James McGovern fue el último congresista en abandonar el Capitolio el 6 de enero pasado. Cuando los simpatizantes de Donald Trump comenzaron a asaltar en el edificio, la presidenta de la Cámara de Representantes, Nanci Pelosi, tuvo que salir del salón de plenos y le pidió que presidiera temporalmente la sesión: “‘Nos vemos en un momento’, me dijo. Incluso dejó su teléfono, así que imagino que esperaba volver”, recuerda McGovern.
Nunca lo hizo. Al congresista de Massachusetts le tocó minutos después suspender la sesión y dar a sus colegas Demócratas y Republicanos las instrucciones de tomar la máscara antigás que cada uno tiene siempre bajo el asiento y evacuar. Cuanto ya todos lo habían hecho, salió él.
Recuerda que al pasar al salón de al lado, con puertas acristaladas, vio a la turba. “Hay quien dice que estábamos asustados, y no, yo no estaba asustado, estaba triste”, dice. “Triste y enfadado. He pasado un buen pedazo de mi vida en el edificio del Capitolio. Fui interno con el senador George McGovern cuando yo estaba en la universidad; trabajé para el congresista Moakley por muchos años; conocí a mi esposa, que trabajaba para otro congresista, en el Capitolio; y he sido miembro del Congreso por muchos años. Y ver a gente destruyendo el edificio…” Cuenta que cuando vió a los asaltantes rompiendo los cristales, tratando de derribar la barricada de sillas y mesas con la que agentes de Policía armados trataban de proteger la puerta, le dijo a quien tenía al lado: “Esto no son manifestantes”. Y pensó que los partidarios de Trump no estaban allí para expresar una idea, sino para matarlos.
La toma del Congreso va a marcar la política estadounidense por décadas. La investigación sobre lo sucedido sigue, y la fractura de confianza que deja entre buena parte de los congresistas y senadores Demócratas y Republicanos (persiste la sospecha de que algunos Republicanos ayudaron a los asaltantes, y solo nueve votaron a favor del impeachment a Donald Trump por instigar el asalto) tardará años en sanar. En medio de esa polarización, que envenena las posibilidades de la administración Biden de avanzar con su agenda de reformas, incluida la migratoria, McGovern, uno de los legisladores estadounidenses más cercanos a Centroamérica e influyentes en el Congreso, reflexiona sobre los gobiernos autoritarios y la responsabilidad histórica que Estados Unidos tiene en la región.
Dice que su país debió impulsar en los 90 una especie de Plan Marshall para ayudar a reconstruir El Salvador, compara sin que se le pregunte a Nayib Bukele con Trump, y advierte de los peligros del discurso de odio lanzado desde el poder: “El lenguaje utilizado por cualquier líder es importante. No deberíamos tolerar a líderes que incitan a la violencia, que usan un lenguaje incendiario, peligroso”.
El ataque del 6 de enero, ¿cambió su opinión sobre lo que la administración Biden debe hacer en Estados Unidos, o su sentido de urgencia o de prioridades para este momento político en su país?
El 6 de enero las instituciones se mantuvieron fuertes. La voluntad de los estadounidenses se respetó y Joe Biden fue al final juramentado como presidente. Esa es la buena noticia. Pero hemos aprendido que nuestras instituciones democráticas son frágiles, que no podemos darlas por seguro, que hemos de luchar por protegerlas y tenemos que insistir en que se respeten.
No recuerdo un momento en la historia de Estados Unidos, y en la universidad me especialicé en Historia, en el que tuviéramos en la Casa Blanca a alguien parecido a Donald Trump. Seamos claros: Trump tiene tendencias fascistas y autoritarias. Sus modelos son personas como Vladimir Putin. Quiso y quiere ser todopoderoso. Eso es quién es, simplemente, y para mí eso ha estado claro desde el principio. Pero mucha gente toleró su discurso de odio, su irrespeto por las normas que usualmente regían la política en este país. Tuvo facilitadores en el Congreso y el Senado, y gente poderosa en los medios de comunicación que se lo dejaron pasar, que no le reclamaron por lo que estaba haciendo.
Él perdió la elección. Por mucho, por cerca de siete millones de votos: Y aun así intentó, sin éxito por suerte, robar la elección en el último minuto. Pensó que podía hacer que el vicepresidente Mike Pence despreciara la Constitución, y pensó que podía conseguir a suficientes congresistas y senadores que también lo hicieran.
Lo triste es que consiguió a muchos, y eso me resulta chocante y turbador hasta el día de hoy. Incluso después del ataque al Capitolio, hubo miembros del Congreso y el Senado que continuaron abogando por la gran mentira de que Donald Trump ganó, y votaron para anular los legítimos resultados en Arizona y Pennsylvania. Eso, para mí, es inconcebible.
Habla de luchar por proteger la institucionalidad. Pero parece haber dos caminos políticos: buscar consensos en un momento de extrema polarización o reforzar posiciones. Parece que en el partido Demócrata no se ha resuelto ese debate. ¿Deben los Demócratas y Biden ser más firmes que nunca en sus acciones políticas, o buscar acuerdos bipartidistas aunque eso suponga ceder en ciertos temas?
El presidente Biden está abierto a acuerdos bipartidistas. Lo ha dicho una y otra vez. Pero no olvidemos cómo trataron los Republicanos al presidente Obama. Mitch McConnel dijo, inmediatamente después de que Obama tomó posesión, que su trabajo sería asegurarse de que no lograra hacer nada y perdiera la siguiente elección.
Para que haya acuerdos es necesaria la voluntad de algunos republicanos para colaborar. Tendremos que esperar y ver si es el caso. Pero estamos en una crisis, estamos lidiando con una pandemia. Y nuestra economía ha sido golpeada. Tenemos que aplastar al virus y reconstruir nuestra economía. No tenemos tiempo para juegos políticos, y aun así, necesitamos intentar construir consensos. Creo que será más fácil lograrlo entre las bases republicanas y demócratas a lo largo del país que construir consensos bipartidistas en el Congreso.
Biden está acercándose a los Republicanos, y un buen número de votantes republicanos le está poniendo buena nota y respalda su paquete de alivio por la pandemia. Eso es una buena noticia. Quisiera que esa gente presione a sus políticos para que actúen como adultos y pongan el interés del país por delante de sus ambiciones políticas, pero si no, tenemos que hacer que las cosas se hagan. Hay gente muriendo. Hay gente perdiendo sus trabajos. No nos podemos dar el lujo de tener largas sesiones de terapia y meses de tira y afloja para aprobar una ley.
¿Aplica eso mismo para la ley de migración y otras propuestas clave de esta administración?
Trump no comenzó esto, pero sin duda echó gasolina al fuego. En la base republicana hay un creciente sentimiento anti inmigrante. Los Republicanos han demonizado a los migrantes, han usado una desagradable y racista retórica para atacarlos. Uno de nuestros desafíos es que, en estos momentos, si eres un Republicano y quieres ganar tus primarias, sientes que tienes que atender a ese grupo de votantes de ideas cerradas. Como resultado, ha sido muy complicado lograr el tipo de consenso en migración que se solía alcanzar.
Pero la cuestión es que tenemos que arreglar nuestras leyes migratorias. Cuánto de nuestro sistema migratorio puede corregirse está por verse, pero necesitamos abrir un camino a la ciudadanía para los Dreamers y quienes tienen TPS. Tenemos que dar a esa gente, que ha contribuido enormemente a nuestro país, la paz mental de tener una oportunidad de ser ciudadanos. Eso tiene que hacerse. Y otras cosas. Algunas dependen simplemente de seguir las leyes: Donald Trump violó las leyes estadounidenses e internacionales en su forma de lidiar con los solicitantes de asilo. Otras, Biden puede hacerlas sin el Congreso, y en otras necesitará nuestro respaldo.
Tenemos que empujar tan fuerte como podamos. Pasar otros dos o cuatro años sin hacer progresos en migración sería para mí inaceptable. Y el desafío para los Demócratas es si podremos hacer avanzar una gran reforma migratoria o si tendremos que hacerlo por partes. Creo que tenemos que hacer tanto como sea posible. y espero que algunos Republicanos nos respaldarán.
Quizá la cuestión no es tanto si tienen tiempo para juegos políticos, sino si hay espacio real para la política, espacio para el debate.
Quiero que haya debate. Una de las cosas que todavía me consternan de cómo trataron los Republicanos a Obama es que se limitaron a obstruir, no permitieron que ninguna de sus ideas llegara siquiera a debatirse y votarse en el pleno del Senado o en la Cámara. Simplemente bloquearon todo. Eso no es política.
Hay gente como Mitt Romney, Susan Collins o Lisa Murkowski que han dicho que quieren buscar acuerdos con la administración Biden, y yo creo que la administración Biden va a estar abierta a eso. Pero no va a estar abierta a negociaciones sin final que pretendan que nada se haga. Estamos en emergencia y no podemos arrastrar por meses y meses y meses la discusión sobre el paquete de ayudas. No nos podemos dar ese lujo. Hay gente haciendo fila para recibir comida en mi ciudad natal, Worcester. Hemos pedido aportes a los Republicanos, Biden se ha reunido con algunos de ellos y ojalá algunos den sus votos. Pero, ocurra o no, necesitamos que las cosas se hagan.
Lo mismo sucede con la migración. Después de cuatro años de crueldad por parte de la administración Trump, permitida por los Republicanos, que fueron cómplices de todas sus horribles políticas migratorias, Biden les está consultando. “He presentado mi propuesta”, les ha dicho, “y quiero trabajar con ustedes”. Pero tenemos que mantener en pie nuestros valores. Vamos a tratar de hacer todo lo que podamos, ojalá con apoyo republicano, pero hemos de aprender del pasado y no permitir que sean un simple obstáculo.
En Centroamérica, las promesas de la administración Biden y los pronunciamientos de algunos miembros del Congreso han generado una enorme esperanza ante la posibilidad de una nueva relación entre Estados Unidos y la región.
Trump ignoró a Centroamérica. Y Obama no dedicó suficiente tiempo a identificar cómo tener una mejor relación y ser más útiles en Centroamérica. Espero que Biden será diferente y se centrará en asuntos de impunidad, corrupción y estado de derecho, además de inversión económica y de empoderar a personas que hagan que las economías centroamericanas crezcan más fuertes.
La gente habla de migración. Mucha gente vino a este país porque no hay oportunidades económicas en El Salvador, Guatemala u Honduras. Para mí tiene sentido buscar vías para ayudar, no solo nosotros sino la comunidad global, a la economía de lugares como El Salvador. Y también hay gente que viene aquí por la violencia; tenemos que lidiar con asuntos de corrupción, de estado de derecho, de rendición de cuentas...
Hablábamos de Donald Trump, pero es importante que los líderes, sea en Estados Unidos, en El Salvador o en cualquier otro país, sean conscientes de que sus palabras tienen consecuencias. Cuando dices cosas que son incendiarias, cuando señalas a personas como un objetivo, cuando haces la vista gorda con la violencia de ciertos grupos, eso termina generando disturbios, más preocupaciones, y socava la capacidad de esas economías para crecer. ¿Quién quiere invertir en un país que no es estable, en el que hay mucha corrupción o demasiada violencia?
¿Cómo contrarrestar ese discurso violento?
Todo el tiempo repito que, a pesar de lo horribles que fueron estos cuatro años de Donald Trump, de lo horribles que han sido las últimas semanas, incluyendo la insurrección del 6 de enero, esto nos da la oportunidad de ser mejores y pensar en cómo avanzar de una forma que dé poder a la gente y desincentive a aprendices de dictador como Trump. Más allá de toda esta negatividad, vivo este momento como una oportunidad.
Y creo que lo mismo sucede con El Salvador. A veces pienso que hay similitudes entre Bukele y Trump, y eso me preocupa. Me preocupa el pueblo de El Salvador. Pero una de las cosas que he aprendido en los últimos cuatro años es que es importante responder cuando alguien dice algo incorrecto. Trump dijo un montón de locuras, y sus seguidores dijeron un montón de locuras durante los últimos cuatro años, y muchos, yo incluido, dijimos “No voy a dignificar eso con una respuesta, es solo escandaloso”. Pero lo que pasa es que, si tú no respondes, la locura se repite y se repite y la gente empieza a creerla, y ahí es donde comienza el peligro.
La gente que está preocupada por el futuro de El Salvador tiene que levantar la voz, tiene que exigir algo mejor. He estado involucrado en El Salvador por décadas. Pasé mucho tiempo allí durante la guerra civil, perdí a muchos amigos en esa guerra. Y me rompe el corazón ver que las cosas son todavía tan difíciles para la gente de ese país. La gente se merece algo mejor. Han sufrido demasiado. La gente racional, reflexiva, a la que le importa la democracia, la rendición de cuentas, que quiere ver el fin de la corrupción, tiene que usar su voz. Y creo que, si lo hacen, van a tener algunos aliados en la administración Biden, y sin duda algunos aliados en el Congreso de los Estados Unidos.
Habla de alzar la voz para proteger la democracia y contra el discurso de odio. ¿Está sucediendo eso en Estados Unidos?
Creo que todos tenemos una nueva apreciación sobre la necesidad de proteger constantemente nuestras instituciones. Lo del 6 de enero fue un intento de revertir la voluntad de los estadounidenses, fue esencialmente un intento de golpe de Estado. Las instituciones prevalecieron, pero fue un llamado de atención para todos. La gente tiene que alzar la voz porque, si no, sus derechos, sus garantías y sus instituciones empiezan a desintegrarse. Espero que haya sido una lección para los miembros del congreso y para el pueblo americano. Tenemos que apretar atención cuando alguien usa el lenguaje que usó Trump, y atenta contra la legitimidad de nuestra democracia.
¿Asocia el ser más vigilante con el defender una agenda más claramente progresista frente a los discursos reaccionarios?
Yo soy un liberal, alguien que cree en un partido Demócrata más progresista, pero este no es un debate entre progresistas y conservadores, o de izquierda contra derecha. La línea base es que, independientemente de que seas Republicano o Demócrata, tienes que respetar la voluntad de los ciudadanos. Punto. Nadie quiere perder una elección, pero si lo haces, te vas. No importa cuáles son tus posturas políticas.
Y cuando tienes un presidente que usa un lenguaje que incita a la violencia, que de alguna manera parece estar de acuerdo con la violencia, entonces hay un problema, porque la gente va a seguir el liderazgo del presidente. Eso es lo que pasó el 6 de enero. Las palabras son importantes. El lenguaje utilizado por cualquier líder es importante. No deberíamos tolerar a líderes que incitan a la violencia, que usan un lenguaje incendiario, peligroso.
Antes habló de la inestabilidad que se deriva del autoritarismo, y del impacto en la inversión. Pero en Centroamérica tenemos muchos regímenes autoritarios que contaron o aún cuentan con la complicidad de los sectores privados. Y podríamos decir que tenemos regímenes corruptos muy establecidos. Y tolerados. Hace ya mucho que se vincula a Juan Orlando Hernández con el narcotráfico, por ejemplo. Y hay cierto consenso en que hubo fraude en su elección hace cuatro años.
Honduras ha pagado un precio. La gente ha pagado un precio. Hay regímenes autoritarios en Centroamérica y Latinoamérica que aseguran que han traído consigo una era de estabilidad, pero lo que han hecho es básicamente encarcelar y matar a líderes opositores. Han aplastado alzamientos legítimos de gente que estaba siendo explotada. No hay un solo caso, en mi opinión, que justifique gobiernos autoritarios que no respetan los derechos de su pueblo. Los derechos de cada ciudadano deben ser respetados, se trate de la persona más rica del país o la más pobre.
En el caso de Centroamérica, ¿cree que Estados Unidos tendrá una postura más dura contra gobiernos corruptos? Estamos esperando la lista Engel y se habla de otras sanciones. ¿Son las sanciones la vía para debilitar las tendencias autoritarias en la región?
Las sanciones a individuos que son culpables de corrupción o de violaciones de Derechos Humanos son importantes. Pero no creo en sanciones sábana que golpean a la población, no creo que sea el mejor enfoque. Yo fui el autor de la Ley Magnitsky. Si un país avanza hacia el autoritarismo, si camina hacia la represión de movimientos democráticos, o abraza la corrupción, no podemos hacer como si no pasara nada. Quienes roban dinero o violan derechos humanos deben enfrentar consecuencias.
¿Incluso si están en el poder?
Sí, incluso si están en el poder. Apoyo sanciones contra funcionarios chinos que son responsables por su política contra los Uighurs y los tibetanos. No apoyo sanciones contra todo el pueblo chino, pero esos individuos, culpables de cosas terribles, han de enfrentar consecuencias. Si no, no hay un incentivo para que se detengan.
¿Le preocupa el exceso de influencia de Estados Unidos en la región? En estos momentos en Nicaragua, Honduras o El Salvador hay quienes esperan que Estados Unidos salve su democracia o al menos sea el gran actor que transforme las cosas.
Es un error. En última instancia, los problemas de El Salvador los va a solucionar el pueblo salvadoreño. Estados Unidos no puede solucionar los problemas de El Salvador, o los de Honduras o ningún otro país. Tenemos problemas en nuestro propio país. Pero podemos desempeñar un rol tratando de hacer las cosas más difíciles para quienes son culpables de corrupción o violaciones de derechos humanos.
Esa es mi crítica a Estados Unidos en El Salvador, como alguien que ha visitado el país desde los 80: financiamos una guerra que costó la vida de decenas de miles de salvadoreños y destruyó el país. Miles desaparecieron. Fue una guerra brutal, terrible, y nosotros tomamos bando y financiamos a un ejército que violó y asesinó monjas, que asesinó a sacerdotes jesuitas, que mató a líderes estudiantiles y sindicales. Y cuando finalmente hubo un acuerdo de paz, nos fuimos.
Después de aquello, Estados Unidos debió haber liderado un esfuerzo internacional para articular una especie de Plan Marshall para ayudar a reconstruir El Salvador, para crear oportunidades para quienes sobrevivieron a aquella terrible guerra. Pero no hicimos eso. Nuestra ayuda económica cayó considerablemente. Construimos esa enorme embajada en El Salvador porque pensamos que estaríamos allí por siempre, que la guerra duraría eternamente, y ahora ese complejo de la embajada está vacío.
Estados Unidos puede desempeñar un papel positivo en la región, pero en el caso de El Salvador, dada nuestra historia, que no es una historia de la que debamos estar orgullosos, tenemos una obligación moral. Deberíamos ser más generosos con los migrantes que llegan a Estados Unidos desde El Salvador. Deberíamos estar más interesados en trabajar con líderes comunitarios para encontrar la forma de apoyar el desarrollo económico comunitario. Debemos dar más asistencia para ayudar a profesionalizar la Policía, y dar mayor respaldo a jueces que quieren derrotar la impunidad y la corrupción.
Estados Unidos no puede solucionar los problemas del mundo, y ciertamente no puede solucionar todos los de El Salvador. Al final, es el pueblo de El Salvador el que tiene que determinar su futuro.
¿Cree que la administración Biden entiende así no solo su papel en Centroamérica, sino el rol histórico que ha tenido Estados Unidos en la región?
Para ser honesto, todavía no he tenido muchas conversaciones en profundidad con el presidente o su Departamento de Estado. Creo que se inclina hacia una preocupación profunda por los derechos humanos y por el pueblo salvadoreño, pero está todavía construyendo su equipo. Muchas de las posiciones que serán clave en la política de Estados Unidos hacia El Salvador aún están vacantes.
Espero que el presidente Biden y la Vicepresidenta Harris entenderán que la población de Centroamérica es importante y nos interesa ser un buen vecino, para ayudar a los esfuerzos de fortalecimiento de la democracias y de creación de oportunidades. Espero que sea una de las prioridades de su política exterior. Si no, estaré muy decepcionado, francamente. Pero sé que el corazón del presidente Biden está en el lugar correcto en lo referente a ayudar a los pueblos de Centroamérica.