Columnas / Política

Ortega tiene el beneplácito de los autócratas centroamericanos en ascenso

Dada la flagrante naturaleza de la ofensiva de Ortega, lo esperado era que los gobiernos vecinos se distanciaran. La generación actual de líderes, sin embargo, tiene poco o nulo interés en hacerlo.

Sábado, 26 de junio de 2021
Will Grant

Fue justo después de la Navidad de 1974.

La crema y nata de la alta sociedad nicaragüense sorbía vino fino y comía canapés en la ostentosa casa del exministro de Agricultura, José María “Chema” Castillo, ignorando que a su alrededor, en la oscuridad, 13 tropas élite sandinistas esperaban afuera parqueados, con las armas cargadas, esperando una señal.

Una vez que los guerrilleros vieron que el embajador estadounidense Turner B. Shelton dejó la festiva velada en casa de Castillo, supieron que era su momento de actuar. Salieron disparados de sus carros y abrieron fuego. Aunque Castillo fue asesinado en el ataque inicial, los rebeldes tomaron como rehenes al resto de los integrantes de la fiesta de un solo golpe. Entre ellos estaba el cuñado del general Anastasio Somoza –quien además era el embajador nicaragüense en Estados Unidos–, uno de los primos de Somoza y el ministro de Relaciones Exteriores de Nicaragua.

La redada fue un duro golpe para Somoza, quien había reasegurado a Washington, de lo más tranquilo, que el levantamiento del FSLN no era nada por lo cual preocuparse, que él había aplastado su guarida. Fue entonces cuando el detestado dictador nicaragüense no tuvo otra opción que ceder ante las demandas de los insurgentes: un millón de dólares en efectivo, la liberación de 14 presos políticos y paso libre hacia Cuba para liberar a los sandinistas.

Así fue como el joven Daniel Ortega pasó de la prisión La Modelo, donde había estado sufriendo siete años por robar un banco (ejecutado para financiar la causa sandinista) a abordar un viaje hacia La Habana. El asalto en la fiesta de Chema Castillo fue un momento decisivo, tanto para los esfuerzos revolucionarios de liberar a Nicaragua de las garras de Somoza, como para Daniel Ortega.

Durante su período de formación en Cuba, Ortega aprendió mucho de Fidel Castro, específicamente sobre cómo una guerrilla insurgente puede lograr una victoria contra una Fuerza Armada fuertemente respaldada por Estados Unidos.

Cada vez queda más claro que también aprendió mucho sobre cómo anular cualquier amenaza significativa a su férreo control del poder.

Uno podría pensar que Ortega estaría eternamente agradecido con los hombres que lo liberaron de prisión, y que les guardaría una alta estima y gratitud por el resto de su vida. Hugo Torres fue uno de los que blandió la ametralladora aquella noche en la residencia de Chema Castillo en 1974, en la que se tomaron las armas para asegurar la libertad de los prisioneros políticos.

46 años más tarde, Torres tuvo tiempo de grabar un mensaje antes de que los hombres de Ortega golpearan su puerta para arrestarlo por traición, según lo estipula la controversial Ley 1055: “Estos son golpes desesperados de un régimen moribundo”, dijo Torres, “que no tienen ninguna justificación institucional o jurídica”. Luego acusó a su antiguo camarada de armas de “traicionar” los valores que alguna vez compartieron.

Cualquiera que tenga un ojo puesto en la política centroamericana sabe que Hugo Torres es uno de los tantos opositores que han sido detenidos en la embestida contra la disidencia impulsada por Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo. Entre los que están en prisión o en arresto domiciliario están cinco candidatos presidenciales, altos oficiales sandinistas y periodistas. La crudeza y la arbitrariedad de estos arrestos ha provocado la condena internacional.

Pero la represión de Ortega contra sus oponentes tiene varios años sucediendo. En 2018, la demostración de rabia en las calles dejó a más de 300 personas muertas, siendo la gran mayoría de ellos protestantes antigobierno. Poco después todas las manifestaciones fueron proscritas.

A día de hoy, cualquiera que organice el más mínimo evento contra Ortega corre el riesgo de ser encarcelado inmediatamente. La violencia estatal contra los manifestantes de hace tres años y la oleada de arrestos de sus rivales electorales en el último mes demuestran que Ortega y Murilla están dispuestos a no parar con tal de aferrarse al poder. 

Para muchos, 2018 fue el momento en el que sus máscaras por fin se cayeron. “Ortega es el sucesor de la dinastía somocista”, me dijo Dora María Téllez en una llamada vía Skype en aquel momento, mientras sus ojos contenían la furia. Una excomandante sandinista como Téllez se había estado escondiendo en los últimos años por miedo a su seguridad. Aun así, no tenía dudas del paralelismo entre Ortega y el hombre al que habían derrocado unas décadas antes. “La familia de Daniel Ortega y Rosario Murillo son los sucesores del legado de Somoza. El modelo que han impuesto en Nicaragua es exactamente el mismo que Somoza y su familia impusieron en los años 60 y 70”.

Si el audaz ataque de Hugo Torres al somocismo en 1974 no lo salvó de las disparatadas acusaciones de traición de Ortega, tampoco lo haría el de Dora María Téllez en agosto de 1978. Ella fue la Comandante Dos en la famosa Operación Chanchera, en la cual un puñado de rebeldes del FSLN tomaron como rehenes a todos los ocupantes del Congreso, acción que nuevamente llevó a Anastasio Somoza a una humillante derrota, una de la cual nunca se recuperó.

En la Nicaragua de Ortega, sin embargo, la historia sandinista no cuenta para nada. Su lógica es simple: cualquiera que se convierta en un peligro para el gran hombre y su esposa debe enfrentar las consecuencias de tal “traición” contra Nicaragua.

Dada la flagrante naturaleza de esta ofensiva, lo esperado era que los demás gobiernos centroamericanos se distanciaran de Ortega o que incluso actuaran de manera coordinada para condenar a su gobierno. La generación actual de líderes en la región, sin embargo, tiene poco o nulo interés en pronunciarse sobre los abusos en Nicaragua. 

El presidente hondureño Juan Orlando Hernández también es conocido como “co-conspirador 4” en los juzgados de Nueva York por sus supuestos vínculos con una argolla de tráfico de drogas. Su hermano menor fue sentenciado recientemente a cadena perpetua más 30 años de prisión por introducir toneladas de cocaína en Estados Unidos. Un exjuez hondureño me describió al gobierno como uno muy podrido desde el interior, y llamó a Honduras un “narcoestado corrupto”.

De hecho, los fiscales estadounidenses que llevaron los casos en Nueva Yoek dijeron que el presidente Hernández estaba involucrado en nada más y nada menos que un “Estado patrocinador del tráfico de drogas”. Esta es una caracterización extraordinariamente condenatoria y una contra la cual la administración Biden no está dispuesta a actuar por ahora, en parte por la preocupación de que entre más inestabilidad exista en Honduras habrá más motivación para migrar como indocumentados al norte. 

El líder salvadoreño parece igualmente reacio a condenar la extralimitación constitucional de Ortega. Nayib Bukele, el presidente hipster de 39 años –que usualmente viste una gorra blanca de beisbol hacia atrás y que recientemente incluyó resplandecientes ojos bitcóin azules en la foto de perfil de sus redes sociales– se ha tomado el poder de manera atroz por su cuenta. El anuncio reciente de que el Bitcóin se convertirá en moneda de curso legal en El Salvador ha sido un golpe maestro para distaer la atención de la movida que en mayo decapitó al más alto tribunal del país de sus cinco jueces. Washington ha dicho abiertamente que considera a Bukele un autócrata en ciernes. Pero las medidas tomadas para redistribuir ayuda económica y castigar a Bukele ha tenido poco efecto hasta ahora, reduciendo a los oficiales del Departamento de Estado a tirarle tuits.

De entre los países del norte de Centroamérica, solo queda Guatemala, el cual fue intencionalmente seleccionado como el destino del primer viaje internacional de la vicepresidenta Kamala Harris. Sin embargo, si se trata de que el presidente Alejandro Giammattei será la voz de la autoridad moral en Centroamérica, las cosas están peor de lo que parecen. Durante la conferencia de prensa que ofreció de manera conjunta con Harris, fue visible su molestia cuando la vicepresidenta lo puso a él y a su administración como centro del problema de corrupción en la región, no como la solución. La realidad es que él se opuso a la Cicig, la popular comisión contra la corrupción, y en su lugar conformó una comisión presidencial sin dientes.

Washington no dudará en reprender públicamente a los líderes centroamericanos por el incremento de sus acciones autocráticas y gobernanza corrupta. Es más, incluso impondrán sanciones a Ortega. Pero no hay otro lugar en Centroamérica en donde la palabra de Washington sea más hueca que en Nicaragua, donde la dinastía asesina de Somoza fue completamente respaldada por las administraciones estadounidenses, hasta que Jimmy Carter perdió la paciencia.

Vestido siempre con su traje verde oliva, Ortega fue considerado por Washington –después de Fidel Castro– como la gran bestia negra de la Guerra Fría, descrito por Ronald Reagan como un “dictador que vestía lentes de diseñador”. Pero su reciente personificación de pseudo teleevangelista en camisetas blancas sin cuello es, en general, más preocupante para los nicaragüenses. La ley contra los “traidores de la patria”, creada por Ortega para encarcelar a sus críticos, es, sin duda, una de la que el mismo Somoza habría estado orgulloso.

*Versión en español traducida por María Luz Nóchez

Will Grant es corresponsal de la BBC en Latinoamérica desde 2007 y es autor del libro
Will Grant es corresponsal de la BBC en Latinoamérica desde 2007 y es autor del libro '¡Populista! The Rise of Latin America's 21st Century Strongman'. Su trabajo está basado en La Habana y Ciudad de México.

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