Una noche de 2017, Sonia pasó de la tranquilidad de su casa al ajetreo de una sala de emergencias, donde un médico le daba puntadas en el labio inferior mientras contemplaba su camisa salpicada de sangre. La sutura fue el resultado de una discusión con su esposo, quien había llegado borracho. Ella reclamó por su estado y él respondió con una patada en la boca para que se callara. Ella calló todo, pero la distancia entre ambos creció a partir de este hecho, que, aunque no había sido el primer acto violento, sí fue el que dejó una marca permanente. Los otros golpes a su integridad, imperceptibles hasta ese momento, brotarían más tarde.
Sonia decidió quedarse, a sabiendas del declive en la relación, para salvar el negocio que compartían; eran dueños de un motel en el centro de Santa Ana. Ese negocio, construido entre ambos, valía, según ella, el sacrificio. Pero la visión de su esposo era otra, y en ella Sonia no tenía derecho a nada. En febrero 2018 le comunicó que se iba de casa. Ella insistió en que se quedara. Él se fue sin llevarse nada. “Yo le preparaba cena todas las noches, esperando que regresara”, cuenta.
Meses después, volvió bajo sus propios términos. Se quedaba una vez por semana a comer y a pasar la noche. “Tenía tan baja autoestima que para mí era mejor tenerlo aunque sea así a que me dejara por completo”, narra. Por un momento las cosas parecían mejorar e incluso decidieron abrir otro negocio, esta vez un hostal para viajeros que arrancó en mayo de 2018. La decisión solo trajo nuevos problemas y acumulación de deudas. Sonia cayó en cuenta de lo tóxico de la situación. Mientras él tenía simultáneamente otra pareja, controlaba todo aspecto de su vida: ingresos, salidas y amistades. Los golpes y los insultos tampoco cesaron, así no haya tenido ninguno un desenlace que terminara en un quirófano. Por fin convencida, se alejó lo más que pudo. Tanto que le pidió a una amiga que la recibiera en Estados Unidos y le ayudara a conseguir trabajo. En noviembre de 2019, cuando regresó a El Salvador, decidió denunciarlo por violencia intrafamiliar. Pero no la impulsaron nuevos golpes, sino algo que para ella superó los desplantes y los insultos a los que la había sometido los últimos seis años de casados.
Si bien la violencia física es uno de los elementos que potencian las denuncias por violencia intrafamiliar, hay otra violencia más sutil que ejerce coerción sobre las mujeres e inhíbe su comportamiento. Llegado este punto, las víctimas han sido sometidas a distintos abusos que a menudo son legitimados como parte de la relación de pareja. Por ejemplo: celos, críticas al cuerpo y la forma de vestir y de arreglarse, control sobre sus gastos y sobre el dinero que ganan, entre otros. Sonia había sufrido todos ellos. “Como estaba tan enamorada de él no me daba cuenta”, repara, con un dejo de vergüenza y resignación.
Una violencia por años ignorada
Cuando Sonia regresó de Estados Unidos y llegó al hostal, que además se había convertido en su lugar de habitación, sus empleados le bloquearon la entrada. “El patrón nos ha pedido que no la dejemos entrar”, explicaron apenados. Ella les dijo que al menos la dejaran sacar su ropa y, de nuevo, se negaron. Al cabo de un rato su esposo llegó hasta el lugar. Le dijo que se había apropiado del negocio porque, a su parecer, ella lo había abandonado. Le reiteró que tenía la entrada prohibida y que si quería sus cosas que regresara otro día por ellas. El contrato de arrendamiento del hostal está a nombre de Sonia, al igual que los préstamos y las tarjetas con las que se financió la compra del mobiliario y demás utensilios para su funcionamiento. Su única fuente de ingresos era este negocio y él la estaba privando de ello. Esto tampoco era la primera vez que sucedía.
Al sacarla de su lugar de habitación, que además era su lugar de trabajo, el esposo de Sonia estaba ejerciendo violencia económica y patrimonial sobre ella. Por años, la violencia contra la mujer se redujo a la física y a la sexual. Hablar de violencia psicológica y emocional era considerado una exageración y se acusaba de “delicada” a quien la mencionara; la violencia simbólica era considerada un invento y la económica y patrimonial herencia invisible traspasada de generación en generación. En un país predominantemente machista como El Salvador, no eran más que prácticas normalizadas y disfrazadas como conflictos entre parejas.
Estos otros tipos de violencias aparecieron por primera vez en la legislación salvadoreña en 2012 con la entrada en vigencia de Ley Integral Especial para una Vida Libre de Violencia para las Mujeres (LEIV). Hasta entonces solo se reconocían dos en el Código Penal salvadoreño: la violencia física y la sexual.
Por violencia económica se entiende cualquier acción que limite, controle o impida a las mujeres percibir ingresos, afectando así su supervivencia económica. La patrimonial, en complemento, se refiere a una acción, omisión o conducta que afecta la libre disposición que las mujeres tienen sobre su patrimonio, que además incluye la “transformación, sustracción, destrucción, distracción, daño, pérdida, limitación los bienes comunes o de su propiedad”. La misma ley anula el apoderamiento y la simulación de venta de los bienes muebles o inmuebles, sin importar el régimen patrimonial del matrimonio, incluidas las uniones no matrimoniales.
Además de nombrar prácticas hasta entonces naturalizadas, la LEIV tipificó diez nuevos delitos, entre los que están la sustracción patrimonial, que según el artículo 53 consiste en quitar “algún bien o valor de la posesión o patrimonio de una mujer con quien mantuviere una relación de parentesco, matrimonio o convivencia, sin su consentimiento”. A Sonia le fueron entregadas sus pertenencias en los días posteriores en bolsas de basura, mismas que anduvo cargando en su carro de lugar en lugar mientras conseguía una posada permanente. Fue entonces cuando decidió denunciar a su esposo en el Juzgado de Familia de Santa Ana.
Sonia comprendió que no era normal que nunca hubiera recibido ningún tipo de pago por el trabajo que realizó en ambos negocios. El dinero fue siempre administrado por su esposo y el beneficio económico para ella era que él pagaba el alquiler y los servicios de la casa donde vivían. Para cubrir necesidades de ropa, calzado, implementos básicos de cuidado personal, él tenía que acompañarla a comprar todo el tiempo. Aunque nunca le limitó salir con sus amigas, para hacerlo tenía que pedirle dinero a él. En el afán de tener autonomía económica y de saldar deudas, en 2015 Soniase puso a vender comida por encargo los fines de semana y para ocasiones especiales (cumpleaños, bodas, Navidad). Empezó a cosechar frutos, pero no duró mucho tiempo. En diciembre de 2016, su esposo le anunció que sería la última vez.
“Este es el último diciembre que vendés comida, porque no me atendés a mí por estar haciendo comida que luego vas a vender”, recuerda que le dijo. “Pero yo necesito dinero”, respondió. No hubo manera de convencerlo. Así fueron creciendo las peleas entre ellos. Él decía que el dinero no alcanzaba y ella le reclamaba que no alcanzaba para sus necesidades, pero sí para financiar sus salidas. A veces, él se iba hasta tres días de la casa y “llegaba bien bolo. Cuando llegaba así me enrollaba en la sábana, me arrastraba, me gritaba”.
Otra violencia sin castigo
Entre el 1 de enero 2012 y el 31 de julio de 2020, la Fiscalía ha registrado un total de 6927 víctimas por los tres delitos relacionados con violencia económica. El registro más alto hasta ahora ha sido el de 2019, con 1312. De todas estas denuncias, no obstante, solo el 30 % (2123 casos) han sido judicializadas y aproximadamente un 11 % (233 casos) han obtenido una sentencia.
Con la entrada en vigencia de la LEIV empezó una cuenta regresiva para el Estado, emplazado para crear unidades especializadas de atención a mujeres víctimas de violencia. La Fiscalía inauguró la suya el 19 de septiembre de 2013. Esto supone un avance porque significa que ahora se investigan estos delitos, pero lo cierto es que no ha dado grandes resultados. Los altos niveles de impunidad se repiten. Datos publicados por este periódico dan cuenta de que entre 2013 y 2016 solo el 10 % de las violaciones a menores lograron una condena, y que entre 2012 y finales de 2019 solo en 8.5 % de los asesinatos de mujeres logró comprobarse el delito de feminicidio. Las mujeres representamos el 52.9 % de la población en El Salvador y, sin embargo, eso no alcanza para obtener justicia, ni siquiera en delitos que deben de perseguirse de oficio. Este déficit tiene varias causales, entre ellas la falta de interés demostrado en escuetos presupuestos, pero de fondo este es un sistema de justicia que revictimiza y sigue cargando la responsabilidad de la prueba sobre las víctimas.
Graciela Sagastume, coordinadora nacional de la mujer de la FGR, es honesta al reconocer que están cortos de manos. “Hay una gran carga laboral en las unidades, lo que implica que no logran depurar todos los casos”, justifica. De las 19 sedes fiscales distribuidas en los 14 departamentos del país, solo seis cuentan con una unidad especializada de atención a la mujer. Con una aritmética como esta, la justicia es un camino cuesta arriba para las mujeres en un país en donde hay fiscales inexpertos o mal formados y jueces que dictan sentencias basadas en prejuicios machistas y misóginos, según ha admitido la presidenta de la Sala de lo Penal, Doris Luz Rivas.
Con miras a que la atención que reciben las mujeres sea lo más especializada posible, la Asamblea Legislativa aprobó el 25 de febrero de 2016 la creación de tribunales especializados en la atención de los delitos recogidos en la LEIV. El caso de Sonia está siendo dirimido por el Juzgado especializado en Santa Ana, luego de que un juez de familia decidiera que había pruebas suficientes para que el delito de violencia intrafamiliar pasara de lo civil a lo penal. En Santa Ana y San Miguel estos juzgados existen desde enero 2018, y el de San Salvador desde julio de 2017. Dado que la mayoría de casos parten de una denuncia por violencia intrafamiliar, la primera etapa se dirime en un juzgado de lo civil, en donde la sanción es la imposición de medidas de protección que buscan separar a las víctimas de sus agresores para evitar que la violencia continúe. Con este proceso se realiza una evaluación psicológica a ambas partes que ayuda a determinar otros tipos de violencia. En ese ínterin, que puede durar alrededor de tres meses, la única protección que tienen las mujeres es un papel. Los procesos, dice Sagastume, no son malos por sí mismos. Para ella el problema radica en los mecanismos de protección y la falta de coordinación interinstitucional: “¿Cómo van a ser efectivas si no hay nadie que vigile que se cumplan?”, condena.
Seguridades sociales que roban el sueño
En diciembre de 2017, a Janeth le diagnosticaron una hernia discal, cuyo tratamiento inmediato incluía suspender labores. Hasta entonces se dedicaba a la venta de comida a la vista en la cochera de su casa y, para tratarse la hernia, dependía de su esposo, quien la inscribió en 2015 como su beneficiaria en el Seguro Social. Esa prestación y $100 mensuales fueron el único apoyo que recibió de él mientras estuvieron juntos. Él es empleado administrativo de una oficina gubernamental. Ella nunca tuvo el detalle de lo que él ganaba, pero su salario no era marginal; calcula que ganaba alrededor de $500.
En los primeros dos años de casados, él solo aportaba $60 mensuales. La casa es de Janeth, la había recibido en herencia de su papá, y la comida para ambos la cubría ella con los insumos de su negocio de comida. “Cuando nos casamos él dijo que yo no tenía por qué estar enterada de sus gastos y que eso era lo que él podía dar”, recuerda. A ella no le pareció justo, pero estaba tan acostumbrada a cubrir los gastos de la casa sola desde que se fueron sus hijos que no objetó más.
Pero lo económico -pensaba ella- era el menor de los problemas. Se casaron en 2014 y después de los primeros seis meses él la empezó a celar con sus clientes, luego con sus amigos y, por último, con vecinos e incluso familiares. Al principio Janeth pensaba que los reclamos por celos eran reflejo del amor que sentía por ella, pero con el tiempo las discusiones fueron subiendo de tono.
Cuando el diagnóstico de la hernia llegó en 2017, ella ya lo había sacado del cuarto a la sala. Las discusiones se fueron volviendo cada vez más frecuentes y agresivas, y en mayo de 2018 ella le pidió que se fuera de casa. En respuesta él la amenazó con removerla como su beneficiaria, lo cual implicaría que ella no podría dar seguimiento a su enfermedad. Por miedo a perder el beneficio, ella decidió no insistir. Tenía una cirugía programada para noviembre de ese año más un año más de tratamiento posoperatorio. A finales de agosto, al calor de una discusión, él forcejeó tanto la puerta del cuarto de Janeth que arruinó la chapa. “Esa fue la gota que derramó el vaso. Si no hacía algo, a la próxima a quien iba a golpear iba a ser a mí”, recuerda. Fue entonces que acudió a la Procuraduría General de la República (PGR).
Más que denunciarlo, lo que buscaba eran medidas de protección que le permitieran sacarlo de la casa. Estaba desesperada, prácticamente vivía encerrada: durante el día, cuando él se iba a trabajar, evitaba salir y hablar con los vecinos para que él no tuviera excusas de celarla, y cuando él estaba en la casa, se encerraba en su cuarto para no “provocar” ninguna discusión. La tensión no le permitía conciliar el sueño, y la ansiedad, además, la había privado del hambre. En la institución le explicaron que para obtener las medidas tenía que interponer una denuncia por violencia intrafamiliar, lo cual hizo y al cabo de unos días eso le permitió que, escoltado por la Policía, él sacara sus cosas de casa.
“El día que él se fue yo dormí de lo más tranquila. Sentí que recuperé mi casa”, dice. Aunque también confiesa que en su cabeza revoloteaba una pregunta que no la abandonaba: “¿Qué hice yo para que esto saliera mal?” Este era su segundo matrimonio y no entendía cómo en tan poco tiempo la relación naufragó. Su acercamiento a la Procuraduría le ayudó también con su problema de autoestima.
Un oasis en El Salvador
El 29 de agosto, Janeth atendió la invitación a un grupo de autoapoyo que le había hecho la trabajadora social que llevaba su caso. Ahí conoció a otras mujeres que estaban pasando o habían pasado por situaciones como la suya. Estaba nerviosa, pero la curiosidad pudo más. Ahí contó por primera vez en voz alta su historia. La voz le salió entrecortada, pero la presión que sentía en el pecho, resultado de la ansiedad, se le fue aliviando de a poquito. “Darme cuenta de que no era la única y que hay otras mujeres que han sufrido lo mismo o incluso cosas más graves fue un respiro”.
A nivel nacional, la PGR ha abierto grupos de apoyo a los que llegan voluntariamente mujeres víctimas de violencia, con el propósito de iniciar un proceso de enseñanza sobre sus derechos al mismo tiempo que hacen un ejercicio de catarsis. A cambio solo tienen que cumplir con tres reglas: respetar a las demás integrantes del grupo y sus historias, guardar confidencialidad de lo que ahí se habla, y no incluir en la conversación la religión ni la política.
Para Janeth y las demás mujeres el efecto oasis que produce el acompañamiento es invaluable. Y aunque la mayoría llegaron ahí como parte de un proceso de reparación posterior al proceso legal, también hay quienes participan sin haber salido por completo del ciclo de violencia.
Las mujeres se reúnen en un cuarto de 4x4, en el primer piso del edificio de la PGR en el centro de San Salvador, en donde se ordenan las sillas en media luna frente a una pizarra. Ahí, apuñadas, además de compartir sus tragedias se aconsejan sobre cómo puede ir una audiencia y lo que pueden esperar. Hay 14 grupos más como este: uno más en San Salvador y 13 en el resto del país. Todos empezaron a funcionar a partir de mayo 2013, como réplicas de un grupo de autoapoyo que nació en 1998, solo en la capital. Este proyecto inició con la entrada en vigencia de la LEIV.
Este oasis es dirigido por Betty Medina y Patricia Mojica, dos trabajadoras sociales cuya misión ha sido generar un espacio libre de juicios para las mujeres. El cuarto es reducido, pero al menos ayuda con la sensación de intimidad. Betty fue la encargada de inaugurar el grupo en 2013. A esa primera sesión llegaron seis mujeres. Escucharon conceptos como violencia emocional y simbólica, con los que inmediatamente se sintieron identificadas aunque nunca se imaginaron que eso por lo que habían pasado tenía nombre. Luego contaron la historia que las había llevado hasta ahí. “No obligamos a nadie a que no diga nada que no quiera, pero la necesidad de hablarlo es tan grande que al contar sus historias, las lágrimas, para buena parte de ellas, son incontenibles”, explica Betty. Ese espacio es un lujo que les permite hablar todo lo que quieran sobre lo que pasa en el interior de sus hogares sin que nadie las haga responsables por ello ni las critique por no haber puesto un alto antes. También comparten sus miedos, no solo por no tener ingresos propios que garanticen su subsistencia en muchos de los casos, sino en que una acción legal sobre sus parejas las convierta en “la mala” para sus hijos.
Desde entonces se han atendido a más de 300 mujeres como parte del proceso de acompañamiento que hace la Unidad de Género e Inclusión de la Procuraduría; un servicio extra que no todas deciden tomar y que tampoco es un requisito. La atención a las usuarias incluye asesoría legal, atención psicológica y trabajo social, al menos en San Salvador. En todo el país hay 15 de estas unidades, pero no todas cuentan con los mismos servicios. [DV7] Por cuestiones de presupuesto, según Janeth Tobar, coordinadora de esta oficina, solo en cinco se da la atención integral, en siete solo existe atención legal y psicológica, y en tres más apenas hay atención legal.
A pesar de las limitantes, Betty y Patty se las ingenian para que el oasis en San Salvador sea lo más acogedor posible. De su bolsa costean café, galletas y a veces hasta pupusas para dar como refrigerio a las usuarias, que por semana oscilan entre las 12 y 15 participantes, aunque en total hay 30 activas. “Hay mujeres que a veces apenas tienen para pagar el pasaje para llegar al grupo”, explica Patty. La evolución de las mujeres empezó a ser evidente con el pasar de los meses y los años. La intención del grupo, explican, es que las mujeres ganen autonomía y puedan aplicar lo aprendido en todas las áreas de su vida. Es, pues, un servicio al que cada una le pone fecha de expiración según sus circunstancias. Algunas lo dejan después de tres o seis meses, cuando sienten que el grupo ya ha cumplido su propósito; otras tienen entre tres y cinco años de llegar al menos a una reunión por mes. En este espacio, además de encontrar comprensión y espejos en los cuáles ver reflejadas sus experiencias, las mujeres aprenden a ser resilientes.
Cuando la unión familiar es tarea de Sísifo
En la víspera de la Navidad de 2014, Julia decidió ir al salón para retocarse el color de su cabello. Una vez en la silla, la estilista le explicó que la aplicación del tinte no sería posible: tenía una herida abierta en la cabeza que, al entrar en contacto con el químico, la lastimaría todavía más. Julia se sorprendió de aquello que miró y sintió. No porque no reconociera el golpe, sino porque creía que había sido mucho más leve. Un par de días atrás, mientras discutía con su esposo, este la lanzó contra el filo de una de las columnas del dormitorio. Esta ida al salón era, de hecho, una manera con la que intentaba resarcir su conducta.
Al igual que Sonia, Julia tampoco tenía autonomía sobre sus gastos. Para entonces, ya tenía 10 años desde que todo lo que gastaba era supervisado por su pareja y cualquier cosa que no estuviera relacionada con el hogar o sus hijos dependía de su buena voluntad.
Julia conoció a su esposo en la universidad. Ella era estudiante de Administración de Empresas; él de Arquitectura e instructor de Informática. Se acompañaron después de dos años de conocerse, y al cabo de un año de casados ella estaba embarazada de su primera hija. Ella trabajaba como dependiente de una tienda libre en el aeropuerto de El Salvador. “No ganaba mal, y me daban permiso de estudiar”, dice. Pero una vez que se acabó su licencia por maternidad, a su esposo le molestaba que no fuera ella quien atendiera a su hija. Le propuso que dejara su trabajo bajo la promesa de que él ganaba suficiente para mantenerlos. A los tres años, la niña enfermó y ella decidió dejar el trabajo para atenderla. Él le dio una extensión de la tarjeta de crédito y de esa manera controlaba cada uno de los gastos. Ella nunca manejó efectivo. Al inicio de este nuevo régimen, si ella salía a algún lado, él se encargaba de llevarla, no le agradaba la idea de que ella manejara, así tuvieran más de un carro. Al cabo de seis años bajo esa modalidad, su esposo le notificó que “ya no podían seguir manteniendo ese estilo de vida”. Canceló la tarjeta y le daba entre $10 y $5 por semana para alimentos. Todo empeoró. Él tenía otra pareja y los gritos que antes eran por su forma de cocinar y de vestirse empezaron a mutar en golpes y en comentarios denigrantes. Ella era virgen cuando se casaron y él incluso llegó a asegurarle que esa era la única razón por la que se había quedado con ella, una vez que quedó embarazada, porque al menos podía dar fe de su paternidad.
Julia buscó la manera de generar más ingresos. A escondidas montó una venta de pastelitos típicos en la casa. A los tres meses él se dio cuenta y le prohibió el negocio. “¿Qué va a decir la gente, que la esposa del arquitecto está vendiendo pasteles para sobrevivir?”, reclamó. Aunque le interesaba mucho lo que la gente pensara de él, adentro de la casa poco le importaba disimular frente a sus hijos. Al inicio, cuenta Julia, para golpearla la metía a uno de los carros o la encerraba en el cuarto, pero después pasó de los gritos a los golpes frente a sus hijos. Llegó un momento en el que cuando ella se enojaba con su esposo su hijo le pedía que no le reclamara: “no le digás nada a mi papi para que no te pegue”, recuerda.
Esa violencia repercutió en el rendimiento académico de su hija mayor. En octubre 2014, la directora del colegio citó a Julia, quien había dejado de asistir a las escuelas de padres; había empezado a aislarse. En los días previos ella y su esposo habían tenido una discusión y cuando llegó a la cita tenía moretones que lo evidenciaban. La maestra le recomendó que pusiera una denuncia por violencia intrafamiliar. “Esa fue la primera vez que alguien le puso nombre a lo que yo estaba viviendo. Yo creí que lo que me pasaba era normal”, cuenta. Sin embargo, no sabía qué pasos dar.
En el año nuevo su esposo le dijo que le había salido un trabajo en Panamá y que se iría de la casa. Para ella eso fue un alivio y el empujón final para llegar hasta la Procuraduría. En mayo 2015, tres meses después de empezar las sesiones en el grupo de autoapoyo, inició el proceso legal contra su esposo. En octubre un juez de familia decidió que ella debía quedarse viviendo en la casa junto a sus hijos y que él debía pagar una cuota de $642. Pero ni así logró tranquilidad. Para entonces ella ya tenía una venta de carne y lácteos que logró montar con el dinero de una herencia que le había dejado su abuela. A los tres meses del fallo, el hermano de su esposo le pasó la llamada de un pandillero que le puso precio a su tranquilidad. O pagaba $400 o la mataban a ella y a sus hijos. Se quedó sin ingresos y tuvo que dejar a sus hijos al cuidado de su esposo. “Ahorita ni tenés para dónde irte. Lo mejor es que te establezcás y cuando ya tengás un buen trabajo te los llevás a vivir con vos”, recuerda que le dijo. Una amiga le ofreció refugio en su casa y ella consiguió trabajos que poco a poco la ayudaran a ahorrar lo suficiente para recuperarlos.
Primero fue su hija, a principios de 2017. Uno de sus tíos intentó abusar de ella. Le había contado a su papá, pero él prefirió insultarla y acusarla de mentirosa. “Decidí traerme a mi hija de inmediato conmigo y llevarla a la Procuraduría”. Se sentía culpable y responsable de lo que había ocurrido. Meses más tarde, tras el dictamen de los peritos de Medicina Legal, un juez de familia declaró que la responsabilidad era de su esposo. Para entonces él ya estaba trabajando en una autónoma gubernamental, y se decretó que tenía que pagar una cuota de $400 a su hija hasta que cumpliera 24 años. Ella ahora tiene 19, pero desde junio 2019 no recibe cuota alimenticia. En noviembre de ese año, Julia también pudo llevarse a su segundo hijo, quien se aburrió de que su papá lo dejara bajo el cuido de una vecina y no llegara a recogerlo temprano. Él le dijo que de manera voluntaria le daría una cuota mensual de $300 para sus gastos, y que, a su hija, por ser mayor de edad, ya no le seguiría depositando. El dinero para su hijo dejó de llegar en agosto de 2020.
En el oasis de San Salvador Julia conoció a Janeth y reconoció en ella los nervios que sintió al llegar por primera vez, en febrero 2015. “Llegué sin poder sostenerle la mirada a nadie, me sentía inferior, que no valía nada”, recuerda. Su llegada marcó el quiebre de un ciclo de 14 años de violencia ejercida por su esposo. Han pasado cinco años desde su separación y al recordar su historia se siente ingenua ante las promesas de un hombre que le aseguró que ganaba lo suficientemente bien como para que ella dejara su trabajo y se dedicara a cuidar de él y su hija. Se reclama también no haberle puesto un alto antes y se justifica -como si fuera su culpa- que el anhelo de tener una familia -ella creció bajo la tutela de su abuela- la hizo aguantar demasiado.
Entre enero 2008 y septiembre 2020, 1641 casos por el delito de incumplimiento de los deberes de asistencia económica han pasado por juzgados de paz, 1030 por fase de instrucción y 680 llegaron a etapa de sentencia. La retención económica es el rostro más visible de una violencia que, como pasó con Janeth y Julia, tiene distintos rostros. Las cuotas alimenticias que se establecen en los juzgados no siempre se corresponden con las necesidades a ser cubiertas. En el caso de Julia, la cuota fue fijada basada en los ingresos fijos que su esposo tenía en ese momento. Pero cuando los hombres trabajan en el sector informal (jornaleros, comerciantes, profesionales independientes) las cuotas se definen a partir de lo que ellos declaran que pueden aportar. A pesar de que las cuotas no son justas, lo que se persigue es el establecimiento de responsabilidades. “En algunos casos, los hombres alegan que solo pueden dar hasta cierta cantidad porque tienen un nuevo hogar que mantener”, asegura Betty.
La mujer que “jode” (o topa) a los hombres
Lucía Beltrán tiene 72 años y roza el metro sesenta. Ha vivido en Suchitoto toda su vida y tiene bien mapeados los cantones y caseríos del municipio. Ha caminado tantas veces por ellos que cuando se asoma la reconocen sin problemas: “Ya vino la vieja puta a ver a qué hombre va a joder”, le gritó una vez un hombre a su paso. En otros lares, como la comunidad El Barillo, la sentencia fue más efusiva: “Si te volvés a asomar por aquí, de aquí no salís viva”. Lucía estuvo atrincherada en el cerro de Guazapa como parte de las Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí durante la guerra y aunque confiesa que sus andanzas actuales dan “algo de miedo” no es suficiente para que la obliguen a retirarse.
En 1991, antes de que en la Procuraduría se fundara el primer oasis, Lucía Beltrán empezó a hacer una labor de apoyo similar para las mujeres de Suchitoto. Desde entonces se ha convertido en una figura tan clave que Fiscalía y Juzgados le han permitido el ingreso a las audiencias para ayudar a las mujeres a sobrellevar la presión de enfrentarse a su agresor.
Lucía tiene un rostro severo que se disipa cuando empieza a hablar de su trabajo, pero que le ha sido útil para enfrentarse a los hombres que la retan. En El Salvador existe la concepción de que las mujeres “topan” a sus parejas en la Procuraduría como parte de una venganza, no por exigir un derecho que les corresponde a ellas y sus hijos. El incumplimiento de estos deberes de asistencia económica, como lo tipifica el Código Penal, implica que a los hombres se les descuente directamente de planilla, se les prohíba la salida del país por acumulación de moras e incluso se interponga con sus aspiraciones políticas. En 2015, la PGR reportó que dos diputados electos para esa legislatura estaban morosos y que de no ponerse al día no podrían asumir su cargo.
Cuando Lucía no está en su oficina abriendo expedientes por asistencia de casos de violencia intrafamiliar y cuotas alimenticias, está en la calle recogiendo información que le permita evidenciar la violencia a la que han sido sometidas las mujeres a las que asesora. Su oficina está en la Casa de las Mujeres, un proyecto que reúne bajo el mismo techo a la Colectiva Feminista para el Desarrollo Local, la Concertación de Mujeres de Suchitoto, la Asociación para el Desarrollo y Defensa de la Mujer y la Asociación de Parteras “Rosa Andrade”. Ella cumple con las funciones de trabajadora social, asistencia legal y hasta de consejera. Al fondo de su oficina, un archivero de cuatro gavetas resguarda unos 1200 casos de denuncias recibidas solo entre 1995 y septiembre 2020.
Lucía pasó de exguerrillera a defensora de los derechos de las mujeres en 1991, cuando una ley como la LEIV era todavía impensable. Junto a su esposo decidió unirse a las FPL, donde fue designada al grupo de mujeres que se encargaban de preparar los alimentos para los combatientes. Una vez iniciaron las negociaciones de la paz, se organizó junto a otras compañeras para buscar alternativas de trabajo para las mujeres fuera de la zona conflictiva. El objetivo era ayudarles a reintegrarse a la vida productiva, social y familiar después de 10 años en combate. Estas reuniones les permitieron establecer que aunque las balas habían cesado, la violencia en los hogares permanecía.
Los primeros casos de Lucía atendió consistieron en rescatar menores de edad que los hombres habían separado de sus parejas a manera de castigo por ser “malas esposas”. Sin Policía ni fiscales de por medio, acompañaba a las mujeres hasta el lugar donde sus exparejas se habían desplazado con sus hijos. En términos prácticos, lo que los hombres hacían era secuestrar a los hijos, ya que en ningún caso un juez les había otorgado la custodia absoluta. Bajo su concepción, eso era inadmisible. “Los hijos tienen que estar con la mamá”, justifica, y por eso se encargaba de distraer a los hombres para que las mujeres pudieran sacar a los niños a escondidas. Para evitar que la situación se revirtiera, las mujeres optaban por irse a vivir a otro lado, donde sus exparejas no pudieran localizarlas. A más de alguna la acompañó hasta la terminal de occidente sin saber su destino final.
La voz se fue corriendo entre las mujeres y en el primer año logró reunir a al menos cinco madres con sus hijos. No tenía ningún respaldo legal ni económico. Lo hacía por la convicción de que el bienestar de las mujeres pasaba por reunirse con sus hijos. Lucía cursó hasta segundo grado y de códigos penales y leyes contra la violencia no tenía claridad. Para ella su trabajo consistía en el restablecimiento del equilibrio de poderes. Desde que dejó la guerrilla, este se convirtió en su trabajo principal, aunque no recibió un pago por él sino hasta 1998. Fue entonces cuando se gestó un proyecto de cooperación con Las Dignas, en donde recibió capacitación sobre derecho penal y familiar, aprendió tipificaciones de delito y las acciones que por ley era posible seguir. Su primer salario fue de 150 colones mensuales. Para entonces ya tenía cuatro hijos, y a su esposo no le agradaba la idea de que ella trabajara fuera de casa. “Ya venís de verte con tu amante”, le reclamaba. Ella optaba por ignorarlo. Al contrario de su matrimonio, su trabajo era algo que ella había escogido hacer. “Me casé porque mis papás me obligaron”, confiesa. Tenía 17 años cuando sus papás le dieron el ultimatum, porque les parecía que, de no hacerlo, iba a desperdiciar sus años de edad reproductiva. En El Salvador, hasta agosto de 2017, lo único que se necesitaba para que una menor de edad se casara era el consentimiento de sus padres.
Ambos fueron parte de las filas guerrilleras que acamparon en Guazapa, pero cuando la guerra terminó las diferencias entre ellos se volvieron irreconciliables.
Cuando se le pregunta por su motivación para dar esta batalla por casi 30 años, Lucía se encoge de hombros y le cuesta responder: “No sé de dónde me nace a mí hacer esto”, dice. Pero al recorrer los pasajes de su vida en pareja ella misma apunta que hacer este trabajo le ayudó a identificar el ciclo de violencia en su matrimonio. A ella su papá le había heredado dos reses. Pero un día, sin pedirle opinión ni nada, mientras ella estaba asesorando a otras mujeres, su esposo decidió venderlas. El dinero, le dijo, lo usaría para comprar una parcela, en donde cosecharía maíz todos los años para vender y pagar algunos de los gastos del hogar. Más que la manutención de la casa, el esposo de Lucía se lo gastó en alcohol y en un par de infidelidades. Al cabo de diez años de esa dinámica, Lucía decidió dejarlo. Una vez separados, él construyó una casa en la misma parcela que había comprado con el dinero de la herencia de Lucía y se fue a vivir ahí con su nueva pareja.
Contrario a la asesoría que daba a otras mujeres de luchar por una cuota alimenticia, ella decidió no iniciar ningún proceso en contra de su esposo y, de cierta manera, dio por perdido su dinero. Tras ocho años de vivir ahí, él decidió irse a vivir a Sonsonate y puso la parcela en venta. Cuando Lucía se enteró decidió recordarle que el dinero con el que se había costeado ese terreno era fruto de su herencia y consiguió que fuera puesto a nombre de sus hijos.
Un ciclo de violencia perenne
Cuando historias como la de Sonia, Janeth y Julia se hacen públicas, las críticas se dirigen de inmediato a ellas por haberse tardado ocho, tres y 14 años, respectivamente, para salir del ciclo de violencia. Es sobre ellas, y no sobre sus agresores, que recae la condena por no haber huido de situaciones violentas que minaron tanto su autodeterminación. Esas conductas que para ellas eran demostraciones de amor y de resistencia para hacer que sus matrimonios funcionasen, porque hay hijos de por medio, porque hay una presión social hacia las mujeres por hacer que la relación de pareja sea exitosa, lo que conlleva a que asuman la responsabilidad de hacer que las cosas funcionen, ponen en común lo naturalizado que pueden llegar a ser las violencias económica y patrimonial en las relaciones de pareja. Pero hay otro factor que también puede ser determinante, uno mediado por la concepción de que los hombres deben ser los proveedores y las mujeres las encargadas de procurar el bienestar del hogar; uno que viene dado por la manera en que somos socializados desde la infancia. “No es la dependencia económica la que hace que las mujeres soporten la violencia masculina. Son las relaciones de poder desiguales que generan convicción en las niñas de que son inferiores a los niños”, plantea Deysi Cheyne, quien hasta 2015 fungió como directora ejecutiva del Instituto de Investigación, Capacitación y Desarrollo de la Mujer (IMU).
Estas relaciones desiguales de poder están definidas en el artículo 7 de la LEIV como aquellas situaciones en las que existen “asimetría, dominio y control de una o varias personas sobre otra u otras”. La sociedad, explica Cheyne, juega un papel clave en la legitimación de la violencia por parte de los hombres, “porque se cree que las mujeres tienen que ser obedientes”. Incluso las mismas familias, agrega, “esos controles que los hombres ejercen sobre las mujeres son percibidos como algo normal. Lo asocian a que está tan enamorado y la ama tanto que por eso la controla”. Si bien la tipificación de delitos ha sido un paso importante para la aplicación de justicia, aún hace falta que exista mayor condena social, señala.
Sonia trabaja ahora como chef invitada en el café de una amiga; Janeth se dedica a la venta de productos por catálogo; Julia tiene una flota de vehículos de alquiler. Las tres lograron la autonomía económica que sus relaciones de pareja les había privado, pero estos nuevos escenarios, a los que llegan con desventajas por todos los años perdidos, no terminan de ayudarles a salir de una desigualdad aupada por el Estado. Aunque están dentro del sistema productivo, están del lado informal, lo que las priva de un sistema de previsión de salud y dificulta sus oportunidades de acceso a crédito. Y no son las únicas. En el mercado laboral formal, según datos solicitados por El Faro al Instituto Salvadoreño del Seguro Social, entre enero 2008 y julio 2020, por cada 10 hombres inscritos en el Instituto Salvadoreño del Seguro Social, solo seis mujeres tienen derecho a las mismas prestaciones. En números redondos, hay 303 590 mujeres versus los 481 711 hombres inscritos.
Quiere decir que para obtener acceso al servicio de salud, el resto de mujeres tiene que ir al sistema público o, si tiene los medios, costearse atención privada, o bien dependen de sus parejas para ser inscritas como beneficiarias.
La deuda de El Salvador con las mujeres respecto al reconocimiento de la violencia que padecen acortó su brecha en 2012 con la entrada en vigencia de la LEIV. Sin embargo, aún tiene pendiente la ampliación del concepto de violencia económica que incluya a un Estado que les ofrezca oportunidades y condiciones para que las mujeres se desarrollen libremente. La autonomía económica por sí sola no basta.
Parte del apoyo que brinda la Procuraduría a las mujeres es el enlace con redes de apoyo que les permiten tener acceso a capacitaciones gratuitas en Insaforp o introducirlas en un proceso de selección de personal en empresas privadas. Eso les permite obtener ingresos por su cuenta, pero no resuelve carencias que el Estado se niega a compensar. “Entre el 31 y el 33 % de los hogares son sostenidos por mujeres, no es una cifra marginal, y sin embargo el Estado no ofrece apoyo para el cuido de sus hijos”, señala Cheyne. Las salas cuna para empleados es una de esas medidas de apoyo, pero a dos años de haberse aprobado la ley que obliga su implementación por parte de los empleadores, sigue sin echarse a andar el proyecto.
Mientras tanto, el trabajo de cuido sigue recayendo sobre las mujeres. Según la Encuesta de Uso de Tiempo realizada por la Digestyc, además de la jornada laboral diaria, las mujeres asalariadas destinan 03:48 horas diarias adicionales al trabajo doméstico y de cuidados, versus la 1:37 que destinan los hombres. Este esfuerzo extra, lejos de ser reconocido como trabajo es etiquetado como un trabajo ejercido por “amor”, bajo el concepto de que son las mujeres las encargadas de procurar el bienestar del hogar.
Julia ahora recita de memoria los siete tipos de violencia a los que estuvo sometida durante 14 años. La seguridad que logró construir en los últimos cinco, gracias al apoyo del grupo oasis, le ayudaron a fijar límites sobre lo que podría admitir de nuevo en una relación de pareja. “Antes me costaba hablar de esto, para mí es un gran logro poder hacerlo sin llorar”, dice. Las huellas de aquella violencia silenciosa le han dejado cicatrices, pero nada que ya no pueda sobrellevar.