En Tacuba, Ahuachapán, se ha formado un sindicato de empleadas domésticas. Cuando empezó a formarse, hace cuatro años, fue difícil encontrar mujeres que quisieran ser parte de él. Ahora crece y suma ochenta mujeres. Los empleadores de estas mujeres en Tacuba, a quienes llaman patrones, pagan entre $3 y $5 por jornada. Y una jornada incluye oficios distintos: hacer limpieza, lavar, planchar ropa y cocinar desde la seis de la mañana hasta las seis de la tarde. Las peores pueden ser de hasta doce horas. Aquellas mujeres, conocidas comúnmente como “muchachas”, que ganan $3 dólares al día, reciben un pago de 25 centavos de dólar por hora trabajada.
Guadalupe Rivera, la líder del sindicato, ha sido una de las empleadas que ganan $3 al día. “Aunque sea eso que gane, no es igual a que no entre nada, porque uno a diario come”, dice. Su liderazgo surgió a partir de su desempeño en otras organizaciones comunales de Tacuba. Entre 2013 y 2014, en el municipio ya había mujeres rurales organizadas. Formalemente ella es Secretaria General y el la organización se llama 'Sindicato de Mujeres Trabajadoras del Hogar Remuneradas Salvadoreñas'. Ellas pedían ante el Ministerio de Agricultura ser tomadas en cuenta para recibir abono y fertilizantes para la tierra. Ahí, Guadalupe Rivera empezó a notar dos cosas: Que las mujeres -sin tierra ni apoyo para cultivarla- se veían obligadas a dedicarse a trabajos domésticos para otras personas fuera de sus casas y que aquellas personas que las empleaban, pagaban sueldos de miseria.
Como líder comunitaria, Guadalupe se convirtió en una especie de consejera. “La gente me consultaba a mí por violencia que recibían en San Salvador o cuando las despedían y no tenían para el pasaje”. Así surgió la idea de un sindicato que se concretó hasta 2018.
Las trabajadoras del hogar remuneradas que ganan más son las que han migrado hacia la capital y duermen en las casas de sus patronos. Así lo comentaron la docena de mujeres que se reunió durante una mañana de febrero en la casa de Guadalupe Rivera. Los precios de la canasta básica han subido y nueve de cada diez salvadoreños ha percibido ese aumento, de acuerdo con una investigación del Instituto Universitario de Opinión Pública de la UCA. Las empleadas domésticas, al hacer un trabajo tan esforzado y ganar tan poco, han sufrido esa alza. En la reunión cuentan cómo ahora comen menos de lo que solían y hablan de la impotencia de decir “no” a un hijo. Ese “no” a veces implica negarle un refrigerio a sus niños. Una trabajadora cuenta que su hijo, antes de irse a la escuela, le pide una moneda para comprar algo durante el recreo. “Él me pide dos cosas: refrigerio y una cora. Y yo le digo que no puedo, que tiene que escoger”, ejemplifica una de ellas.
Esta historia trata sobre mujeres rurales organizadas y cómo el aumento de precios de los alimentos las vuelve más vulnerables. A pesar de ello, siguen articulando esfuerzos para no pasar hambre, a pesar de la inflación actual que se experimenta en El Salvador. Ellas exigen que se les pague como las trabajadoras elementales que son.
La amenaza del hambre
María Pineda, de 52 años, es parte del sindicato desde su fundación. Durante quince años trabajó -y vivió- dentro de la casa de sus patronos en Zaragoza, La Libertad, pero ahora solo labora sábado y domingo en ese mismo lugar. Por cada fin de semana, gana $20. Ella estudió hasta segundo grado, se acompañó y tuvo ocho hijos. Luego, el papá de sus hijos decidió que no quería esa responsabilidad. “El padre nos abandonó, nos echó a la calle, nos quitó la casa, luz, agua y todo y anduvimos rebotando”, relata. Cuando María encontró un cantón de Tacuba donde establecerse con sus hijos, tuvo que dejarlos solos en casa para ir a cuidar a los de sus patronos. Durante 15 años, cada ocho días tomaba dos buses para regresar a Tacuba y llevar alimentos a sus hijos que se criaban entre ellos mismos.
En esas circunstancias, tres de sus ocho hijos lograron completar el bachillerato y formaron sus propios hogares. Para 2019, María ya solo tenía bajo su responsabilidad a dos hijos que seguían en Tacuba mientras ella trabajaba en Zaragoza, a más de 110 kilómetros. María podía entonces conceder caprichos que antes eran impensables: compraban un dólar de tortillas y dos piezas de pollo dorado para compartir en Ahuachapán.
Hace tres años, un hijo adolescente de María le pidió que se quedara con él. Que ya no se fuera a otro departamento a cuidar de otros y que lo cuidara a él. “Hijo, pero si no me voy, nos vamos a morir de hambre”, le respondió María. La preocupación del adolescente de quince años no era solo porque extrañaba a su madre, era también porque la pandilla de la zona ya lo había empezado a acechar, sospecha ella. Se cree que los pandilleros le pedían información sobre ciertas personas y él se negaba a darla. Al saber esto, María tomó una decisión: “Ya no voy a ir a trabajar, ya no los voy a dejar solitos”, les prometió. Pero entonces ya era muy tarde.
El mismo día en que prometió no dejarlos solos, María se acostó a las 10 de la noche. A los pocos minutos, unos hombres encapuchados ingresaron a su casa. “Los malos me lo arrebataron de mis manos y me lo mataron. Yo no pude hacer nada. No pude”, reconoce entre sollozos largos y pausados. María enterró a su hijo e hizo lo que hace quien tiene miedo: guardó silencio y no denunció ante la Policía. En 2019, El Salvador registró 2,373 homicidios de acuerdo con las estadísticas del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública. Ese año, Ahuachapán registró 150 homicidios.
Tres años después del asesinato de su hijo, María solo limpia casas los sábados y los domingos. De lunes a viernes se dedica a cuidar a su hijo más pequeño y dos nietos. Tiene miedo de que la historia se repita y ahora quiere estar presente lo más que pueda. Aunque eso signifique ganar menos. Durante la semana tiene una venta de pastelitos. Los sábados y domingos viaja fuera de Tacuba a hacer trabajo doméstico. “Uno se esfuerza para que los niños no se mueran de hambre”, dice. Pero cuando las circunstancias van en contra, el mayor esfuerzo no es suficiente.
El pago del fin de semana es $20 y se reduce a $16.75 por el gasto de los pasajes del bus. Para hacer sus pastelitos durante la semana, en el camino de regreso a Tacuba compra un dólar de tomates, de papas y de jabón. El aceite le cuesta $2, la bolsa de maíz $4.50 y compra también una bolsa de azúcar por $1.25. Tras esos gastos, vuelve a su casa con seis dólares para afrontar la semana completa.
María cuenta que hace años, antes de reunirse en el sindicato, le daba vergüenza hablar en público. Pero eso ha cambiado porque el sindicato hace presión política y están acostumbradas a ir a la Asamblea Legislativa a pedir que legislen a su favor. Sin embargo, su principal motivo para unirse a esta alianza de mujeres fue encontrar apoyo en otras: “yo me reuní porque mi vida fue tan sufrida”, reconoce.
Durante 2020 recibió el paquete de alimentos que el Gobierno envió a las casas por la crisis económica que provocó el coronavirus. “Aunque sea un poquito nos ayudó eso”, cuenta. También recibió un bono de $300 que fue ampliamente publicitado por el Gobierno a escala nacional, pero ese no lo pudo gastar en alimentos. Solo cambió de dueño. “Ese dinero ya lo debía por consultas médicas”, dice.
Hacia finales de enero, María tuvo que parar su venta de pastelitos porque no lograba recuperar lo que invertía para la venta. “Aquí la gente quisiera comer y todo, pero dinero no hay”, reflexiona.
-¿Qué alimentos hay en su casa ahora?- se le pregunta.
-Ahorita solo tengo frijolitos. No tengo ni jabón para lavar, no tengo aceite- responde.
-¿Y hoy qué comió antes de venir a la reunión del sindicato?
-No… nada, aquí me dieron un café y pupusas porque no tenía pisto- dice la trabajadora.
Las mujeres que conforman este sindicato son una muestra de cómo hay personas que trabajan a diario y aún así, no tienen garantizados sus tres tiempos de comida. Tacuba es un municipio entre montañas que ha sido por años considerado uno de los lugares con pobreza extrema más alta de todo el país. También es un sitio donde los niños y las niñas experimentan desnutrición y por ende, crecen menos que la infancia bien alimentada.
En todo el departamento de Ahuachapán, la amenaza de hambre es perenne. Un informe del Sistema de la Integración Centroamericana (SICA) proyecta que de marzo a mayo de 2022 los departamentos de Ahuachapán y Morazán se encontrarán “en crisis de inseguridad alimentaria aguda”. Si las proyecciones se cumplen, esto afectará a 846,000 personas.
La canasta básica versus salarios precarios
Marcelina García es otra de las fundadoras del sindicato. Tiene 52 años y ahora es una trabajadora del hogar retirada. En enero le comunicó a sus patronos en San Salvador que no trabajaría más con ellos porque quería cuidar a su nieta. Ella ganaba $10 al día y tenía un permiso semanal para ir a su casa en Tacuba. “Gracias a Dios, no era miserable”, considera. Ella -aún ganando más que las compañeras que se quedan en Tacuba- nunca llegó a cobrar el salario mínimo.
En marzo de 2020 la Sala de lo Constitucional anterior ordenó a la Asamblea Legislativa regular el salario mínimo de las trabajadoras del hogar, sin embargo eso aún no ha pasado. Las trabajadoras domésticas siguen ganando de manera precaria. La situación empeora porque además, la canasta básica ha aumentado de precio. La crisis de los precios es tal, que en El Salvador durante 2021 se experimentó la inflación más alta en 20 años. A finales de 2016, la canasta básica de la zona urbana se calculaba en $194 y $138 en el área rural. Cinco años después, el aumento es innegable. En el área urbana los alimentos principales de una familia se pueden pagar si se tienen al menos $211 y en la zona rural con $151, de acuerdo con la Dirección General de Estadística y Censos (DIGESTYC).
En julio de 2021, el presidente Nayib Bukele anunció un aumento del salario mínimo. Meses después, el sueldo mínimo actual para empleados del área comercio y servicios es de $365. En teoría, las empleadas domésticas podrían cobrar bajo esa categoría. Sin embargo, por regla general, las empleadas domésticas no suelen ser contratadas formalmente y sus salarios no están protegidos.
La familia de Marcelina está conformada por cuatro personas. Eso implica que actualmente, para poder comer lo básico, necesitan $5.03 al día, de acuerdo con los cálculos del precio de canasta básica. Su esposo gana $6 o $7 al día cultivando la tierra de otras personas, un trabajo que no es permanente. A veces lo llaman, a veces no. Con ese ingreso principal, la familia debe alimentarse, vestirse, comprar medicinas, pagar los recibos y ponerle saldo al celular para que su hijo de 17 años tenga acceso a internet y haga sus tareas.
En un día normal Marcelina se levanta y revisa si sus dos gallinas han puesto huevos para compartir entre los miembros de la casa. Comprar un cartón de huevos ya no es una posibilidad. “Todo trepó de precio porque el cartón de huevos que antes valía $2.50 hoy vale $4.50”, se queja. Para el almuerzo, el menú diario suele ser arroz frito con frijol y, si tiene suerte, consigue chipilín y hace arroz sancochado. “Eso es lo más”, explica.
Durante los tiempos más complicados por la pandemia de coronavirus ella recibió alimentos del Programa de Emergencia Sanitaria (PES). Por eso cree que las cosas pueden mejorar con el Gobierno de Bukele. Pero esa convicción la tenía desde antes de recibir los alimentos. Para la campaña municipal anterior, ella fue voluntaria del partido Nuevas Ideas porque está convencida de que los políticos de los demás partidos solo mienten. El municipio actualmente está gobernado por un alcalde del Partido de Conciliación Nacional (PCN).
En esta mañana de febrero, Marcelina tampoco desayunó antes de venir a la reunión sindical. Como ella no trabaja fuera de su hogar desde hace un par de meses, el único ingreso es el de su esposo. Y hoy eso alcanzó solo para que su nieta comiera algo temprano: “Un pan francés le di a la niña y un poquito de café. Ese es el desayuno de ella”, dice.
La urgencia de medidas locales -y ordenadas- ante una crisis mundial
En el contexto de la pandemia por coronavirus, el Gobierno de El Salvador brindó un bono de $300 para paliar los problemas económicos de las familias salvadoreñas. Sin embargo, no se tuvo claro cuál fue el mecanismo para decidir quiénes lo recibieron y quiénes no.
Guadalupe Rivera no recibió el bono. Ella es la líder del sindicato. Tiene 49 años y empezó a trabajar a los 13 como empleada de servicios domésticos. En la práctica, tiene 36 años de pertenecer al sector informal de los trabajadores. Ahora vive con sus tres hijos porque se separó de su pareja en 2020 tras sufrir maltratos de su parte.
Durante la cuarentena obligatoria, el padre de sus tres hijos quedó desempleado. Eso solo profundizó la violencia de género que vivía en su casa desde hacía años. “La situación se puso tensa, bien horrible. Eso me hizo salirme de la casa”, confiesa desde el comedor del hogar que ahora alquila en el centro de Tacuba. Para entonces, el bono de $300 salió a nombre de su expareja. Con él tuvo que negociar para que compartiera una parte para cubrir los gastos de los hijos.
A lo que sí tuvo acceso directo fue al paquete de alimentos del PES. No obstante, se pregunta cuál fue el criterio para decidir qué alimentos enviar a las casas necesitadas. “Yo agradezco, pero que no crean que porque somos pobrecitas nos vamos a comer algo que hasta nos puede enfermar. La masa estaba por vencer y los frijoles estaban bien duros ”, dice. Sin embargo, cree que es posible mejorar la ayuda que el Gobierno brindó a las casas salvadoreñas. “Lo veo bien… si nos van a regalar algo... (recomiendo) comprarle al agricultor local”, dice.
Ahora Guadalupe vive en el mismo lugar donde se reúne el sindicato. Ahí mismo también ha colocado una venta de ropa usada. Y al fondo de la casa tiene una máquina de coser con la que se dedica a fabricar sandalias para mujeres. De la venta de ropa calcula que saca una ganancia de $20 a la semana, pero solo el alquiler de la casa en la que vive cuesta $125.
En los días que hay reunión del sindicato, Guadalupe se levanta temprano a preparar la comida que va a compartir con otras mujeres y que ha logrado conseguir a través de donaciones con organizaciones feministas y sindicales. Además de la movilización política del sindicato, este también es un espacio de autocuidado para quienes llegan ahí. “Para la mujer es una ayuda que venga aquí a comer. Por eso le gestiono la comidita y su transporte, porque solo el hecho de que la mujer venga a una reunión ya es un gran paso”, dice.
Cuando la mayoría de sus compañeras se van de casa, la líder sindical muestra lo que le queda en su pequeño y viejo refrigerador. Tiene una bolsa de crema, unos chorizos pequeños y unos cuantos rábanos con pepinos. “N'ombre, si antes uno comía más, pero ahora ya no”, concluye.
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“El alza en los precios que estamos experimentado en El Salvador no nos está pasando solo a nosotros”, explica la economista Lorena Cuéllar. El origen de esta inflación puede tener varias explicaciones: desde la crisis económica provocada por el coronavirus hasta los conflictos políticos internacionales. No obstante, este complejo fenómeno afecta de manera especial a El Salvador por la naturaleza precaria de su economía. “Somos un país que importa más de lo que exporta y si los precios de esos bienes y servicios incrementan en el extranjero, cuando las compremos en El Salvador, los precios también van a aumentar”, ejemplifica la economista Cuéllar.
El 10 de marzo, el presidente Bukele anunció una serie de medidas que, asegura, ayudarán a palear la crisis económica producto de la inflación. Una de estas indica que se eximirá durante un año el cobro de impuestos de importación de algunos productos que conforman la canasta básica. Es decir, alimentos como tomates, cebollas y azúcar entrarán al país sin pagar el tributo correspondiente. Con esta dispensa de impuestos se espera que los productos importados bajen de precio ante el consumidor.
Las trabajadoras del hogar de Tacuba, sufren el impacto directo de la crisis. Ellas saben que casi todos los alimentos han subido de precio mientras siguen ganando lo mismo. En el mejor de los casos, si una empleada doméstica que gana $5 al día, tiene trabajo estable y trabaja dentro del municipio seis días a la semana, puede llegar a ganar $30 semanales. Al mes esto representaría un ingreso de $120. Esto significa que a pesar de trabajar constantemente, no tendría acceso a comprar la canasta básica rural y mucho menos cubrir sus necesidades alimentarias en la zona urbana.
Por ahora, en Tacuba, las empleadas del hogar se organizan para enfrentar en red las dificultades que tienen por no recibir un pago justo. La inflación es un término extraño para ellas, pero sí entienden del encarecimiento de la vida. Algunas de las mujeres sindicadas llevan a sus hijos pequeños a las reuniones porque no tienen con quién dejarlos. Por esa misma razón no pueden -y en otros casos no quieren- salir del municipio. Dejar a sus hijos para trabajar turnos por semanas enteras en la capital es la última opción. Ellas hacen lo que pueden, sostiene la líder Guadalupe Rivera. Pero falta que la clase política las escuche: “Nosotras hacemos presión, vamos a la Asamblea Legislativa y pedimos que se regule este trabajo. Es difícil la vida como empleada doméstica y la mayoría de mujeres migran de Tacuba obligadas”, lamenta.