Columnas / Política

El verdadero comienzo de la democracia chilena

La Constitución de 1980, creada bajo la dictadura de Augusto Pinochet, bloqueó durante 40 años las medidas de fondo que buscaban reformar partes del sistema neoliberal que instauró el equipo de economistas del dictador.

Martes, 3 de noviembre de 2020
Paulette Desormeaux

“¡Al fin matamos a Pinochet!”, gritó una chica de 24 años, mientras saltaba al ritmo de unos tambores rodeada de gente en la plaza icónica de las protestas sociales en Chile. Eran las diez de la noche del domingo 25 de octubre de 2020, habían fuegos artificiales, música alegre y cientos de personas rodeaban la estatua de un general a caballo, donde una veintena de jóvenes, encaramada, izaba banderas del pueblo mapuche y otras chilenas teñidas de negro. Faltaban pocas horas para el toque de queda impuesto por la emergencia sanitaria, pero ese día eso era lo que menos importaba. Un poco más allá, una niña de 9 años observaba la escena al lado de su padre. “Ganamos, ganamos un mejor futuro para nuestros hijos”, dijo él visiblemente emocionado. En medio de la pandemia, los chilenos celebraron un hecho histórico: votaron en un plebiscito que les permitirá escribir una nueva Constitución. 

Fue hace un año que ese mismo lugar fue rebautizado como “Plaza Dignidad”, cuando un millón de personas salió a las calles golpeando cacerolas para exigir un cambio en el sistema económico neoliberal, que asegurara una vida con dignidad para la mayor parte de la ciudadanía. El mundo miró perplejo ese estallido social, que puso en jaque a la clase política del país que lideró el crecimiento en América Latina por 14 años, pero que también incubó niveles de desigualdad que terminaron fracturando esa admirada estabilidad política e institucional tan escasa en la región. 

El principal símbolo de ese sistema, y sin duda su mayor garante, era la Constitución de 1980, creada bajo la dictadura de Augusto Pinochet, y que durante cuarenta años bloqueó las medidas de fondo que buscaban reformar partes del sistema neoliberal que instauró el equipo de economistas del dictador. Uno de sus sellos es la consagración del derecho a la propiedad por sobre el bien común. Quizás el mejor ejemplo de ello sea que en Chile el agua es un bien privado. Antes de la pandemia y del estallido social, impedir por ley que los establecimientos educativos tuvieran fines de lucro, que los trabajadores pudieran retirar parte de los fondos de pensiones que ellos mismos han aportado en sus cuentas personales para su jubilación, o rebajar el horario máximo de la jornada laboral, era inconstitucional. El texto establece que esas medidas sólo pueden ser iniciativa del Presidente de la República y no de parlamentarios. 

Esta Constitución ha sido la pieza clave que ha mantenido vivo el régimen; y, en el fondo, lo que ha garantizado que el modelo económico de Pinochet se perpetuara en el tiempo al impedir esos cambios que buscaban asegurar una mejor vida para quienes no son la élite, y sobre todo, intentaban favorecer una distribución de la riqueza más justa hacia la clase trabajadora que sostiene el crecimiento del país. 

Pero afirmar que fue sólo la Constitución lo que mantuvo el sistema es miope, porque sí hubo modificaciones. Por ejemplo en 2005, bajo el Gobierno del Presidente Ricardo Lagos, el tercer mandatario electo por votación popular después de la dictadura. Aún así el texto no cambió en el fondo, probablemente porque la élite y la clase política que inauguró la llamada “transición a la democracia” terminó acostumbrada a un modo de ejercer el poder más favorable a sus intereses que a los de la ciudadanía. 

La historia parte 32 años atrás, con otro plebiscito en donde la mayoría de los chilenos votó “No” a la continuidad de la dictadura y se celebraron las primeras elecciones democráticas en casi dos décadas. Un año después, la votación aseguró que el dictador Pinochet dejara el mando del país y en el proceso estrechó manos con Patricio Aylwin, el demócrata cristiano que asumió la Presidencia. Ese apretón de manos fue el símbolo que quedó en la memoria de nuestras generaciones como el acto que inauguró la “transición a la democracia”: un período donde Pinochet quedó al mando del Ejército para luego ser designado Senador vitalicio; mientras tanto, la Constitución se mantuvo intacta. Al llegar al poder, la misma oposición a su dictadura legitimó que, en vez de ser juzgado, el dictador se asegurara un puesto para influir en la dirección del país. El miedo a perder lo logrado hizo que avanzar hacia la democracia implicara transar la verdadera libertad política, evitando reformas de fondo que pudiesen modificar el sistema. Ese arreglo fue favorable también para la élite empresarial.

Por primera vez, en octubre de 2019, la ciudadanía se rebeló en un movimiento orgánico, iniciado por escolares que saltaron en masa los torniquetes del metro para evadir el pago del pasaje, luego de un alza de cuatro centavos de dólar. No fue el precio lo que gatilló la protesta que hizo sentido a la mayoría de los chilenos, sino 30 años de lo que muchos consideran abusos. Los estudiantes no reclamaban por ellos. Reclamaban por sus padres, que tienen que trabajar doble turno para enviarlos a la universidad en uno de los países con los aranceles más caros del continente. Un país donde a fin de mes la angustia apremia cuando hay que pagar las cuotas de esa bicicleta de deudas y créditos financieros otorgados por el retail, en uno de los países más endeudados de la región. Donde sus abuelos deben sobrevivir de forma milagrosa con una jubilación miserable, teniendo que decidir muchas veces si compran alimentos o pagan sus remedios, ya que la pensión básica está por debajo del salario mínimo. 

Se trató de un movimiento transversal que cambió el concepto de pueblo y lo sacó de la política de izquierda, llevándolo hacia lo político, hacia la esfera pública y lo colectivo. Hacia los que no participan del poder formal, hacia la ciudadanía en oposición a la desacreditada élite económica y política, en oposición a todo lo que huela a privilegio. Un movimiento sin líderes ni partidos que comenzó a organizarse autónomamente a nivel local, celebrando cabildos de forma espontánea en los barrios, para soñar un nuevo país con más justicia y dignidad ––la gran consigna de esta revuelta––, donde enfermarse no implique el derrumbe de la economía familiar y el sistema de seguridad social dé justamente eso: seguridad. Un movimiento donde aparecieron pancartas en las calles exigiendo una nueva Constitución. 

Ahora bien, romantizar este movimiento es equivocado, porque también hubo violencia, frecuentemente condenada por varios sectores de la ciudadanía. Sin embargo, después de años de protestas pacíficas que no lograron nada de fondo, hoy parece relevante preguntarse: ¿hubiese habido un plebiscito para cambiar la Constitución si no hubiesen ardido una veintena de estaciones de metro? ¿Si las veredas no hubiesen sido despojadas de adoquines transformados en piedras que fueron lanzadas como proyectiles contra la policía? ¿Si las calles del centro y de la periferia no hubiesen olido al humo de los neumáticos quemados en las barricadas? ¿Puede la violencia alcanzar una salida institucional? 

El costo de haber ganado el derecho a esa votación fue también para muchos la violencia continua que sufrieron los manifestantes a manos de las policías. A un año del estallido social, el Instituto Nacional de Derechos Humanos identificó a más de tres mil víctimas de violaciones a derechos humanos por parte del Ejército, Carabineros y la Policía de Investigaciones. 483 son niños, niñas y adolescentes. Cientos de personas fueron víctimas de trauma ocular, muchas de las cuales quedaron ciegas producto del impacto de perdigones y lacrimógenas lanzados a la parte superior del cuerpo, sin respetar los protocolos del uso de fuerza policial. Hubo violaciones en Comisarías, desnudamientos en las detenciones, disparos injustificados y apremios ilegítimos contra manifestantes. El Instituto presentó más de 2500 querellas por hechos ocurridos en los primeros cinco meses del estallido: 460 fueron por tortura. 

La emergencia sanitaria retrasó el plebiscito seis meses, pero la presión por celebrarlo no bajó. Los siete millones 400 mil ciudadanos que se acercaron a las urnas en medio de una pandemia que ha cobrado la vida de casi 20 000 personas en el país, parece legitimar con absoluta claridad el plebiscito y demuestra que la ciudadanía lo considera su victoria. El Servicio Electoral constató que esta es la mayor participación en la historia de la República. En ese contexto, la opción de aprobar la redacción de una nueva Constitución arrasó con un 78 %. La expectativa de  generar reformas estructurales a través de este nuevo proceso quedó de manifiesto al constatar que casi nueve de cada diez electores votaron “Apruebo” en comunas populares o que han vivido durante años junto a industrias contaminantes, transformándose en verdaderas zonas de sacrificio ambiental.

Pero no solo eso, también arrasó en la misma proporción la alternativa de cambiar el texto constitucional a través de una convención constituyente paritaria, con escaños reservados para pueblos indígenas, y cuyos miembros serán electos por la ciudadanía. Es decir, a través de un mecanismo único en el mundo en el cual los congresistas no tendrán cupos asegurados, pero sí lo harán los pueblos originarios y las mujeres, que deberán igualar en cantidad a los hombres. 

La masiva votación del 25 de octubre marcó el fin de la transición y el comienzo de una nueva democracia, donde la ciudadanía ha logrado abrirse un espacio real ––e institucional–– para tener una voz política con la que discutir sin miedo los principios que regirán una nueva forma de organizar nuestra sociedad. Una etapa donde esa chica de 24 años que saltaba en Plaza Dignidad gritando que ha muerto Pinochet, donde ese padre que tiene expectativas de una vida mejor para su niña, y donde los millones de ciudadanos que se acercaron a las urnas, puedan participar en la construcción verdaderamente democrática del país que sueñan tener.

Paulette Desormeaux es periodista chilena y magíster en Medios y Globalización. Fundadora y directora ejecutiva de la Red de Periodistas Chile, académica de la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde enseña periodismo de investigación y transnacional; embajadora de SembraMedia y colaboradora de Salud con lupa.‌ Trabajó en el Centro de Investigación Periodística CIPER Chile, en Canal 13, El Mercurio y La Ventana Cine.
Paulette Desormeaux es periodista chilena y magíster en Medios y Globalización. Fundadora y directora ejecutiva de la Red de Periodistas Chile, académica de la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde enseña periodismo de investigación y transnacional; embajadora de SembraMedia y colaboradora de Salud con lupa.‌ Trabajó en el Centro de Investigación Periodística CIPER Chile, en Canal 13, El Mercurio y La Ventana Cine.

logo-undefined
CAMINEMOS JUNTOS, OTROS 25 AÑOS
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual, trimestral o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas continúen haciendo periodismo transparente, confiable y ético.
Apóyanos desde $3.75/mes. Cancela cuando quieras.

Edificio Centro Colón, 5to Piso, Oficina 5-7, San José, Costa Rica.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
FUNDACIÓN PERIÓDICA (San José, Costa Rica). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2023. Fundado el 25 de abril de 1998.