Columnas / Política

Un Estado de Excepción para favorecer la represión

Las acusaciones de brutalidad policial se han multiplicado y, lejos de investigarse, el propio Bukele, sin ninguna investigación, las legitima como signos del éxito de sus planes.

Martes, 19 de abril de 2022
Leonor Arteaga

El Salvador inició el mes de abril con un Estado de Excepción, dictado por la Asamblea Legislativa a petición del presidente Bukele por 30 días, prorrogables. El decreto fue la respuesta de choque ante los 87 homicidios cometidos por pandillas entre el viernes 25 y el domingo 27 de marzo. Esta escalada de violencia tumbó uno de los pilares en los que Bukele asienta el éxito de su política de seguridad: el descenso en la tasa de asesinatos. Una política basada más en la publicidad oficial que en la justicia y la transparencia. 

Rápidamente quedó claro que el régimen de excepción era el banderillazo de salida para instalar un estado de represión, al permitir al Gobierno intervenir las comunicaciones sin un mandato judicial, interrumpir la libertad de asociación y de reunión, y suspender el derecho a no incriminarse, a contar con un defensor, el derecho a ser informado de las razones de un arresto y extender el plazo de detención policial de 72 horas a 15 días.

Las acciones que han venido después, cobijadas por el mimo decreto, son de extrema preocupación y confirman los peligros que advertimos: reformas penales inquisitivas, detenciones masivas a jóvenes en situación de vulnerabilidad basados en su apariencia, registros arbitrarios a población en zonas pobres y aislamiento e incomunicación indefinida de personas privadas de libertad, así como restricciones ilegales a sus derechos a la alimentación y salud, que califican como tortura, según el derecho internacional: “Si incrementan homicidios, eliminaremos totalmente la alimentación en los centros penales de pandilleros”, sentenció Bukele en su cuenta de Twitter. Bukele acompañó sus órdenes de una pila de mensajes dirigidos a jueces, amenazándolos si liberaran a las personas detenidas.

Los estados o regímenes de excepción, en Estados democráticos de derecho, se utilizan para otorgar facultades extraordinarias al poder Ejecutivo que le permita afrontar diversos peligros, ya sean internos o externos y, para responder a ese momento específico, pueden suspenderse las garantías de ciertos derechos de manera temporal mientras persistan las condiciones de anormalidad. En estos casos, el respeto a la Constitución y a los derechos fundamentales subsisten. 

El artículo 29 de la Constitución de El Salvador permite los estados de excepción en caso de guerra, catástrofe o graves perturbaciones del orden público. La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, sin embargo, ha interpretado que un alza en la criminalidad, aunque pueda ser una emergencia, no encaja en esos supuestos. En estas situaciones, las instituciones y leyes que ya existen deberían ser suficientes para contener el aumento de homicidios. El gobierno no ha explicado por qué, pese al sostenido incremento del presupuesto en seguridad pública, tales mecanismos no alcanzan para responder a los delitos cometidos recientemente. 

¿Entonces por qué dictar un Estado de Excepción? ¿Realmente se buscar investigar los homicidios cometidos? Todo apunta a que el interés real es cortar las libertades que aún quedan, eliminar cualquier asomo de veeduría y silenciar todo disenso. 

Bukele también ha arremetido contra organizaciones internacionales y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), acusándolas de favorecer y hasta “financiar pandilleros”, pero estos arranques nada tienen que ver con su autoproclamado ánimo de resolver la criminalidad y estar del lado de las víctimas. Le incomoda que la comunidad internacional ha venido señalando sus atentados contra la Constitución y las leyes y tratados de derechos humanos suscritos por El Salvador. Además, generando caos, justifica sus iniciativas de control y mayor financiamiento para tareas de inteligencia y militarización.

Voces expertas coinciden en afirmar que a pesar de que no existe evidencia que relacione la implementación de medidas de “mano dura” con la reducción irreversible de delitos, las políticas de seguridad han estado enfocadas unilateralmente en el combate de las pandillas, con lo cual se dejan de lado otras formas criminales, como el tráfico de personas o la corrupción a gran escala, que involucra a funcionarios de este gobierno y de los anteriores. 

Otro importante desacierto es concebir la cárcel como sinónimo de justicia y como solución al problema de la criminalidad. Las medidas extremas de reclusión penitenciaria y las redadas policiales se vienen dando desde hace varios años, pero desde que asumió el gobierno Nayib Bukele, han vuelto a ser los métodos predominantes para frenar la amenaza criminal.

La decisión política de declarar la guerra a las pandillas también ha radicalizado el conflicto entre el Estado y estos grupos. Bajo esta lógica bélica, cualquier persona y, en especial, grupos vulnerables o en situación de exclusión social se convierten en sospechosos de ser parte del enemigo, lo que lo coloca en riesgo de sufrir violaciones a sus derechos. En menos de dos semanas desde la implementación del régimen de excepción, las acusaciones de brutalidad policial se han multiplicado y, lejos de investigarse, el propio Bukele, sin ninguna investigación, las legitima como signos del éxito de sus planes.

Por si lo anterior fuera poco, el 5 de abril se aprobaron nuevas reformas penales regresivas, esta vez para sancionar a todos los medios, periodistas y cualquier persona que publiquen información relacionada con pandillas, incluyendo grafitis o materiales alusivos a las mismas. Con estas nuevas medidas se coarta la libertad de prensa y el derecho de toda persona a estar informada.

Esperemos que los esfuerzos de organizaciones nacionales e internacionales por denunciar y buscar diálogos persistan y se conecten con la ciudadanía en el día a día. Lo peor que puede pasarle a El Salvador es que sus habitantes se paralicen y que el desencanto termine por normalizar la extinción de lo que queda de democracia. Démosle espacio a la esperanza.

*Leonor Arteaga Rubio es Oficial Sénior de Programa de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF), especialista en temas de justicia transicional.
*Leonor Arteaga Rubio es Oficial Sénior de Programa de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF), especialista en temas de justicia transicional.

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