Columnas / Desigualdad

Cuidar a quienes cuidan es esencial

No podemos valernos de la resiliencia que caracteriza a los defensores de derechos humanos para sostener a quienes aseguran el funcionamiento democrático.

Lunes, 22 de febrero de 2021
Alex McAnarney

La crisis global sanitaria del 2020 marcó una serie de conversaciones sobre la necesidad de transformar. Desde la extensión de la jornada laboral hasta el debilitamiento de las democracias, imperó una necesidad de rescatar los pocos hilos plateados que sobresalían por debajo de las faldas del lúgubre telón negro que es la covid-19, luego de que este descendiera sobre el mundo el año pasado.

Ahora, en el 2021, la cortina por fin se va levantando lentamente y se avizora la posibilidad de tejer algo nuevo. Entre lo esencial que se tiene que enhebrar es el reconocimiento de la necesidad de apoyar colectiva y financieramente las iniciativas que impulsan estructuras de cuidado mutuo para proteger el cuerpo, el espíritu y la salud mental de quienes trabajan a favor de la garantía de nuestros derechos.

De cierta forma, estas discusiones se han ido hilando desde hace un tiempo. Un estudio realizado en 2015 por elProyecto de Resiliencia en Derechos Humanos, basado en New York University, encuestó a 346 personas trabajadoras en organizaciones de derechos humanos de más de una docena de países para medir los impactos de su trabajo sobre su salud mental. De las personas estudiadas, el 19 % parecía tener trastorno de estrés postraumático (TEPT), el 19 % presentaba síntomas significativos asociados con el TEPT, el 15 % parecía estar experimentando depresión y el 19 % informaba de un nivel de agotamiento comparable con los síntomas que reportan los primeros intervinientes y los veteranos de combate. Además de los traumas generados por las condiciones de terreno a las que se deben dar respuesta, muchas veces estos síntomas ocurren por condiciones laborales poco favorables que incluyen, de acuerdoa la Organización Mundial para la Salud, la falta de organización interna o falta de apoyo y capacidad para ejecutar tareas que incrementan en el día a día.

Una encuesta realizada al inicio de la pandemia reveló que solo el 53 % de 36 organizaciones -en su mayoría ONG internacionales con sede en EE.UU.- tenían un plan de continuidad para las actividades que tenían que realizar, mientras que el 32 % dijo no tenerlo. A pesar de que más de la mitad de las organizaciones consultadas sí tenían un plan, 15 % afirmaron que era insuficiente. A ello se suma la necesidad de dar respuesta inmediata a las múltiples y variadas crisis regionales que ya existían y se agudizaron por la pandemia.

Es innegable cómo, aunque no batallemos directamente contra el virus en nuestras jornadas laborales, el coronavirus ha llegado a infectar nuestra capacidad de producción, creación y concentración, al cobrarle la vida a seres queridos y limitarnos a entrar en contacto con las comunidades y las redes que nos sostienen. Igualmente, frente al cierre de escuelas, a muchas mujeres se les exigió que asumieran el rol de axis mundi de cuido, obligándoles a fungir como maestras, profesionales, amigas, madres, esposas, parejas, cocineras y enfermeras.

Afortunadamente, la resiliencia que caracteriza a muchos de los defensores de derechos humanos hace que no vean sus labores como una profesión, si no como una vocación. Pero no podemos valernos únicamente de esta calidad para sostener a quienes aseguran el funcionamiento democrático, la naturaleza pacífica de las manifestaciones, la administración de bienes humanitarios y otros. En ese sentido, el Fondo de Acción Urgente de América Latina, por ejemplo, ha hecho llamados a una mayor y mejor financiación de programas que promuevan metodologías de cuido que parten desde lógicas colectivas, feministas, integrales y flexibilizadas para personas defensoras de derechos humanos y activistas, particularmente por la manera en cómo la covid-19 ha exigido creatividad en la capacidad de respuesta.

En Estados Unidos, además, se ha reportado un incremento de la favorabilidad hacia los sindicatos, en parte por la falta de distribución de materiales de PPE y otras protecciones laborales durante la pandemia. De acuerdo a la encuesta Gallup,el 65 % de los estadounidenses aprueban la sindicalización. Bajo esa tendencia, los trabajadores de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) recientemente anunciaron la formación de su propio sindicato, destacando entre sus preocupaciones la alta rotación de personal de personas provenientes de grupos minoritarios. Es por eso que entre sus prioridades estará el desarrollo de estrategias de retención e inversión profesional para personas transgénero o no-binarias, entre otros, y mayor inclusión de personas que no tienen títulos de las grandes instituciones universitarias norteamericanas en espacios de toma de decisiones.

Varias organizaciones han impulsado talleres de cuidado psicosocial e iniciativas que buscan identificar y promover mejores estructuras de cuidado y autocuidado, en reconocimiento a las nuevas dinámicas impuestas por la crisis sanitaria de covid-19, que exigen mayor creatividad y nivel de respuesta al igual que más cuidado.

Luego de las multitudinarias marchas del movimiento Black Lives Matter del año pasado, que nuevamente recordaron a nivel global cómo se perciben las vidas negras, no solo en Estados Unidos, si no también en el resto del mundo, es necesario sostener una solidaridad colectiva que reconozca  las profundas fracturas raciales en la región y busque sanarlas. Algunas de las teorías deautocuidado tienen sus raíces en los 60 y 70 y el partido de las Panteras Negras, otras están relacionadas con las dinámicas de saneamiento y guardia cultural colectiva que realizan los pueblos indígenas como medida de reparación del doloroso legado colonial que ahora arrastra embates industriales y la cooptación de sus territorios. Escuchar y seguir el liderazgo de otros ofrece una oportunidad para sanar integralmente lo físico, psíquico y comunitario, generando así una visión global para trabajar bajo una lógica en donde rija el cuidado colectivo.

En promedio dedicamos más de un tercio de nuestras vidas al trabajo. Pero para muchas personas trabajar en temas de derechos humanos es su vida. En ese sentido, el derecho a un trabajo en condiciones idóneas va más allá de los derechos laborales. Es un derecho también a la salud, por el impacto que llega a cobrar en el cuerpo y la mente de muchos y muchas. Recae, pues, sobre las organizaciones, los movimientos y colectivos, y, por ende, en quienes les apoyan, la responsabilidad de garantizar ambos y así influir y construir un mundo lejos de las dinámicas destructivas que nos llevaron a los peores puntos de la pandemia. Cómo nos cuidemos a nosotros mismos impactará en cómo cuidamos a quienes nos rodean.

Si bien la pandemia del coronavirus ha cobrado la vida de millones, restringiendo derechos y, recientemente, obligando a que muchos países vuelvan a imponer cuarentenas u otras restricciones para salvaguardar las vidas y la salud de sus ciudadanos y ciudadanas, el inicio de la vacunación está alentando los ánimos a que pronto la vida recobre un resquicio de normalidad.

Alex McAnarney es directora de Comunicación del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL). Obtuvo una maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chicago y una licenciatura en periodismo y letras de la Universidad Internacional de la Florida. Su trabajo se encuentra publicado a través de numerosas plataformas. Es salvadoreña-americana, criada en la Ciudad de México y San Salvador. Actualmente radica en Washington, D.C.  
Alex McAnarney es directora de Comunicación del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL). Obtuvo una maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chicago y una licenciatura en periodismo y letras de la Universidad Internacional de la Florida. Su trabajo se encuentra publicado a través de numerosas plataformas. Es salvadoreña-americana, criada en la Ciudad de México y San Salvador. Actualmente radica en Washington, D.C.  

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