El 29 de marzo de 2017, la población salvadoreña celebró con alegría, esperanza y orgullo la aprobación de la Ley de Prohibición de la Minería Metálica. Esta victoria histórica de un país conocido principalmente por los altos niveles de violencia social, la sobrepoblación, la migración y el deterioro ambiental, convirtió a El Salvador en la primera nación del mundo en analizar con responsabilidad los altos costos de la industria minera y decir “No”. Sin embargo, a pesar de la vulnerabilidad ambiental de El Salvador, de la amenaza que representa la minería metálica y del fuerte y claro rechazo de la ciudadanía a esta industria, hay señales preocupantes que sugieren que el Gobierno de Nayib Bukele y su Asamblea Legislativa títere están considerando abrir la puerta de nuevo a la exploración y explotación de metales.
El Gobierno ha mostrado poco interés hasta la fecha en los temas ambientales, y sus políticas y prácticas confirman la ausencia de una conciencia ambientalista. Frente a la crisis financiera del país, el Gobierno ve a la minería metálica como fuente de ingresos para un Estado profundamente endeudado, y es ampliamente conocido que el presidente mantiene relaciones cercanas con grandes inversionistas en esta industria.
En lugar de cumplir con la actual ley de prohibición de la minería metálica, exigiendo poner fin a la minería metálica en todas sus formas, buscar opciones alternativas de vida para los mineros artesanales de San Sebastián y recuperar sitios mineros del pasado, el Gobierno ha promovido un Foro Intergubernamental sobre Minería, Metales y Desarrollo Sostenible invitando a miembros de la junta directiva de la Alianza por la Minería Responsable (ARM por sus siglas en inglés) para abrir un debate en el país sobre la “minería para el desarrollo sostenible”, revelando una intención clara que atenta contra los intereses del pueblo salvadoreño.
Aún más preocupante es la nueva Ley de creación de la Dirección General de Energía, Hidrocarburos y Minas, aprobada por la Asamblea Legislativa el pasado 26 de octubre. Entre sus objetivos plantea autorizar, regular y supervisar el funcionamiento de quienes participen en actividades de minería, sin distinguir entre la minería metálica y la no metálica. Propone, además, la obtención de recursos mineros como “deber de Estado” y establece como facultades de la nueva Dirección, entre otras cosas, establecer, mantener y fomentar relaciones de cooperación con instituciones u organismos extranjeros y multilaterales” vinculados al sector minero; licitar la exploración de áreas especiales donde se localizan yacimientos con potencial económico investigados; y coordinar con el Ministerio de Medio ambiente los procedimientos de evaluación de las propuestas de exploración de minas y canteras.
La nueva ley menciona una sola vez la Ley de Prohibición de Minería Metálica, planteando que “los reglamentos, instructivos, resoluciones, normas, acuerdos y otras disposiciones generales […] mantendrán su vigencia en todo lo que no se oponga a la presente, mientras no sean derogados o modificados expresamente”. Esta ambigüedad abre la puerta al retroceso en la garantía de derechos lograda con la prohibición de la minería metálica en 2017.
El tema central en el debate sobre la minería metálica en El Salvador siempre ha sido el agua, con la consigna “Sí a la vida, no a la minería”. Es ampliamente reconocido que El Salvador sufre de una crisis hídrica de enormes proporciones en términos de cantidad, calidad y acceso. Los ríos se están secando, los acuíferos más estratégicos de la nación están bajando de nivel en más de un metro por año, más de 90 % de los lagos y ríos están contaminados y comunidades sin acceso a este vital líquido, fuente de toda vida, están tomando la calle.
La minería metálica es una amenaza para el agua por el enorme consumo y por la contaminación con materiales tóxicos, tales como cianuro (un químico que puede matar a un ser humano en cantidades menores a de un grano de arroz), mercurio, ácido sulfúrico, ácido hidroclórico, plomo, arsénico, cadmio, magnesio y otras sustancias. Según un estudio de Oxfam América, Metales Sucios, “Cuando se trata de emisiones toxicas, la minería metálica es una de las industrias lideres”.
Dada esta realidad, grandes coaliciones sociales, junto con la Iglesia Católica, las iglesias protestantes, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, comunidades afectadas, organizaciones ambientalistas, instituciones académicas, organizaciones de pueblos indígenas y de mujeres y otros sectores importantes de la población apoyaron una propuesta de ley presentada el 6 de febrero de 2017 para prohibir la minería metálica en el país. Un sondeo de la UCA realizado en 2015 mostró que el 79.5 % de la población encuestada creía que El Salvador no era un lugar apropiado para la industria minera. En el mismo sondeo, 76 % de los encuestados se mostró inconforme con la apertura de proyectos mineros en sus municipios; 77 % consideraba que el Estado Salvadoreño debía prohibir definitivamente la minería metálica en el país y, a pesar de la crítica situación de desempleo en las comunidades encuestadas, el 86 % indicó que no tenía interés en trabajar en una mina.
Las empresas mineras, para ganar mentes y corazones, hablan de una nueva forma de hacer minería en armonía con el medio ambiente. Usan términos como “minería verde”, “minería moderna” y “minería responsable”, pero la práctica en Centroamérica, y a nivel mundial, nos enseña que no hay nada nuevo bajo el sol. Las minas de Centroamérica utilizan más de un millón de litros de agua diariamente. La mina Marlin en San Miguel Ixtlahuacán en Guatemala, considerada por el Banco Mundial como la más moderna en Centroamérica, usa más de seis millones de litros de agua al día, cantidad que usa una familia campesina en 30 años. Una mina de níquel a la orilla del Lago Izabal en el mismo país utiliza diariamente trece veces la cantidad de agua requerida para el pueblo cercano de El Estor. Según los pobladores de Valle de Siria en Honduras, una zona históricamente ganadera y de producción de granos básicos, la mina San Martín, en nueve años de operaciones, secó 19 de los 23 ríos originales de la zona. Y en El Salvador, solo en la etapa de exploración, la empresa minera Pacific Rim secó más de 20 nacimientos históricos de agua en la comunidad San Isidro, en Cabañas.
En lugar de reconocer la profundidad de la crisis y buscar soluciones duraderas, como la aprobación de una Ley General de Aguas y la reforma constitucional que reconoce al agua como derecho humano, la administración de Nayib Bukele sigue priorizando los intereses de la gran empresa sobre los intereses de las comunidades pobres, aprobando proyectos que amenazan sitios estratégicos de recarga hídrica mientras los defensores del agua en localidades, como Valle de Ángel en Apopa, la comunidad La Labor en Ahuachapán, y tantos más, son perseguidos, encarcelados y acusados de terrorismo.
Frente a todas estas realidades tan preocupantes, hay que resistir de nuevo los avances en políticas y prácticas rechazadas en el pasado que ponen en peligro la viabilidad de nuestra nación y la vida misma de nuestra ciudadanía.