Las imágenes del expresidente de Honduras, esposado de pies y manos y conducido por decenas de policías, quedarán como el símbolo indeleble del fin de un hombre que se creyó capaz de engañar a todo el mundo todo el tiempo, que puso al Estado hondureño al servicio del narcotráfico y que lo manipuló todo para conservarse en el poder.
No sorprende su captura ni su más que probable extradición a Estados Unidos para enfrentar, en la misma Corte donde antes fueron condenados su hermano y varios de sus exsocios, cargos por narcotráfico. Pero ciertamente ha sucedido mucho antes de lo que algunos creíamos: hace apenas tres semanas JOH era aún presidente de su país y, aparentemente, controlaba de tal manera el sistema que su marcha pacífica, esta vez sin trucos, y el traspaso de mando sin resistencias a sus rivales políticos pareció ser parte de un plan para salvar el pellejo. En última instancia, si JOH cae muchos pueden caer con él. En un narcoestado –y Honduras lo es– lo difícil es encontrar a alguien calificado para tirar la primera piedra.
Hoy hay muchos hondureños festejando el fin del exmandatario, que repartió el territorio nacional entre sus socios como si se tratara de su propiedad y sustituyó la débil institucionalidad estatal por la funcionalidad criminal. Razones sobran, pues, para celebrar y miles de hondureños lo están haciendo.
Pero hay otro lado en esta historia que nadie quiere ver ahora, porque es incómodo, porque saca ronchas y porque puede arruinar la fiesta. Apunto: si la captura de JOH en territorio hondureño termina, como cabe esperar, en una extradición a Estados Unidos, se abriría un sinsentido jurídico (común en la región, por cierto). Porque Estados Unidos lo acusa de narcotráfico, un delito que, de probarse, el expresidente habría cometido desde suelo hondureño y con la complicidad de otras autoridades hondureñas. Es decir, JOH debería ser juzgado por narcotráfico primero en su propio país; más los delitos por corrupción que se añadan naturalmente.
Honduras no lo juzgará porque no tiene la capacidad ni política ni jurídica para llevar a cabo un juicio independiente contra una figura de este tamaño, cuya caída afectaría a altos mandos del Ejército, de la Policía, exfuncionarios públicos, grandes empresarios, alcaldes y diputados del congreso hondureño. Todos ellos conspiraron con JOH durante los ocho años de su mandato y son sus cómplices. Varios han sido nombrados en Nueva York y otros más ya están presos, incluyendo al hijo del expresidente Lobo y al hermano de JOH. El expresidente Manuel Zelaya, hoy esposo de la presidenta Xiomara Castro, también ha sido mencionado.
Eso es un narcoestado: no simplemente un lugar en el que muchos viven del narcotráfico, sino en el que la institucionalidad estatal actúa en función del crimen. JOH ha caído, pero los otros operadores del sistema, los otros beneficiados, no. Es inimaginable que pueda llevarse a cabo en Honduras un juicio con altos estándares y garantías cuando hay tanto en riesgo para las personas más poderosas del país. Estados Unidos quiere al expresidente y para allá lo enviarán.
Quizás es justo que alguien, incluso si ese alguien es Estados Unidos, encuentre castigo para los ladrones, los saqueadores, los mentirosos que tanto daño han hecho a los centroamericanos. Y ahora mismo, lamentablemente, no parece haber muchos más actores con posibilidades de hacernos justicia. Pero nuestras aspiraciones deberían ser distintas.
Juan Orlando Hernández será juzgado por las autoridades del mismo país que le protegió durante ocho años, que le ayudó a mantenerse en el poder aún cuando ello implicaba violar la constitución hondureña; aún cuando ya lo investigaban por narcotráfico; aún cuando ya sabían que administraba una de las redes criminales más grandes del continente.
Pero no solo eso: un expresidente de un país soberano será juzgado en otro país, Estados Unidos, que no admite que ningún tribunal externo juzgue a sus propios exfuncionarios (Hello, mr. Kissinger) y ni siquiera ha querido ser parte de la Corte Penal Internacional. Es decir: Honduras ha admitido que Estados Unidos juzgue a un expresidente hondureño aún cuando Honduras no podría juzgar a un exfuncionario estadounidense. El principio de igualdad en las relaciones diplomáticas y en los acuerdos internacionales, entre ellos la extradición, no existe más que en el papel.
Desde luego, hay una paradoja que parece irreconciliable: si no es deseable que los juzguen allá y no pueden ser juzgados acá, ¿cómo procuramos justicia?, ¿cómo castigar de manera ejemplar a los JOH centroamericanos para que los que vienen se la piensen dos veces antes de imitarlos?
La única respuesta posible, desde luego, es la comunidad internacional. Ya lo hizo la CICIG: ayudó a limpiar el sistema de justicia y desmontó redes criminales y corruptas en Guatemala, que culminaron con la detención y juicio a empresarios y funcionarios, incluyendo al presidente Otto Pérez cuando aún ejercía el cargo.
Por eso la poderosa corrupción guatemalteca expulsó a la Cicig. Por eso JOH instaló una Maccih con la OEA y no con la ONU, con muchas menores facultades, y luego la desmontó; por eso Bukele instaló una Cicíes aún más débil con la OEA y aún así, con los magros resultados que dio, bastó para que la desinstalara.
Pero es necesario insistir en ampliar la presencia de la comunidad internacional o seguiremos sometidos a la impunidad local o a la voluntad política de Estados Unidos, lo cual no es deseable ni siquiera cuando sus intereses coinciden con nuestras necesidades, como la detención de Juan Orlando Hernández. Al fin y al cabo, Estados Unidos fue también su cómplice en la construcción del Estado militarizado, autoritario y violador de derechos humanos.
Pero hay otro elemento de mayor importancia: los otros mandatarios centroamericanos metidos en aguas sucias –Ortega, Bukele y Giammattei– observan ahora con mucha atención los hechos de Honduras. Deben estar concluyendo que la mejor manera de evitar una suerte similar es no dejar el poder, porque JOH cayó en desgracia cuando salió de Casa Presidencial. En esto, también, Guatemala es la gran lección: solo la Cicig fue capaz de desbancar a un presidente en funciones, con el apoyo, y el concierto, de toda la comunidad internacional. Pero reconstruir esa opción tomará demasiado tiempo, y hoy no existe, desde luego, voluntad política.
Por hoy tendremos que conformarnos con la justicia a la norteamericana y, aún así, celebrar, porque un pueblo abusado, golpeado y saqueado verá a uno de sus abusadores ante un tribunal.