Cuando Oliver Stone se propuso dirigir Salvador, su carrera estaba en un punto de inflexión. Quería ser director de cine, pero las dos primeras películas que dirigió, Seizure (1974) y The Hand (1981), fueron fracasos críticos y de taquilla. Tenía cuarenta años, un hijo recién nacido, casi dos décadas fuera de la escuela de cine, y el único éxito profesional que había tenido hasta la fecha era como escritor, incluyendo el guion de Scarface (1983), la película sobre mafiosos. Al elegir la guerra civil de El Salvador como tema de su próxima película se estaba perjudicando a sí mismo. Era un tema controvertido que iba a ser difícil de vender al público. Luchó por conseguir financiamiento y contrajo una deuda personal significativa para sacar adelante el proyecto.
La idea de Salvador surgió de la reunión fortuita de Stone en 1984 con un excéntrico periodista estadounidense llamado Richard Boyle, quien en algunas ocasiones había cubierto el conflicto salvadoreño como corresponsal. Cuando conoció a Stone, estaba tratando infructuosamente de escribir un libro sobre sus experiencias. Stone se sintió atraído por la excentricidad de Boyle y también por la dinámica política de El Salvador. Stone era veterano de Vietnam y sus experiencias allí lo habían convertido no solo en opositor a esa guerra, sino, también, de manera más general, en crítico implacable de la política exterior estadounidense de la guerra fría. Salvador coincidía con su posición política. Stone y Boyle decidieron colaborar en el guión de Salvador. Cuando terminaron el primer borrador en 1985, fueron a El Salvador a buscar posibles locaciones de filmación. En retrospectiva, Stone admite que fue una locura pensar que podían filmar una película en El Salvador en medio de un conflicto armado. El viaje duró solo unos pocos días y, al final, filmaron la película en México. No obstante, la descripción de Stone de su viaje presenta la imagen de un forastero neófito, pero muy conocido, que tuvo un papel descomunal en la presentación del conflicto armado de El Salvador al mundo a través del medio cinematográfico.
Desde la perspectiva de quienes estudiamos El Salvador y buscamos comprender mejor su historia en sus propios términos, la película Salvador es una obra profundamente desacertada. Dejando de lado las inexactitudes históricas y las sobredramatizaciones que el mismo Stone admite, el principal problema es que el personaje de Richard Boyle, interpretado por el actor estadounidense James Woods, es la fuerza impulsora de la película. El Salvador y su conflicto armado son meros telones de fondo del carácter de Boyle y las elucubraciones ideológicas de Oliver Stone sobre la política exterior de Estados Unidos canalizadas a través de la boca de Boyle. Todos los demás personajes de la película, sobre todo los salvadoreños, son planos y estáticos. El único personaje redondo y algo complejo es Boyle, lo que parece un artificio autobiográfico, dado que fue coautor del guion. Creo que deberíamos tomarle la palabra a Stone cuando dijo en una entrevista en Los Angeles Daily News (26 de marzo de 1986), poco antes del estreno de la película: “No me propuse hacer una película con mensajes sobre El Salvador, quería hacer una película sobre un corresponsal”. Salvador podría haberse ambientado en cualquier país en desarrollo que estuviera atrapado en la política de la guerra fría de la época, y el guion apenas habría necesitado cambios.
La descripción de Stone de su viaje a El Salvador con Boyle en 1985 en Chasing the Light prueba el punto. Stone revela que no sabía casi nada sobre El Salvador. Su principal informante fue Boyle, cuya disfuncionalidad domina el relato del viaje de Stone. A través de los contactos de Boyle, Stone conoció a algunos oficiales de alto rango en el Ejército, e hizo sus rondas a otros sitios y ciudades relevantes. La totalidad de su descripción tiene solo cinco páginas. Un sorprendente número de escenas en Salvador se asemejan a las descripciones que ofrece de sus pocos días en el país en 1985. Claramente, el viaje lo impactó o, más probablemente, ese aislado y superficial encuentro le proporcionó el único material de primera mano sobre El Salvador con el que tenía que trabajar.
En cierto nivel, deberíamos estar agradecidos de que Stone haya dirigido Salvador. Lo hizo con un gran riesgo personal y profesional y, a pesar de los defectos de la película, generó conciencia internacional sobre el conflicto salvadoreño. Sin embargo, la ambición de Stone era hacerse un nombre en Hollywood y construir una carrera como director de cine. Entender los matices de una tragedia como la de El Salvador, y quizás desafiar sus propias nociones preconcebidas, fue para él algo tangencial. Por lo tanto, cualquier imagen o significado que se derive de Salvador siempre estará definido por esas limitaciones.
PASAJES DE LA OBRA DE STONE
Primera impresión de El Salvador
Alex Ho [el futuro productor de cine de Stone] me acompañó en el horrible vuelo. Encontramos a Boyle en el aeropuerto de San Salvador. Estaba en su elemento: “Amo este maldito país. Sin yuppies, sin controles de computadora, no necesitas ni licencia de conducir. ¡Odio los países eficientes!” Sin embargo, ¿estaba diciendo Richard que aquí teníamos la infraestructura para filmar la película?
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Reuniones con importantes oficiales del Ejército
Boyle había preparado una versión falsa de dos páginas de nuestro guion, intencionalmente sesgado para mostrar a los militares salvadoreños como los buenos, y representando a los rebeldes como comunistas homicidas. El plan era conseguir que los salvadoreños cooperaran con nuestra producción. Boyle nos llevó a conocer a su viejo amigo, el teniente coronel Ricardo Cienfuegos, en el Ministerio de Defensa, un personaje de relaciones públicas conocido por los periodistas como “Ricky”, a quien pareció gustarle el “guion” cuando lo leyó allí mismo frente a nosotros. Dijo que nos llevaría con el general Blandón, el jefe del Estado Mayor, para una respuesta rápida. Guau. Boyle nos estaba impresionando después de todo, nos explicó que dado que los militares dirigían el lugar el gobierno civil accedería a cualquier cosa. Por supuesto, había una gran ironía en el hecho de que los “malos” eran realmente los militares, alineados con los notorios escuadrones de la muerte de derecha y el régimen anticomunista de Reagan en los Estados Unidos. Después de haber conseguido el hardware salvadoreño para nuestra producción y filmado las escenas de batalla, nuestro plan era rectificar esta percepción errónea yendo a México para filmar a los guerrilleros en sus escenas de batalla como los verdaderos agentes de cambio. Era un plan audaz, muy arriesgado, pero si funcionaba, sería genial. Tal era el poder de mi deseo, francamente debo haber estado loco para pensar que esto realmente podría funcionar.
Reunión con el ministro de Turismo
Cuando nos reunimos con Blandón, que tenía una reputación difícil, le impresionó Gloria, nuestra recién contratada secretaria. Una mujer bilingüe, elegantemente sexy, a quien Boyle había reclutado sabiamente por unos cuantos dólares. Leyó el guion en el acto, o fingió hacerlo, y dijo que le gustaba, aunque necesitábamos obtener la aprobación del general Vides Casanova en el Ministerio de Defensa. Vides era el capo. Nadie mencionó a José Napoleón Duarte, el presidente, pero en el impulso del momento, lo fuimos a visitar al palacio, donde fuimos bloqueados por la seguridad y nos desviaron al Ministerio de Turismo y Comercio. Boyle hizo que Gloria volviera a trabajar los teléfonos de nuestro hotel. Ella era eficiente y nos llevó a ver al ministro de Turismo, que era un tipo clave cercano a Duarte. Le gustó el guión. “Todo lo que quieras, lo queremos para ti”, dijo. “Sería bueno para el turismo aquí”. ¿Qué turismo? La ciudad estaba sucia y mal pavimentada. ¿Tal vez en el campo, donde la guerra hacía estragos? Pero explicó que nuevamente aquí la vida era segura porque un poderoso Ejército estaba a cargo.
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El ojo del director de cine
Boyle regresó a ver a Cienfuegos, quien ahora quería que verificáramos con el general de la Fuerza Aérea el préstamo de algunos helicópteros. Todo era factible, nos dijo Boyle, estaba seguro de ello. “Solo tenemos que maniobrar por la burocracia del estudio [de cine] desde aquí. ¡Por menos de cincuenta mil dólares podemos orquestar un ataque en helicóptero contra la guerrilla al estilo de [la película de Francis Ford Coppola] Apocalipsis Ya!” Todo esto dentro del presupuesto proyectado de $500 000 del préstamo bancario estadounidense que presumiblemente iba a obtener. ¿Por qué no? Alex Ho era silenciosamente cínico, pero asintió con la cabeza que era concebible. Ahora tenía visiones de un equipo de documentales de ocho hombres y dos furgonetas recorriendo el campo. Este guion que habíamos comenzado en diciembre, hace menos de un mes, ¡en realidad estaba llegando a buen término! A veces, cuando realmente quieres hacer una película, simplemente comienzas, y a veces te alcanza.
Se corría la voz sobre nosotros, y pasamos por la sede del partido fascista Arena en un cuartel bien protegido (un pequeño fuerte militar) bordeado de alambre de púas. Fuimos recibidos calurosamente por Francisco Mena Sandoval, el número dos de d’Aubuisson. Me fascinaron sus ojos asesinos magnéticos, de la misma manera que él, a su manera, estaba fascinado conmigo, el escritor de [Scarface] Caracortada. Finalmente, esa película me estaba sirviendo para algo práctico, mejor que en Hollywood. Mena preparó nuestra visita a la Asamblea Nacional para el día siguiente, y nos invitó al santuario interior de la reunión del partido Arena cinco días más tarde. Ahí pude conocer al “Mayor Bob”, Roberto d’Aubuisson, el líder del partido, el más alto honor de todos. Esa tarde adquirimos todo tipo de parafernalia de Arena, el equivalente centroamericano de los emblemas nazis, y brindamos con tequila con hombres de aspecto duro luciendo pistolas en fundas en sus caderas, dándome palmadas en la espalda mientras realizaban sus escenas favoritas con brindis al protagonista de Scarface Tony Montana— “¡Mucho coliandes!” [sic] (¡Muchos huevos!) “ Ratta-tat-tat! ¡Maten a los cabrones comunistas!” ¡Yo era “muy macho”!
Nos dirigimos a la Puerta del Diablo, la “Puerta del Diablo”, un conjunto de acantilados en las afueras de la ciudad donde antes se reunían los amantes y ahora los escuadrones de la muerte arrojaban a sus víctimas, un recordatorio inquietante de la verdad detrás de las sonrisas. Me preguntaba por qué los salvadoreños eran tan crueles en sus formas de matar, y Boyle, confundiendo diferentes culturas mesoamericanas, especuló: “Como los aztecas, ya sabes, cuando se descuartizaban entre sí y cocinaban la cena”. En el infame lupanar de Gloria, donde el consumo de alcohol iba paralelo a cualquier investigación, conocimos a varios extranjeros: asesores militares, tipos de la CIA, chusma varia y periodistas. Era el lugar de reunión favorito de Boyle, y durante tres noches seguidas desapareció con una u otra de las noventa chicas que trabajaban allí. A $30 la noche por chica, se las arregló para soplarse los $300 que le habíamos confiado en concepto de fondos para reconocer el terreno.
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Cerca de la acción
Le di a Boyle más dinero en efectivo, y nos encaminamos hacia el norte en nuestro coche alquilado, más cerca de las áreas rebeldes aún activas. En el Puente de Oro, pasamos a los soldados del Gobierno en un enorme puente cortado por la mitad por las bombas, cables de suspensión retorcidos yacían inútiles, el viento soplaba a través de un silencio espeluznante, el sonido distante de la artillería del Gobierno reanudaba una sensación de guerra. Condujimos a través de una vía de ferrocarril sobre un puente desvencijado en San Vicente, sede de la 5ª División de Infantería. El viejo “amigo” de Boyle, un capitán Núñez, un oficial entrenado por la aviación estadounidense, estaba ahora a cargo de cuatrocientas tropas de élite —unidades cazadoras-asesinas conocidas como “cazadores”— que nos dijeron que trece tropas regulares habían sido asesinadas el día anterior en patrulla. En Vietnam eso significaba algo, pero aquí la vida parecía más barata. También nos dijo que un habían volado un tren más al norte, dejando treinta civiles muertos, y que había fuertes combates en la zona. Esta guerra definitivamente no había terminado en 1985. Fuimos a una base de la fuerza aérea, donde un coronel Novoa no recordaba a Boyle y despreciaba a los reporteros, por lo que Boyle asumió su rutina de “odio a los reporteros” y, sin más, sacó un recorte amarillento de un artículo de periódico que había escrito años antes, recordando a Novoa una vez más de su heroico papel “en la gran guerra de fútbol del 69 contra Honduras”. No importa lo loco que parecía Boyle, había un método en su locura, porque ahora a Boyle le caía bien a Novoa y nos invitó a cenar, compartiendo con nosotros historias pintorescas, probablemente muy exageradas. Todavía estábamos esperando a los jefes militares en la capital, pero, según Boyle, todo se veía muy bien.
Nos dirigimos a La Libertad, en la costa, un antiguo lugar de surf conocido en los EE.UU., donde Boyle había conocido a “la mujer de sus sueños”, María, que desde entonces se había refugiado en Guatemala. A menudo los salvadoreños más pobres sin “cédula” (documentos de identidad apropiados) se metían en problemas con las autoridades y, temiendo la muerte a manos de los paramilitares de derecha, huían del país si era posible. La ciudad en sí era de ensueño: el surf, las pequeñas chozas en la playa donde nos acostamos en hamacas alquiladas, los mariscos, los monstruos babeando “Tic Tack” caminando por la ciudad como zombis, sus cerebros obnubilados con “Tic Tack”, el barato aguardiente nacional. También visitamos un orfanato con unos doscientos niños dirigido por unas valerosas monjas irlandesas, que recordaban con cariño el gran corazón de Richard.
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Richard Boyle
Me preocupaba, no había más noticias de Gloria en la capital, ni progreso real. Los mosquitos me atacaban toda la noche en la habitación. No tenía ningún deseo de confiar mi cuerpo a las sábanas mugrientas. Fui a buscar a Boyle al amanecer y lo encontré con la “secretaria”, otra prostituta, y una botella de ron barato. No dije nada; mis ojos lo decían todo. Mientras bebimos café fuerte en la plaza llena de basura del pueblo de mierda, los buitres masticando todo lo que podían encontrar, le di una oportunidad más, una prueba de autocontrol. Tres días para que me demostrara. ¡Sin alcohol, o sin película! Él prometió, pero las palabras no significaban lo mismo para Richard que para mí. Se mantendría relativamente sobrio durante unos días, pero como dijo mi padre, un hombre puede virar a la izquierda o a la derecha, pero al final siempre regresa a su naturaleza básica, y Richard era un alcohólico/drogadicto /lo que fuera, de gran corazón y bien intencionado. ¿Podría aceptarlo así para hacer esta película?
*Erik Ching es docente de historia en Furman University, Carolina del Sur. Su universidad acaba de concederle un importante honor al nombrarlo titular de la Cátedra de Historia Walter Kenneth Mattison. Los extractos son traducciones del libro de Oliver Stone Chasing the Light: Writing, Directing, and Surviving Platoon, Midnight Express, Scarface, Salvador and the Movie Game (Mariner Books, 2020).