“Muerte a los comunistas de la UCA” fue la pinta que se usó en octubre de 1989 para amenazar a los curas jesuitas de esa universidad, quienes promovían la paz y respaldaban transformaciones sociales en El Salvador.
Designados enemigos del Estado, los curas fueron perfilados para morir en la guerra. Una banda de matones ejecutó la orden que un segundón transmitió; no fue cualquier banda – esta, en particular, era parte del Batallón Atlácatl, un grupo élite del Ejército salvadoreño entrenado en tácticas de contrainsurgencia y maniobras engañosas por el Ejército estadounidense.
El 16 de noviembre de 1989, pasada la medianoche, los soldados ejecutaron de manera chambona una incursión simulada de la guerrilla a una residencia de la ciudadela universitaria y masacraron a seis curas, una adolescente y una mujer. Aunque no se pudo negar el involucramiento de unos soldados en los hechos, las décadas de propaganda y guerra psicológica tuvieron y siguen teniendo el impacto deseado: por un lado, la justificación de la muerte de “los guerrilleros de sotana” caló (y cala) en un amplio sector de la sociedad salvadoreña; por otro lado, la implicación del poder público (en las más altas esferas) en la planificación y el encubrimiento del crimen no ha tenido consecuencia.
Esta semana se cumplen 31 años de aquella masacre que aún espera justicia en El Salvador.
Omisión estatal
En los últimos años, el Estado salvadoreño comenzaba a recorrer caminos esperanzadores para vencer la impunidad. Por ejemplo, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia declaró en 2016 la inconstitucionalidad “de un modo general y obligatorio” de la amnistía general que se erigía como un obstáculo para la justicia, y delineó un escenario favorable para que el Estado salvadoreño pudiese cumplir con sus obligaciones internacionales en materia de derechos humanos (Inconstitucionalidad 44-2013 / 145-2013, sentencia del 13 de julio de 2016). Además, esa Sala, mostrando un compromiso con el Estado de derecho y su respaldo a la institucionalidad, emprendió un ejercicio de seguimiento para vigilar el cumplimiento de lo ordenado. La Sala sostuvo recientemente, a finales de octubre de 2020, una audiencia pública de seguimiento para vigilar el cumplimiento de las obligaciones del Estado.
Pero las noticias no son alentadoras. La semana pasada, la UCA dio a conocer que, el pasado 30 de octubre, unos jueces de la Sala de lo Penal de la Corte Suprema, en una decisión no unánime (dos contra uno), ignoraron la inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía y los deberes del Estado en materia de derechos humanos. Con su decisión, estos dos poderosos jueces procuran que los responsables de este caso no respondan ante la justicia. De manera contraria a lo exigido por el derecho internacional, a lo expuesto por la justicia española y a lo ordenado por la más alta instancia en materia constitucional en El Salvador, los dos jueces que lograron mayoría alegan obstáculos procesales que no existen y el paso del tiempo, que no es otra cosa que demostración de omisión estatal para proteger a los presuntos implicados. Remata la UCA en su editorial: “Solo cabe decir que la sentencia de la Sala de lo Penal es corrupta y que los magistrados que la firman han caído en el prevaricato”.
Han pasado más de cuatro años desde que la Sala de lo Constitucional decretó una serie de medidas que deberían haber promovido el avance de un proceso estratégico de investigación y enjuiciamiento penal de los responsables de las violaciones graves, incluyendo la matanza que tuvo lugar en la UCA en 1989. Sin embargo, las escasas acciones no han sido estratégicas y la falta de voluntad política, así como la desidia institucional son impedimentos activos para “no tocar a los intocables”.
Ignacio Martín Baró, uno de los jesuitas asesinados hace más de 30 años, reflexionaba justamente sobre este fenómeno. A mediados de los 80, considerando la arbitrariedad en el Estado salvadoreño, escribió: “la mentira oficializada echa raíces en las propias instituciones del estado desnaturalizando sus funciones: los cuerpos de seguridad se convierten en la principal fuente de inseguridad ciudadana, y el sistema de justicia, en vez de garantizar el ejercicio de derechos y deberes se vuelve garante de la injusticia y la impunidad”.
Los salvadoreños merecen que el caso sea juzgado en los tribunales salvadoreños. Pero a falta de ello los tribunales españoles han avanzando en la procuración de justicia en este caso.
Una oportunidad (ojalá, no perdida)
Entre junio y julio de 2020 se llevó a cabo en España un juicio en contra de uno de los perpetradores de la masacre de la UCA: Inocente Orlando Montano Morales, coronel militar que ejercía el cargo de viceministro de Defensa en 1989. En el juicio vimos a un anciano de 77 años callado, solitario, sentado en una silla de rueda, mostrando el deterioro que genera todo encierro. Entre detenciones en Estados Unidos y España, Montano lleva unos siete años privado de libertad; si cumple la condena, permanecerá encerrado muchos más.
De acuerdo con la ley española, Montano fue declarado culpable el 11 de septiembre de 2020 por cinco delitos de asesinato de carácter terrorista, por las muertes de los nacionales españoles producidas en el contexto de la masacre de la UCA. La legislación vigente no permitió hacerlo responder por el asesinato de las tres personas salvadoreñas. Fue condenado a 133 años en prisión. Ya ha recurrido la sentencia; es su derecho. Los tribunales españoles decidirán el recurso, respetando el debido proceso.
La Sentencia de la Audiencia Nacional de España (Sala de lo Penal, Sección Segunda) debería servir a las autoridades salvadoreñas como motivación para empezar a ejercer sus funciones de investigación y acusación penal. El tribunal español, según el derecho aplicable y examinando los medios probatorios disponibles, determinó que el modo de intervención criminal se materializó “mediante la utilización de un aparato organizado de poder, que no era otro que el Alto Mando de la Fuerza Armada, en cuyos puestos de máxima responsabilidad se encontraban los militares graduados en la llamada ‘tandona’. Y desde este punto de vista, el Alto Mando, y todos y cada uno de sus miembros, que acordaron de forma premeditada la comisión del crimen, dominan y controlan todos y cada uno de los hechos ilícitos que se realizan desde ese aparato de poder”. El tribunal español concluyó que: “el Alto Mando se constituye como ‘centro de decisión’, es el máximo responsable, y es desde donde se imparten las directivas para realizar los hechos delictivos, es desde donde se elige al ejecutor de la orden (el Director de la Escuela Militar) y es desde donde se proporciona al mismo los medios para la comisión de los mismos (los soldados del Batallón Atlacatl)”.
Hay suficientes elementos en la sentencia para impulsar una investigación y lograr el establecimiento de responsabilidades subjetivas de los miembros del Alto Mando y de todos los que participaron en el proceso de decisión, diseño, ejecución y encubrimiento de este crimen de Estado. Muchos de ellos, sin embargo, andan como Pedro por su casa, amparados por el poder, en El Salvador.
La omisión une al poder con el crimen
El Estado salvadoreño le debe justicia a las víctimas de la represión y de la guerra, y a toda la sociedad, como lo indicó, entre otros, el Informe de la Comisión de la Verdad (1993). La masacre de la UCA quedó ampliamente documentada en ese informe, que incluye listas de algunos de los autores materiales y otros presuntos implicados.
El imperativo de justicia era claro en ese momento trascendental de la implementación del Acuerdo de Paz, pero la Comisión expresó en su informe final que tendría que postergarse porque la institucionalidad salvadoreña no reunía condiciones mínimas de objetividad e imparcialidad. Tres décadas después de la masacre de la UCA, el imperativo de justicia perdura y se torna en un imperativo legal con serias consecuencias para la legitimidad del Estado de derecho en El Salvador. ¿Será que la institucionalidad sigue extraviada o está secuestrada por la confluencia de poder y crimen?
Para el filósofo político Ralf Dahrendorf, la impunidad vincula al poder con el crimen. Dice: “la impunidad, esto es la renuncia sistemática de las sanciones, une al delito y al ejercicio de la autoridad. Nos habla de la legitimación de un orden. Es una señal de corrupción...”
En el contexto salvadoreño, sus palabras son un duro dictamen. La impunidad que continúa amparando a los responsables de los crímenes de Estado legitima de manera activa el orden de La Tandona, de los Maneques, de la Unión Guerrera Blanca y de élites civiles y militares hasta ahora tapadas por apariencias y por poder. Es un orden basado en la arbitrariedad y la negación. Un orden cobijado por la impunidad.
Trascendiendo su muerte, recuperando las palabras de una de las víctimas
Ignacio Martín Baró o el padre Nacho, como le decían sus allegados, dedicó gran parte de su vida a estudiar, analizar y escribir sobre la violencia y sobre cómo esta se incrustaba en las sociedades, particularmente la salvadoreña.
Su obra es su mejor testamento y contiene importantes mensajes para el presente. Siempre partiendo de un profundo ejercicio reflexivo sobre su responsabilidad como psicólogo social, Martín Baró dejó una robusta agenda programática de trabajo para promover la justicia y el reconocimiento de la atrocidad en El Salvador –tristemente todavía vigente hoy.
Martín Baró conocía a sus asesinos. Fue perseguido y se convirtió en blanco de la represión estatal por desenmascarar los instrumentos y los artilugios de la desinformación y la propaganda en la guerra, por develar las mentiras institucionales, por desmenuzar la justificación de la violencia, y por ilustrar el fondo ideológico y la racionalidad de la violencia (que cobró su vida).
En los 80 brindó luces sobre temas que hoy afloran en las ciencias sociales como desarrollos novísimos. Luego de resaltar que el ocultamiento sistemático de la realidad era un componente sustancial de la vida en El Salvador, anotó que “(e)se ocultamiento adopta diversas modalidades: ante todo, se trata de crear una versión oficial de los hechos, una ‘historia oficial’ que ignora aspectos cruciales de la realidad, distorsiona otros e incluso falsea o inventa otros. Esta historia oficial se impone a través de un despliegue propagandístico intenso y muy agresivo al que se respalda incluso poniendo en juego todo el peso de los más altos cargos oficiales. Así, por ejemplo, el presidente de la República se constituyó en garante público de la versión de que pretendió inculpar al FMLN del asesinato del presidente de la Comisión no gubernamental de Derechos Humanos, Herbert Anaya Sanabria”. Anaya fue asesinado en octubre de 1987.
Con escalofriante agudeza, Martín Baró había descrito los recursos de negación y encubrimiento que calificarían su asesinato: al inicio, el Alto Mando y la Presidencia achacaron la matanza de los jesuitas y de las otras dos víctimas a la guerrilla; al caerse esa versión, reclamaron ignorancia -todo se hizo a sus espaldas- y proclamaron su inocencia. Finalmente, apelaron a la entrega de chivos expiatorios y se resguardaron en el silencio y la inacción, que aseguran que nadie (de los que importa) responda.
El jesuita advirtió que “la expresión pública de la realidad, la denuncia de las violaciones de derechos humanos y, sobre todo, el desenmascaramiento de la historia oficial, de la mentira institucionalizada, son considerados actividades ‘subversivas’, y en realidad lo son, ya que subvierten el orden de mentira establecido”.
La confrontación de esa mentira despertó y despierta la ira y la reacción de las élites. Denunciar y enfrentar a la criminalidad estatal no estaba en el guion permitido durante los ochenta en El Salvador. “Quien se atreve a nombrar la realidad o a denunciar los atropellos se convierte” en blanco de esa violencia, expresó Martín Baró en uno de sus últimos escritos. El padre Nacho nombró la realidad y denunció los atropellos, como los otros jesuitas asesinados y muchas de las víctimas de la represión estatal en El Salvador. Décadas más tarde su historia no es conocida; rigen el silencio, la ignorancia y la negación. El orden de mentira establecido sigue primando.
Hasta el momento, el Estado salvadoreño, gobernado por los representantes de los distintos bandos y los que se declaran sin bando, mantiene el manto de la impunidad sobre los crímenes atroces de la represión y la guerra. El silencio encubridor y el engaño calculado han conseguido que la mentira eche raíces en el Estado; así, los sucesivos regímenes (sin importar sus diferencias) defienden a ultranza que la mejor receta es secuestrar a la justicia.
Décadas más tarde, la impunidad de los responsables del asesinato de los jesuitas (y de miles de otras atrocidades cometidas en El Salvador) une al ejercicio del poder con el crimen.