Columnas / Política

El riesgo de ignorar a las minorías

Para que el sistema democrático funcione apropiadamente, no debe excluir la participación de las minorías ni silenciarlas, ya que esto daña el equilibrio de poderes y lo despoja de pluralidad.

Jueves, 13 de mayo de 2021
Jorge Lemus

Las minorías siempre han estado en desventaja con respecto a las mayorías que ejercen el poder no solo por simples razones aritméticas sino también por la exclusión de la que son objeto. Desde inicios de la historia de la humanidad, la relación numérica ha pesado. Los clanes se unieron para formar comunidades más poderosas que eventualmente sojuzgaban y excluían de los beneficios comunitarios a aquellos clanes e individuos pertenecientes a minorías. La sociedad moderna ya no está formada por clanes como en la antigüedad; está compuesta por individuos que profesan diferentes creencias religiosas, que comulgan con diferentes ideologías políticas, que tienen diferentes orientaciones sexuales, que pertenecen a grupos étnicos diferentes, que tienen alguna discapacidad física o mental, y más. La homogeneidad solamente existe en la mente totalitaria.

Todos los grupos minoritarios, sin importar el porcentaje de la población que representen, son parte intrínseca de la sociedad y, por lo tanto, tienen los mismos derechos que el resto de la población, y contribuyen a la construcción de una mejor sociedad, más diversa y tolerante. En su conjunto, todas ellas, minorías y mayoría, son el pueblo, a ese al que todos los políticos dicen representar.

Aunque la sociedad ha evolucionado, la historia tiende a repetirse y los grupos mayoritarios, aquellos que ostentan el poder, como los poderosos clanes del pasado, son generalmente intolerantes con la diversidad, especialmente con la diversidad de pensamiento, ya que la ven como una amenaza al statu quo que representan. Por eso imponen su lengua, religión, valores, forma de gobierno, ideología, etc., a los grupos minoritarios, muchas veces por la fuerza, violando sus derechos, creando caos y descontento entre las minorías, llevándolas, en la mayoría de los casos, a la invisibilidad sociopolítica y cultural. La historia también está llena de ejemplos de cómo la intolerancia social puede llevar incluso al etnocidio. En nuestro país, por ejemplo, hemos visto con horror cómo, en el siglo pasado, la intolerancia ideológica y el odio de clases justificó masacres como las de indígenas y campesinos en 1932 y la de mujeres, ancianos y niños en El Mozote; masacres que aún siguen en la impunidad.

También puede suceder que una minoría poderosa, económica y militarmente superior, someta a la mayoría, coartándole sus derechos y negándole toda incidencia en las decisiones socioeconómicas de país, tal ha sido el caso de las élites históricas del poder en El Salvador, la rancia oligarquía salvadoreña y sus gobiernos de fachada.

En las sociedades modernas, afortunadamente, la democracia ha avanzado mucho conceptualmente desde su adopción por los Estados occidentales como la mejor forma de gobierno. La democracia moderna permite, promueve y protege la diversidad. Es decir, aunque por definición en una democracia, la mayoría toma las decisiones que afectan a la población en general, también es cierto que una democracia respeta las opiniones, necesidades y creencias de las minorías. Las escucha, las comprende, las protege y les garantiza su existencia y sus derechos.

En el ámbito político, presenciamos el 28 de febrero el surgimiento de una nueva mayoría en El Salvador. Hemos sido testigos de cómo miembros y seguidores de los grupos políticos otrora mayoritarios (Arena y FMLN) migraron hacia un partido político de reciente fundación, Nuevas Ideas (24 de agosto de 2018), convirtiéndolo, en las últimas elecciones, en la mayor fuerza política del país, con amplio apoyo popular y sin una oposición fuerte. El mismo presidente de la República les ha señalado a los partidos políticos ahora minoritarios, en repetidas ocasiones, que debido al poco apoyo popular que recibieron en las pasadas elecciones se han vuelto irrelevantes. Y es a raíz de este hecho histórico sin precedentes en el país y de la supuesta “irrelevancia” de los partidos minoritarios no afines al Gobierno es que reflexiono sobre el significado de democracia y la importancia del diálogo, el consenso y la tolerancia entre grupos mayoritarios y minoritarios para que esta exista y para que haya progreso y bienestar social para todos.

Es indiscutible que las decisiones de la mayoría parlamentaria no solo afectan al grupo que representan, sino a toda la población, mayoría y minorías. El uso de la aritmética legislativa para imponer su criterio sin discusión alguna vuelve a las minorías parlamentarias y a la población a la que representan—a los que votaron por ellos y a los que no, pero que simpatizan con sus ideologías—políticamente impotentes, convirtiéndolas en simples espectadoras incapaces de hacer valer el pluralismo político, base de un Estado de derecho. Bajo esta lógica aritmética, no hace falta la inteligencia individual ya que los diputados actúan como autómatas programados para levantar la mano o presionar el botón para aprobar los decretos prefabricados en Casa Presidencial, como se hacía antes.

Entonces, si es esta irrelevancia política la que siempre se ha criticado y la que vuelve innecesario tener 84 diputados que obedecen los designios de sus líderes políticos o de sus financistas, aprobando o rechazando propuestas según se les indique, sin ninguna discusión, ¿en qué han cambiado las cosas? En nada. Ahora tenemos pigmeos políticos que se volvieron gigantes sin mente propia, a la espera de las órdenes de sus líderes, incapaces de actuar de acuerdo con la razón, el conocimiento y la conciencia. Los mismos funcionarios del Gobierno dicen que para qué se van a discutir los decretos si de todos modos serán aprobados por la mayoría. En otras palabras, el debate entre los que apoyan y los que se oponen a una propuesta está ahora fuera de la ecuación parlamentaria.

Es aquí, en este punto, en dónde las minorías juegan un rol importante en las democracias. Tienen el compromiso de utilizar la razón, la argumentación sólida, la independencia de pensamiento, la inteligencia y la honestidad para oponerse a los ciervos del poder que se escudan en la aritmética para imponer el criterio de sus amos. El sistema democrático le garantiza a la mayoría que sus propuestas siempre serán aprobadas, por mayoría, pero también, el sistema democrático les permite a las minorías demostrar que, aunque en desventaja aritmética, sus planteamientos y su acercamiento a la verdad no pueden ser refutados por la fuerza bruta de la mayoría, aunque estos ganen las votaciones en la Asamblea. La discusión profunda de los temas de país, su argumentación y contraargumentación, tanto por las minorías parlamentarias como por la sociedad civil, legitima la toma de decisiones en el seno del congreso.

Hay que admitir que, basándonos en la historia legislativa del país, el planteamiento anterior parece utópico, ya que la regla ha sido que los diputados respondan a algún poder fáctico y rara vez han hecho gala de su inteligencia e independencia de pensamiento. Esto no tiene que seguir siendo así. El pueblo salvadoreño votó, como lo pregona el partido de Gobierno, por un nuevo país, democrático, soberano e independiente, en el que las prácticas del pasado fueran solo historia, recuerdos de lo que hemos superado para la construcción de una democracia moderna. Ahora es el momento para que todos los partidos políticos representadas en la Asamblea demuestren que están a la altura de la responsabilidad y representatividad que el pueblo les ha otorgado. No se votó para la continuidad de las prácticas corruptas de los gobiernos pasados ni por la imposición de decisiones unilaterales de una nueva, o tal vez no tan nueva, élite de poder.

Es responsabilidad del partido mayoritario incluir a los partidos minoritarios en la toma de decisiones para que estos participen en el ejercicio del poder, que es su derecho, y garantizar así la pluralidad. Por consiguiente, para que el sistema democrático funcione apropiadamente, no debe excluir la participación de las minorías ni silenciarlas, ya que esto daña el equilibrio de poderes y lo despoja de cualquier atisbo de pluralidad. Si el objetivo es construir un sistema democrático sólido, no se debe seguir con las prácticas políticas hegemónicas del pasado.

La mayoría absoluta no significa el poder absoluto ni la reducción de las minorías a la “irrelevancia aritmética”, como lo ha manifestado el presidente de la República en diversas ocasiones. Las minorías pueden contribuir cualitativamente a la construcción de un mejor país. Al tomar en cuenta las ideas y propuestas de las minorías se puede llegar a la toma de decisiones más acertadas e informadas que redunden en el beneficio de la sociedad en general. Para que esto funcione, las minorías políticas deben demostrar que son capaces de generar argumentos sólidos y convincentes, basados en la razón y el conocimiento para sostener sus propuestas o contrapropuestas. Esperemos que la oposición nos demuestre que esta no es también solo una utopía.

Aristóteles sostenía que para el desarrollo de la regla de la mayoría en una democracia debía verificarse, antes de tomar una decisión, la ausencia de cualquier otro criterio más ventajoso, conveniente o adecuado que la justificase. En otras palabras, aunque la mayoría cuente con los votos necesarios para aprobar cualquier decisión, es necesario escuchar las voces de las minorías antes de actuar. Si la posición de la minoría no tiene una argumentación sólida, hay que descartarla, pero si sí la tiene, entonces hay que tomarla en cuenta.

Para ilustrar la importancia de la opinión de las minorías, consideremos el siguiente evento hipotético. En un vuelo trasatlántico, descubren una bomba programada para explotar en 15 minutos. Al tratar de desarmarla, se dan cuenta de que tiene tres alambres—uno verde, uno rojo y uno amarillo—que conectan la bomba a un cronómetro. ¿Cuál desconectar para que la bomba no explote? Entre los 100 pasajeros y tripulantes, el capitán utiliza su autoridad para decidir que hay que cortar el verde porque debe ser como los semáforos, que el verde es para seguir adelante. La mayoría lo apoya, porque es el capitán. Sin embargo, hay un experto en explosivos a bordo que dice que hay que cortar el rojo. Si estuvieran a bordo, a quién le daría su apoyo, ¿al capitán o al experto en explosivos? La respuesta es obvia: seguiríamos la propuesta del experto. Pero si el experto no tiene la oportunidad de expresar su opinión, o se le ignora porque su voz es opacada por la mayoría, se cortaría el alambre equivocado, afectándonos a todos por igual.

El voto mayoritario que recibió el partido de gobierno en las pasadas elecciones no es una carte blanche para que haga lo que quiera y pisotee la Constitución. Es un voto de confianza para que el gobierno actual abandone las prácticas nefastas del pasado y avance por el sendero de la democracia y la prosperidad. Los nuevos gobernantes deben tener en cuenta que la democracia no es un juego de azar en el que el que gana se lo lleva todo, ignorando los derechos de las minorías. El grupo mayoritario debe evitar la tentación de transformar el poder otorgado por el pueblo en una tiranía “democráticamente” electa. La muestra de poder de la que ha hecho gala Nuevas Ideas en su función legislativa demuestra, sin lugar a duda o interpretaciones, que las prácticas de matonería política que el pueblo condenó en el pasado, siguen siendo las prácticas del presente.

Jorge Lemus es profesor investigador de la Universidad Don Bosco y secretario de la Academia Salvadoreña de la Lengua, correspondiente a la RAE. Tiene un Doctorado en lingüística por la Universidad de Arizona y fue nombrado Premio Nacional de Cultura en 2010.
Jorge Lemus es profesor investigador de la Universidad Don Bosco y secretario de la Academia Salvadoreña de la Lengua, correspondiente a la RAE. Tiene un Doctorado en lingüística por la Universidad de Arizona y fue nombrado Premio Nacional de Cultura en 2010.

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