En dos años, el rol de la Policía en las manifestaciones ciudadanas ha dado un giro drástico de la gestión de seguridad de los participantes a la intimidación y vigilancia sospechosa de quienes participan. Este cambio es altamente preocupante de cara a un gobierno que deslegitima y ridiculiza el descontento de las calles y que, al mismo tiempo, ha equipado a la institución policial de herramientas para la vigilancia y el registro de información de la población, sin mayor control ni rendición de cuentas.
Históricamente, ante la convocatoria de diversas marchas organizadas por las diferentes expresiones de la sociedad civil, la Policía ha tenido un rol de seguridad y protección. Era, por ejemplo, quien antes permitía el cierre de calles, gestionaba el tráfico y garantizaba que quienes se manifestaban pudieran tener la seguridad de apropiarse del espacio público con confianza y sin miedo. Este rol no se ha garantizado en las últimas marchas, al ser claramente convocadas desde el desacuerdo de algunas medidas gubernamentales. La Policía ha optado por no brindar servicios de protección a quienes se manifiestan con la excusa de que pudieran provocarles y usar su respuesta para señalarles de violentos.
En la marcha del 15 de septiembre, la falta de presencia policial estuvo acompañada de la ocurrencia de dos hechos de daño a la propiedad, donde las instituciones de seguridad no pudieron responder de manera oportuna, mucho menos prevenir estos eventos. Particularmente, la quema de una motocicleta, donde si bien hubo respuesta inmediata por parte del cuerpo de Bomberos de El Salvador, según participantes que presenciaron el hecho, no se resguardó la seguridad de quienes se encontraban cerca del incendio al introducir el camión de bomberos al lugar a alta velocidad. El otro evento fue la destrucción de un cajero Chivo. De ninguna de las dos se conoce, hasta la fecha, la determinación de responsabilidades por parte de las autoridades.
La Policía, sin embargo, tuvo un papel más activo en la marcha del pasado 17 de octubre. Se instaló en diversos puntos que conectan la capital con el resto del país con retenes cuya finalidad era revisar, retrasar e intimidar a la población que se conducía a la marcha. Los abusos cometidos por agentes de la Policía durante estas detenciones arbitrarias se lograron documentar gracias a la misma población que tomó videos y fotografías de los policías que les intimidaron y amenazaron, así como por parte de periodistas que se movilizaron hasta estos puntos y pudieron registrar los hechos. La Revista GatoEncerrado publicó un podcast luego de esta marcha, en donde personas que fueron detenidas por la fuerza policial compartieron las formas en que esta impidió su libre circulación y el ejercicio de sus derechos de manifestación y protesta.
Pero eso no fue todo. La Policía, además de ejecutar la estrategia de retenes para frenar la participación de la población en la marcha, también intentó legitimar estas acciones. Posterior a la marcha se dio a conocer que la PNC había compartido con las distintas delegaciones policiales lineamientos para esta actividad. El documento “Protocolo de actuación para la intervención policial ante actos de protesta que generen concentraciones y movilizaciones de personas”, fue girado el 16 de octubre por la Comisionada Zoila Palma Noguera, subdirectora General de la PNC, con carácter de información urgente. Este contiene una serie de lineamientos preocupantes en torno a la garantía de derechos humanos, ejercicios intimidatorios por parte de la institución y uso de equipo tecnológico para el control, la vigilancia y la captura de información personal de quienes participan en estas manifestaciones.
En primer lugar, el Protocolo se enmarca en el cumplimiento de la línea estratégica 1, Represión de la criminalidad, cuya acción operativa 1.1. ordena “implementar acciones operativas para el control territorial a fin de reducir la incidencia delictiva, para mejorar la tranquilidad, orden y percepción de seguridad en el área urbana y rural”. El protocolo asume, pues, las marchas y concentraciones desde una perspectiva de seguridad pública con riesgo de que en estas se generen acciones delictivas. Aunque indica que cada persona tiene derecho a asociarse, manifestarse y protestar, también valora que como estas realizan bloqueos de carreteras y pueden ocasionar desórdenes públicos –como quema de llantas–, y congestionamiento vehicular que, según el documento, “perjudican la economía y desarrollo del país”. Estas marchas se adjudican, por parte del Protocolo, a partidos políticos de oposición, organizaciones de sociedad civil y sindicatos. Además, menciona de manera particular a la asociación de veteranos militares de la Fuerza Armada y a excombatientes del FMLN.
El Protocolo no se queda ahí, también establece en lineamientos generales de actuación que “al tener información del desarrollo de actividades de protesta organizadas por veteranos y excombatientes FA/FMLN, y otras organizaciones y movimientos sindicales, la subdirección de Inteligencia deberá garantizar que las dependencias centrales desarrollen actividades de levantamiento de información que genere producto de inteligencia que permitan a la superioridad la toma de decisiones”. A ello se suma la orientación de que las jefaturas de delegaciones policiales envíen de inmediato a los Departamentos de Inteligencia la información recabada sobre estas acciones de protesta, toma de instalaciones, cierre de fronteras y carreteras.
Un elemento llamativo del Protocolo es la autorización a hacer uso del sistema de videovigilancia de la División de Emergencias 911 con el fin de garantizar el control y seguimiento de las diferentes marchas y concentraciones de protesta. Además, manda a la Subdirección de Áreas Especializadas Operativas de la PNC a garantizar el monitoreo por medio de patrullajes aéreos virtuales, a través del uso de drones, en cada una de las marchas y concentraciones que se realicen.
El uso de estas herramientas tecnológicas, como el sistema de cámaras y drones, para el seguimiento, control y vigilancia de estas acciones ciudadanas pone en un nuevo escenario de riesgo a la población. El Salvador no cuenta con normativa suficiente que permita regular el uso de estas herramientas por parte de instituciones del Estado. Principalmente en torno a la utilización que se hace de estos equipos, la información recogida, el uso de esta información y las implicaciones sobre derechos fundamentales, como el derecho a la intimidad, la privacidad y el derecho a la autodeterminación informativa, entre otros.
Recientemente, el país firmó un préstamo de $109 millones de dólares con el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) para apoyar la implementación de la fase III del Plan Control Territorial, orientado a la “Modernización” de la Policía y la Fuerza Armada. Este préstamo incluye la ampliación del sistema de videovigilancia 911 de la PNC, a través de la compra e instalación de 4075 cámaras para 21 municipios del país, que permita lectura de matrículas vehiculares y con capacidad de video de 360°, inclinaciones y ampliaciones, el cual contará con un sistema que permita el reconocimiento facial.
Quiere decir que la Policía contará con 113 drones de vigilancia, entre ellos, 111 drones tácticos (diurno y nocturno) con capacidad de captura térmica, así como un dron de búsqueda y rescate (naval y terrestre) y un dron estratégico VANT (Vehículo Aéreo No Tripulado) de largo alcance.
Estos equipos que se propusieron para el antiguo enemigo común, las pandillas, ahora están dirigiendo sus cámaras hacia la población, el nuevo enemigo político del Gobierno: la “oposición”.
El Plan Control Territorial se ha vendido como una política altamente moderna y eficaz, colocando a la tecnología como herramienta para superar la etiqueta estigmatizante de “tercermundistas”. Una Policía con drones y cámaras de vigilancia que permita actuar con eficacia ante el cometimiento de un delito es la panacea esperada ante décadas de violencia, dolor y abandono. La tecnología, lo moderno, nos da la percepción de estar cada vez más cerca de llegar a ese otro mundo que nos prometen y que la población entera espera: un país sin pobreza, sin exclusión y desigualdad. Pero este paraíso no se logra con el manejo de las instituciones, menos las encargadas de la seguridad, de acuerdo al antojo y los intereses de quienes se encuentran en el poder.
Aunque la Asamblea Legislativa ha buscado aclarar que la prórroga al decreto legislativo sobre la prohibición de aglomeraciones, aprobado el pasado 20 de octubre, no busca la prohibición de manifestaciones, este decreto también faculta a la Policía a verificar el cumplimiento de medidas de bioseguridad y a suspender la entrada de personas, organizadores o asistentes que no cumplan con los requisitos mencionados.
Que la Policía cuente con nuevas herramientas, como drones y sistemas de recolección de datos personales, y la falta de regulación sobre su uso, no deberían de despertar alertas en todos los casos, pero en El Salvador sí. Los tres poderes del Estado se encuentran en manos de una persona, el presidente Nayib Bukele, y si es este quien define al enemigo, también puede usar todas las fuerzas estatales para combatirlo, ante la imposibilidad de la población de recurrir a una Fiscalía o a un sistema de justicia independiente que le proteja ante los abusos.
Las marchas serán el espejo en que la Policía y el Gobierno muestre su verdadero rostro. No todos los gobiernos logran lidiar con madurez ante el descontento social, pero dejar de lado la intimidación y la amenaza puede ser un primer paso para mostrar entendimiento y capacidad de gobernar desde la poca democracia que nos queda. Las próximas marchas serán, entonces, una muestra de hacia dónde nos dirigimos.