En una entrevista concedida a un diario madrileño el pasado 9 de octubre Lula da Silva manifestaba con énfasis: “Mira, en España, el presidente puede permanecer lo que quiera, Felipe González estuvo 12 años. O mire a [Ángela] Merkel o Margaret Thatcher. ¿Por qué en el sistema presidencialista no se puede estar más de ocho años?” Se trata de un argumento cuanto menos ingenuo que se ha venido repitiendo en los últimos años incorporando los mismos ejemplos del parlamentarismo europeo y que se enraíza en un asunto añejo en la política latinoamericana en torno a la cuestión de la reelección presidencial y al consiguiente estilo caudillista. Algo tan señero que estuvo en gran medida en la base de la Revolución mexicana en 1910 cuando el grito de “sufragio efectivo y no reelección” movilizó a la sociedad mexicana para poner punto final al régimen de 35 años liderado por Porfirio Díaz.
La cuestión de la reelección en cualquier tipo de régimen, y con relación a no importa qué cargo, tiene que ver fundamentalmente con dos aspectos de naturaleza diferente. El primero se refiere al hecho de que la elección se realice de manera directa o no por parte del electorado, mientras que el segundo concierne al carácter y a la forma de conducción de las personas que se someten a la renovación de su cargo.
Una elección directa del electorado, como sucede en los regímenes presidenciales, confiere a la persona electa una enorme dosis de legitimidad que se concentra estrictamente en su persona. Solo mecanismos extraordinarios pueden abrir un juicio político antes causales muy concretas por parte del legislativo -para lo cual se requiere una mayoría claramente opositora de la jefatura del Estado- como aconteció en Brasil con Dilma Rousseff en 2016 o hace unos días en Perú. También, en muy pocos países, un complejo proceso de revocatoria popular puede poner fin a la carrera política presidencial como se intentó en Venezuela cuando se interpuso este mecanismo sin éxito para deponer a Hugo Chávez en 2004.
Sin embargo, en una elección indirecta, como es el caso de los regímenes parlamentarios, el electorado elige a una cámara que, sucesivamente y en función de las mayorías que allí se articulen, vota a la persona que ocupará la presidencia del gobierno. En este caso, aunque pudiera llegar a tener un poder similar al que gozan quienes tienen su rango bajo el presidencialismo, su futuro no está garantizado.
En efecto, puede ser derrocada durante su mandato por decisión de su propio partido, como ocurrió con la propia Margaret Thatcher cuando el partido Conservador la reemplazó en medio de su mandato por John Major en 1990. O porque triunfase una moción de censura gestada en el propio Parlamento como acaeció en España en 2018 cuando Mariano Rajoy debió ceder ante Pedro Sánchez.
Con independencia del mecanismo institucional diferente que hay en ambos tipos de regímenes, un elemento complementario que ha venido teniendo una relevancia notable es el sistema de partidos existente en lo que se refiere su grado de institucionalización. Así como a otra dimensión como es la cohesión interna que tienen que se refleja en la disciplina de sus miembros y en la solidez compartida de sus ideas. Normalmente, la evidencia muestra que los regímenes presidencialistas tienden a tener partidos menos institucionalizados y poco cohesionados que en los de naturaleza parlamentaria (aunque Uruguay sea una excepción a esta relación).
El segundo aspecto que hay que tener en cuenta se refiere al perfil y al talante de quienes buscan la reelección, algo muy vinculado a un aspecto de la naturaleza humana muy presente en la figura del personal político como es la ambición. Una pulsión que en el ámbito de la dominación Max Weber teorizó con precisión al referirse a tres modelos. Dejando de lado el concerniente a la dominación tradicional, la cuestión se centra en la contraposición entre la de carácter carismático frente a la de signo legal-racional. Mientras que la primera se relaciona con una relación afectiva entre la gente y el liderazgo y la consideración por parte de este de su potencial salvífico e imprescindible, la segunda atiende a unas reglas acordadas y aceptadas por la comunidad.
Este aspecto toca, por tanto, la línea medular del poder y el papel que desempeña en su seno el liderazgo. Los últimos veinte años en América Latina han testimoniado una profusión de líderes inasequibles a dejar el poder convencidos de ser irremplazables en la conducción de distintos procesos en los que tuvieron un papel protagónico sobresaliente en sus inicios. Los casos de Daniel Ortega, Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Uribe, Leonel Fernández, Lula da Silva, Cristina Fernández, Juan Orlando Hernández y Evo Morales son paradigmáticos. Este último violentó la decisión popular que le negó en un referéndum celebrado en 2016 la posibilidad de presentarse a la reelección, su temerario empecinamiento contribuyó a provocar un año de parálisis institucional en Bolivia.
No todas las experiencias presidenciales del último cuarto de siglo tienen ese carácter megalómano, hay excepciones que conviene resaltar como las testimoniadas por las recientes palabras de Julio Mª Sanguinetti, expresidente uruguayo en dos ocasiones, quien afirmaba: “En la democracia es más importante salir que entrar y bajar que subir, porque en definitiva la democracia se basa en una ética de la derrota, en asumir en tu interior la verdad del voto popular”.
La combinación del presidencialismo y de la ambición política confluyen en una vieja figura de raíz hispanoárabe como es la del caudillismo. Si el siglo XIX es por antonomasia el siglo de los caudillos, en afortunada expresión del historiador John Lynch, aquella añagaza parece no haber desaparecido del panorama político actual en América Latina. Los profundos efectos de la pandemia en el orden socioeconómico, que traen consigo sociedades más pobres y desiguales, así como las democracias fatigadas acosadas por la corrupción y el alejamiento de la gente de la política, dan alas a quienes llegan al poder y piensan mantenerse en él a toda costa.
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