lluvias, Óscar se refugió donde su yerno, Bryan, cuya familia tiene una casa más grande, con paredes más sólidas y con dos plantas. Cuando las aguas comenzaron a subir, el miércoles 4 de noviembre, varios familiares y vecinos buscaron refugio ahí. Cuando el agua les llegó a la cintura subieron a la segunda planta y ya eran más de 10 personas. Cuando el agua comenzó a subir por las escaleras, buscaron un lugar para abrir un boquete en el techo y subir. Ahí estuvieron la noche del miércoles, y el jueves, y el viernes, sin comida, apenas con agua limpia. Apareció entonces una lancha, flotando entre los tejados, que en lugar de rescatarlos les tomó fotos y se fue. “Ojalá los mareros les hubieran quitado la lancha y los hubieran ahogado”, dijo Óscar, rencoroso, y hablando en serio, porque hay que decir que la Bueso y gran parte de las aldeas de Los Bajos están controladas por pandillas. Fue hasta el sábado a las 11:40 de la mañana cuando por fin llegaron lanchas de rescate que los condujeron, sorteando techos, copas de árboles y cables eléctricos, hasta un lugar seco. “Yo lloré al ver la tierra”, recordó Bryan.
Nueve días después de la inundación, algunas aldeas de los Bajos de Choloma siguen inundadas. A la Davis, por ejemplo, solo se puede entrar enterrando los pies casi hasta las rodillas en un lodo pegajoso; a otras, como Lupo Viejo, Protección, Poza del Riel y Tibombo solo se puede acceder por vía aérea y en ellas todavía permanecen, según el Comité de Emergencia Municipal, cientos de personas que no han podido ser evacuadas y que esperan que el cielo les traiga un helicóptero.
A diferencia de la pobreza verde y pausada de las aldeas rurales de Bajos de Choloma, el municipio de La Lima es seco y gris, con casas de facciones rudas, donde está exiliado cualquier intento de belleza. Ahí el agua también entró como una turba por el asfalto cariado, y subió y subió hasta los techos. Naufragaron perros y vehículos, casas, colchones, caballos, carretas, tiendas. Gente. Pero en los naufragios siempre hay quien se sube mejor a las balsas y quien simplemente tiene que aguantar a nado limpio, como don Santos Ortiz, que anda encima 51 años, que parecían 70 cuando caminaba por los charcos inmundos de la colonia Canaán.
Adentro de la champa de cartón y maderas de Santos Ortiz el demonio de la miseria hizo una pataleta: nada era reconocible, el lodo se apropió de todo, de todo lo que puede caber en la palabra TODO. A Santos Ortiz no se le ahogaron gallinas porque nunca tuvo y los chanchos que peleaban por escapar del lodo frente a su casa tampoco eran suyos. Don Santos, ayudante de albañil, posee por todo bien material el pantalón de lona, la camiseta blanca que le regalaron, unas sandalias y una gorra. Pero la pobreza se las arregla para engañar sobre la profundidad de su fondo: abajo del peldaño de desamparo en el que está parado Santos Ortiz, existe toda una escala. Si se baja al peldaño inferior, aparece María Amparo, que es igual de pobre, que tiene también una champa cruel, vomitada de lodo, pero con ocho niños pequeños a su cargo, algunos suyos, otros de una hermana que se murió de una enfermedad curable y de una hija suya a la que mató una bala perdida, en medio de una balacera entre bandidos. Una de las hijasnietas de María Amparo es Larissa, con sus ocho años descalzos y su arsenal de palabras sorprendente: hablaba sin parar y hacía maromas para impresionar a quien se dejara. Posaba para las fotos y abría unos enormes ojos del color de la miel cuando su madreabuela contaba que en la escuela se ha ganado todos los premios por su inteligencia, aunque no los muestra, porque los premios también se los llevó la correntada. Y si se busca más abajo, también hay: aquella casa con la anciana inválida o la otra con el niño de los pies devorados por los hongos.
Todos los niños descalzos. El mundo hecho jirones. Otra vez todo convertido en nada.
Honduras es pobre, muy pobre, según sus propias cifras oficiales, la mayoría de hondureños –6 de cada 10–, viven por debajo del umbral de pobreza, y 4 de cada 10 no consiguen ganar el dinero suficiente para comprar comida, lo que los estudiosos llaman “pobreza extrema”, que no es otra cosa que el término que se usa para decir académicamente que más que vivir, sobreviven. Honduras es injusta: después de Brasil, es el país más desigual de América Latina, que a su vez es la región más desigual del mundo. El 20% más pobre ingresa apenas cuatro centavos por cada dólar que ingresa el 20% más rico. Pero es difícil encontrar esos cuatro centavos entre las colonias Canaán, Los Ángeles o la 23 de septiembre en el municipio de La Lima: después de la tormenta, los habitantes de estas comunidades se han tomado el bulevar que conduce de La Lima a San Pedro Sula y ahora se dedican a la mendicidad.
Se ha formado un campo de refugiados en el camellón que separa los sentidos de la carretera: champas de ramas y plásticos, donde los niños fingen que la basura es un juguete y las familias atesoran la comida que algunas iglesias regalan.
Y así las cosas por todas partes en el Valle de Sula: en el Barrio Rivera Hernández, en Baracoa, en Bajos de La Lima, en la colonia Planeta, en las aldeas Calán, Cedros, la Uva, Paleto, Las Cruces, en la aldea La Danta y Potrerillo…
En el camellón del bulevar, afuera de su toldo, una señora guardaba para más tarde lo que sobró de un arroz chino que alguien le dio y explicaba que en la colonia Santa Marta “fue más terrible”. Este reportero no consigue explicarse cómo es eso posible.
La pandemia y el cantante de reguettón
Había una pandemia. En realidad sigue ahí, sin bajar la guardia, una pandemia como hace un siglo no había, pero en estos días, en el Valle de Sula, nadie parece acusar recibo: desde el cielo llegó un terror mayor y aquí la distancia social es impensable y las mascarillas objetos de otra época.
En Baracoa, un asentamiento a orillas del río Chamelecón, dentro del municipio de Puerto Cortés, hay un albergue, que antes era una escuela, llamada, como muchas cosas en Honduras, “Francisco Morazán”. El albergue está lleno a reventar; cada aula, cada palmo de la cancha de basquetbol, es un hervidero de gente que este domingo 15 de noviembre, suma 808 personas, pero que hace apenas cuatro días eran más de 2,000. Tosen, tosen hasta los bebés, los muchos bebés de meses. Tosen los niños que persiguen una pelota, escupen sobre el suelo los muchachos que se apiñan en los rincones, tosiendo. Tosen los ancianos. Una mujer respira a jadeos en una silla de plástico. Se mezclan las personas de colonias distintas, comparten todo, se dan la mano, duermen a un palmo de distancia, sudan juntos.
Los siete empleados de la Comisión Permanente de Contingencias de Honduras (COPECO) que están a cargo del albergue no han visto nunca una prueba para detectar COVID-19, pero saben que los resultados de las pruebas hechas en el sistema público tardan, al menos, 15 días en ofrecer resultados, lo que las vuelve perfectamente inútiles. Esos funcionarios son las únicas personas en llevar mascarillas quirúrgicas que a todas luces han excedido su vida útil, ralas y húmedas. Del alcohol gel ni hablar.
“Hay que confiar en Dios –recita un hombre sorprendentemente sonriente–. Ayer vinieron aquí los miembros de la iglesia, en la noche, e hicimos un culto en la cancha, con una oración especial, bien bonita, para pedir que pare ya todo esto”, y más les vale que funcione, porque ni el gobierno municipal de Puerto Cortés ni las autoridades departamentales de Cortés ni el gobierno hondureño se han asomado para llevar ni una oración. Los funcionarios de COPECO admitieron que todo lo que aquí se come es producto de donaciones de ciudadanos bienhechores. “La gente está durmiendo en el suelo con los niños, no hay ni colchonetas, ni mantas”, explicó una funcionaria que prefirió que no se escribiera su nombre.
Como ese, hay decenas de albergues, donde los agentes de COPECO administran la nada.
Aunque las cifras de contagios son casi una especulación, el departamento de Cortés es el que encabeza la geografía de la pandemia en las cuentas oficiales: tres de cada diez hondureños contagiados del virus son de acá.
En fin, había una pandemia que paralizó la actividad económica del mundo, incluido Honduras, país que cerró la actividad productiva en marzo.
César Castillo es un académico cuyo cargo demanda tomar aire para pronunciarse: es coordinador de investigaciones de la sede hondureña de la Facultad Latinoamericana de Estudios Sociales (FLACSO) y tiene los datos en la punta de la lengua: “Es preocupante, porque todo el quehacer del país está volcado a Eta, pero nos hemos olvidado de las medidas de prevención del país y esto puede detonar en algo mucho más complicado, porque ahora no se pueden poner en práctica medidas de prevención”, dice y suelta números devastadores. Según el Consejo Hondureño de la Empresa Privada, el 51% de las empresas formales del país han cerrado o están por cerrar y la pandemia, sin la ayuda del huracán, ya había generado pérdidas entre el 10 y el 12% del PIB.
Sigue César con las cifras de la calamidad, explicando que el problema –uno de ellos– es que en Honduras el 70% de la economía es informal, o sea, que era informal antes de la pandemia y mucho antes de Eta: ventas de baleadas, comida callejera, vendedores de verduras, frutas, CD piratas, ropa… Que no entran en el radar fiscal, y a eso se le suma que al menos un millón de personas perdieron sus trabajos, insisto, antes que apareciera el huracán.
Y está la corrupción.
Desde que inició la pandemia, el gobierno puso al frente de la situación a COPECO, que está, en teoría, capacitada para administrar contingencias medioambientales, y no al ministerio de Salud. Desde marzo, COPECO ha tenido tres comisionados/directores: el primero fue apartado en medio de un escándalo de corrupción y el segundo ídem. Fue sonado el caso de unos hospitales ambulantes que costaron millones de lempiras y que cuando aparecieron eran unas carpas comunes y corrientes. Entonces, para sustituir a los directores anteriores, el presidente nombró a un cantante de reguetón, conocido en el ambiente por su nombre de batalla, “Killa”, que tiene toda la experiencia para lidiar con pandemias que puede tener un cantante de reguetón: ninguna.
Pero bueno, luego de casi ocho meses de cierre de la actividad económica, el gobierno del presidente Juan Orlando Hernández –que dicho sea de paso está finalizando su segundo período, aunque la constitución hondureña prohíbe repetida y claramente la reelección– se disponía a abrir completamente la actividad económica y a eliminar las restricciones a la movilidad ciudadana que aún sobrevivían. Y lo iba a hacer con una semana festiva: “el feriado morazánico”, que en realidad se celebra en octubre, pero que por la presencia del virus se iba a celebrar de todos modos en noviembre, comenzando, para ser precisos, el lunes dos.
Para esa fecha, hacía cuatro días que el Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos había advertido que Eta se estaba formando en el Atlántico, pero el presidente dio por inaugurada la semana de vacaciones e instó a su pueblo a salir a turistear. Ese mismo día en la noche suspendió la semana feriada. En los siguientes dos días Eta inundó el Valle de Sula.
Para salir de una calamidad se necesita que el motor económico del país esté funcionando a todo trapo. Ese motor en Honduras es… el Valle de Sula, que tiene la mayor concentración poblacional del país, donde se concentra el 80% de la industria, donde están las tierras más fértiles y tienen su base los bancos. Un motor anegado por el lodo.
Amelia Frank es una antropóloga estadounidense que escribe ahora en su apartamento de Nueva York su tesis de doctorado para la Universidad de Michigan, dedicada a los efectos de las deportaciones de hondureños.
Amelia agrega más hierro al asunto: todas las deportaciones de hondureños, desde cualquier parte del mundo, llegan al Valle de Sula. Sólo el año pasado fueron deportados más de 100,000 hondureños. Además, todos, o casi todos, los hondureños que se aventuran a escapar de este país, desde cualquiera de los 18 departamentos, pasan por la misma ciudad. De la central de autobuses de San Pedro Sula han partido, sin excepción, todas las caravanas migrantes desde 2018.
Amelia cree que, como ocurrió hace 22 años luego del huracán Mitch, esta nueva calamidad reordenará el mapa poblacional del país, concentrará gente en los núcleos urbanos, fortalecerá el poder de las pandillas y obligará a los hondureños a largarse del país en masa. “El gobierno está contento con que la gente pobre muera. No están interesados en salvar vidas de los pobres. Ven a los jóvenes pobres como amenazas. No hay programas, no hay nada”. Y, lamentablemente, los hechos parecen darle la razón.
Iota
Luego de una semana de un sol que pica en la piel, un “sol de agua”, según la predicción de aquel viejo de ojos amarillos, faltando diez minutos para las once de la noche del domingo 15 de noviembre, una pringa cayó sobre la computadora en la que ahora escribo este reportaje y el cielo se cierne, gris, sobre el inmenso, sobre el fértil, sobre el feroz Valle de Sula.
Un nuevo horror se ha formado sobre las aguas del océano Atlántico: Iota está por llegar hoy mismo, lunes 16 de noviembre, hecho un huracán, a la costa caribe de la América del Centro y en su recorrido tiene contemplado, hasta hoy, derramarse en tormentas sobre el norte hondureño.
Hace dos días que inició la evacuación de todo el municipio de La Lima. El alcalde, Santiago Motiño, dijo el jueves pasado que le daba a la gente tres días para irse por las buenas, antes de que los evacuara con las cumplidoras fuerzas del orden y se quejó de la terca necedad de los habitantes de su municipio, donde viven más de 90,000 seres humanos. Así que desde el viernes La Lima se vacía y se desparrama donde se pueda. Porque, claro, la evacuación obligatoria no venía acompañada de transporte o de refugios o de comidas o de indicaciones o de algo parecido a un plan. Fue un sálvense quien pueda gritado y a lo loco, bajo el tan gustado “lo material se recupera, pero la vida no”, de los que tienen un techo encima y algo caliente que llevarse a la boca.
Eran caravanas de gente, de cientos y cientos de vehículos llevando encima refrigeradoras enlodadas, cocinas enlodadas, perros enlodados, ropa enlodada. Es decir, llevando todo lo que Eta dejó reconocible.
En el camellón del bulevar, los vecinos de La Lima dicen que esa carretera los ha salvado ya de otros inviernos, que no tienen cómo moverse ni a dónde hacerlo ni intención de hacerlo.
El viernes 13 de noviembre, la COPECO dirigida por Killa, lanzó un comunicado oficial en el que, luego de analizar la situación venidera, recomendaba: “Importante también realizar un plan de emergencia familiar, para que las familias organicen sus rutas de evacuación y decidan puntos de encuentro en caso de que algún miembro se les extravíe. También se sugiere mantener cargados los celulares”, y seguía: “Ante la vigencia de la alerta roja, se le recomienda a la población preparar una mochila de emergencia con insumos personales como: medicamentos recetados, botiquín de primeros auxilios, radio con baterías, ropa para tres días, frazadas, linterna de mano, mascarilla, gel antibacterial, documentos personales, fósforos en empaque impermeable, agua y alimentos no perecederos”. Afortunadamente concluía recomendando que en 'caso de cualquier emergencia llamar al 911 o buscar información en la página web de COPECO'.
Mientras tanto, Iota ha tocado tierra centroamericana a la altura del cabo Gracias a Dios, y ahí, en las costas caribeñas, se ha convertido en huracán categoría cinco, un espanto aún más poderoso que Eta.