El mundo tiene buenas razones para respirar con alivio: Donald Trump ha perdido las elecciones y abandonará la presidencia estadounidense en enero del próximo año. Ha sido un presidente racista y cruel, antidemocrático, prepotente y aislacionista. Desdeñó a la ciencia y el conocimiento; convirtió en práctica de Estado su incapacidad para la empatía e impulsó políticas públicas degradantes e inhumanas.
Con él se va también Stephen Miller, el diseñador de las políticas antiinmigrantes que han separado a miles de niños centroamericanos de sus padres y los han encerrado en jaulas. Algún día, el mundo verá con horror lo que han hecho.
Con la derrota de Trump pierden también sus imitadores: populistas antidemocráticos que, como él, entienden la política como una estrategia de divisiones a partir de la deslegitimación, la prepotencia y la calumnia; como la diseminación de mentiras, de intolerancia y exclusión al servicio de intereses financieros personales o de acumulación de poder. Entre esos imitadores en América Latina destacan el brasileño Bolsonaro y el salvadoreño Bukele.
Trump abandonó los ejes del consenso estadounidense hacia Centroamérica (democracia, derechos humanos, libertades, seguridad, Estado de derecho, migración y lucha anticorrupción) y los redujo a migración y seguridad. A cambio de admitir los lineamientos de la Casa Blanca, que incluyeron la recepción de solicitantes de asilo y el cierre al paso de migrantes, Alejandro Giammattei (y antes que él Jimmy Morales), Nayib Bukele y Juan Orlando Hernández navegaron cómodos en su desmantelamiento de las instituciones democráticas y la rendición de cuentas, con la venia del Departamento de Estado y de sus representantes en nuestros países, particularmente del embajador en San Salvador. La derrota de Trump es también suya.
América Central ha retrocedido de manera alarmante en materia de institucionalidad democrática y combate a la corrupción. Eso afectará su relación con la nueva administración estadounidense. “La corrupción es un cáncer que se está devorando a los países del Triángulo Norte”, dice el plan de Biden para Centroamérica, en el que promete cuatro mil millones de dólares de ayuda para estos tres países, invertidos en justicia, combate a la corrupción, seguridad y desarrollo. “La lucha contra la corrupción será la más alta prioridad”. No es un mensaje reconfortante para gobiernos plagados por escándalos de corrupción y que están a las puertas de una gigantesca crisis económica.
Centroamérica no es hoy prioridad en la agenda exterior estadounidense. Pero la poca atención que recibe la región, aumentada por la crisis migratoria, estará basada en esos otros componentes: democracia, lucha contra la corrupción, respeto a las libertades y Estado de derecho. Esos que Trump eliminó de su agenda.
Si los centroamericanos tuviéramos gobernantes probos, visionarios y comprometidos con el bienestar de sus ciudadanos, esta agenda sería no solo común, sino programada en concierto con la comunidad internacional. No contamos con eso. La democracia y la transparencia, nos lo han reiterado, juegan en contra de sus intereses. La capacidad de la administración Biden de impulsar esta agenda, y la de los gobiernos centroamericanos de resistirla, marcará la relación de los próximos años.
Biden aún está por demostrar su estilo de gobernar y de él no tenemos aún más que promesas. La buena noticia no es su victoria, sino la derrota de Donald J. Trump. Ya no tendrá cuatro años más para continuar haciendo daño. Y esta es razón suficiente para respirar con alivio.