Ni siquiera un ataque armado contra simpatizantes del FMLN, que hasta ahora se ha cobrado ya la vida de dos de ellos, logró que Nayib Bukele se comportara a la altura de su investidura como presidente de la República.
Minutos después de que se conociera el crimen decidió convertirlo en una oportunidad más para hacer campaña. Sin información alguna, insinuó en Twitter que el FMLN había perpetrado un autoatentado: “Parece que los partidos moribundos han puesto en marcha su último plan. Qué desesperación por no perder sus privilegios y su corrupción. Pensé que no podían caer más bajo…”. Ni una sola palabra de condolencia; ni una de condena por el atentado; ni un llamado prioritario a esclarecer el crimen.
Aún se desconocía la identidad de los supuestos atacantes y el móvil del crimen, pero el presidente, con sus palabras, ya lo había convertido en un hecho político. No llamó a la cordura, que no es su estilo. No mostró empatía con las víctimas, porque es incapaz de ello. Confundió, envenenó, especuló políticamente sobre un crimen del que no tenía información. Eso es lo suyo.
Nadie sabe aún qué ocurrió en el hecho criminal, a pesar de que haya capturados. Son, de momento, acusados. Pero ya podemos afirmar que Bukele utilizó el grave atentado para atacar a sus oponentes políticos. Y lo hizo sin pruebas, y lo hizo de forma consciente. Lo suyo no fue un exabrupto sino su esencia. Ese es el hombre que gobierna El Salvador.
Bukele ha pervertido al Ejército y a la Policía hasta el punto en que sus cabezas se declaran públicamente leales a él, no a la nación ni a sus leyes. Tenemos a una Policía que se ha negado a cumplir órdenes judiciales cuando estas afectan a funcionarios del Gobierno. Y a esa Policía le compete hoy investigar el ataque contra el FMLN, bajo la presión política de que su líder ha señalado la hipótesis de un autoatentado.
A pesar de la gravedad de la reacción del presidente, no fue sorpresiva. Es la continuación de la retórica que este presidente eligió desde su misma toma de posesión: una de insultos, de descalificaciones, de mentiras, de ataques a sus adversarios políticos. Las voces disidentes no tienen cabida en el país que él gobierna.
Esa es su concepción de la política: una guerra cuyo objetivo es eliminar al adversario, no importa cómo. Su discurso de odio ha sido el eje central no solo de su campaña sino de su estrategia de Gobierno. Una guerra constante.
La misma mañana del atentado, el vicepresidente Félix Ulloa dijo a veteranos de la guerra civil que ahora los salvadoreños enfrentamos una nueva guerra y que “esta nueva guerra, con nuevos actores, ya empezó. Y la empezamos ganando el 3 de febrero de 2019”. El discurso de intolerancia invita a la violencia.
Bukele desprecia el diálogo, la negociación y la convivencia misma con críticos y opositores. Y lo hace públicamente, llamando a sus seguidores a expresar su mismo desprecio. Y lo contagia. Sus ministros y propagandistas replican que toda disidencia es ilegítima, que se trata de “corruptos”, de “ratas” a las que hay que exterminar. Incluso si hay muertos y su sangre está aún fresca, como ocurrió este domingo.
Para Bukele lo importante no es el país sino la concentración de poder y en su concepción de la política eso pasa por deshacerse de sus rivales a costa de lo que sea. Eso era evidente mucho antes de los asesinatos de este domingo. Ahora, esa voluntad de aplastar alcanza una nueva hondura. No se respeta nada: ni a los otros poderes ni a la democracia ni a los muertos de la guerra ni a los muertos de hoy.
Sus palabras tras el atentado evidencian una vez más que Bukele está dispuesto a prender fuego al país si cree que ello es necesario para sacar del sistema político a todos sus opositores y acallar a todos sus críticos. Y eso es lo que ha hecho desde su toma de posesión. Si el 9 de febrero, hace casi un año, con su irrupción en la Asamblea Legislativa, rodeado de soldados apertrechados para el combate, parecía que había rebasado todo límite, hoy es claro que aquello era apenas el primer paso para cruzar líneas impasables en una democracia. Desde entonces no ha parado.
¿Dónde están los límites de la rivalidad política? Para Bukele, su clan familiar y el círculo de corruptos que lo rodean y dependen de su lealtad para evitar consecuencias judiciales, está claro que no existen. Su objetivo es precisamente erradicar toda convivencia.
Ya es tarde, pero no el final: aún es posible que algunos de sus funcionarios entiendan que son parte del desmantelamiento de una democracia y se opongan y hablen y dejen de ser cómplices. Que asuman responsabilidades con la nación, por encima de la lealtad que exige el clan Bukele.
Bukele no va a parar. Gobernar sin estorbos democráticos es su objetivo. Si para ello debe incendiar El Salvador, lo incendiará las veces que haga falta. Ya lo ha hecho. Lo volverá a hacer. Ya no depende de su voluntad de recapacitar, sino de la posibilidad de que la sociedad civil le ponga un alto.