Luego de escuchar a un centenar de campesinos explicándole la situación en la que viven, monseñor Oswaldo Escobar, obispo de Chalatenango, resumió lo que había oído en dos palabras: “Sufrimiento y miedo”.
Este lunes 25 de julio, Escobar acudió al cantón Guarjila, en el municipio de Chalatenango, donde había sido citado por los habitantes del lugar para pedirle ayuda de cara a la situación que enfrenta la comunidad en el marco del Régimen de Excepción impuesto por el Gobierno de Nayib Bukele desde el 27 de marzo de este año.
Desde el estrado de la espaciosa iglesia del cantón, monseñor abrió la reunión en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y repitiendo hasta la saciedad que aquello era una reunión de carácter pas-to-ral y no político y que él, como representante de la Iglesia Católica, estaba ahí para escuchar. Y entonces escuchó.
Escuchó, por ejemplo, a una campesina decir: “Lo primero que se vive es la calumnia. Si a la persona no le encuentran nada, ellos le ponen cosas. ¿Por qué? ¿Los soldados no son humanos? Los 10 mandamientos dicen que no hay que calumniar. Maltratan a la gente y le dicen lo que quieren. Como somos campesinos, no valemos nada. Que Dios nos libre de esta situación”.
Y a otra señora, quejarse: “Si en la noche hacen un cateo, le roban el dinero a la gente”; y también a una anciana de ademanes cortos y rotundos: “De presto nos van a capturar. Hay que estar prevenidos”.
Escuchó a un muchacho: “Nunca he tenido miedo de hablar frente a la comunidad de Guarjila, he representado a la comunidad en situaciones difíciles tiempo atrás. No tengo por qué sentir miedo porque se supone que la Fuerza Armada y la Policía nos protegen de los malos, pero ahora tenemos miedo. No se puede hablar tranquilamente porque hay un riesgo de que por nada se lo lleven a uno”.
“Quiero hablar de mi hermano”, dijo una mujer, “Hace dos meses se lo llevaron. No tienen papeles que lo acusen a él. Pero se lo llevaron injustamente y no lo veo correcto. Nunca vemos a la abogada porque nunca está. Cada vez que vamos (al penal de Izalco), son como $50 para alquilar un carro. Se llevan a bastantes padres de familia en la madrugada y los hijos quedan llorando. Que se haga justicia”.
Y a otra más: “No es una ley para cuidar los derechos humanos, porque todos nuestros derechos están tirados en el suelo. Si vamos y denunciamos lo que está pasando, ya le dicen que usted es terrorista”.
Y así, monseñor Escobar, fue escuchando y escuchando durante más de una hora a aquella grey malherida, que le explicaba, con las palabras y el acento del campo chalateco, su ramillete de penas. Y al escucharlo, monseñor no pudo sino pensar en otro monseñor que más de cuarenta años atrás escuchaba a campesinos como estos contarle los espantos que los asediaban, y entonces, mientras conversábamos tras el evento, lo citó: “Como repetía monseñor Romero, la Iglesia no puede estar indiferente ante las violaciones de los derechos humanos”. Monseñor les prometió pensar en lo que escuchó y buscar alternativas.
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Guarjila es un cantón rural, a una media hora en vehículo del casco urbano de Chalatenango. Su población es casi en su totalidad campesina: viven de lo que siembran y de sus animales. Desde que se aprobó el Régimen de Excepción, hace cuatro meses, la Policía y el Ejército han capturado al 1% del total de adultos que lo habitan.
Según los datos de la Asociación de Desarrollo Comunal (Adesco), en el cantón viven 2,246 personas, incluyendo el caserío Guancora. De esas, 1,669 son adultos. 21 de esos adultos, en su mayoría jóvenes, han sido detenidos bajo unas condiciones que le permiten a policías y soldados capturar sin decir por qué delito, sin tener orden judicial o fiscal o sin atrapar a los sospechosos en flagrancia; entrar a las casas sin tener orden de cateo; revisar los teléfonos y retener a las personas sin hacerlas comparecer ante un juez durante 15 días.
Siempre según la Adesco, al inicio de 2021 hubo dos asesinatos en el cantón. Y, en lo que va de 2022, ninguno. El cantón Guarjila forma parte del municipio de Chalatenango, habitado por casi 30,000 personas y en el que durante todo 2021 se cometieron cuatro asesinatos, según las cifras oficiales, por lo que terminó ese año como la segunda -entre las 14 cabeceras departamentales- con menos asesinatos, sólo superada por San Francisco Gotera, donde hubo tres.
“Aquí no se ve eso de que esta parte es de una pandilla y esta parte es de otra, aquí sí se oye hablar de eso, pero aquí no hay de eso”, dijo un muchacho, líder comunitario. “¿Usted cree que si usted debe algo va a estar ahí acostado esperando que vengan a traerlo? El que debía algo ligero se fue”, razonó una señora, a cuyo hijo capturó la Policía hace dos meses, y agregó: “los muchachos dicen: yo, como no debo nada, estoy bien aquí. ¿Y por qué voy a tener miedo? Hoy ya no existe esa palabra, esa palabra se ha terminado. Hoy, deba o no deba, lo van a agarrar”.
La historia del lugar no puede contarse sin mencionar la Guerra Civil salvadoreña, porque sus habitantes quedaron en medio del fuego cruzado entre la guerrilla del FMLN y el ejército: la totalidad de sus habitantes tuvieron que abandonar sus casas en 1981 para habitar en campos de refugiados y no volvieron sino hasta 1987. Por eso, cuando hablan de su cantón, los mayores dicen que Guarjila fue “repoblado”.
La mayor parte de asentamientos al norte de Chalatenango vivieron la Guerra Civil al amparo de las fuerzas guerrilleras: se enlistaron en las filas rebeldes, colaboraron, alimentaron, curaron y escondieron a los milicianos. Al día de hoy, habitantes de lugares como Guarjila conservan cierto apego por su pasado y, quizá por eso, en este cantón fueron bastante inmunes al furor que el candidato Bukele causó en todo el país durante las elecciones presidenciales que ganó en 2019: 1,191 votos fueron para el FMLN y apenas 171 para Bukele. Por eso algunos pobladores sospechan que el número de capturas en Guarjila responde a un castigo por su falta de fe en el proyecto oficial.
“Esto es político, no quieren cambio, esto es político, la gente no se ha dado cuenta que votó por un dragón”, cree una de las mujeres que vivió en un campo de refugiados durante la Guerra Civil. Y, como todas las demás personas que hablaron con este periódico, pidió que se omitiera su nombre, “por miedo”.
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A las 8 de la noche, Guarjila es un pueblo fantasma: es la oscuridad, apenas interrumpida por la luz de las bombillas que se cuela desde las casas. No hay chicos noviando en el parque, no hay hombres tomando cerveza afuera de las tiendas, no hay vecinas deambulando. No hay lo que había. A las 8 de la noche, Guarjila es la oscuridad.
Una sola pupusería tenía la plancha encendida, donde se cocinaban enormes pupusas de $.50. Dentro, siete chicos comentaban los pormenores del partido de fútbol sala que acababan de ganar por el marcador de 12 goles a 10. Ninguno era de Guarjila, sino de un municipio vecino, y al dulce sabor del triunfo se le añadía el agravante de haber jugado de visitantes.
El mayor del grupo estudió medicina y se encuentra haciendo su año social como médico en la unidad de salud de aquel municipio. El sábado 30 de abril, su madre, de 56 años y su hermana, de 33, fueron capturadas en su puesto de comida ubicado en la terminal de buses de occidente, en San Salvador, luego de que una cuenta anónima en Twitter publicara sus imágenes y las acusara de ser aliadas de las pandillas.
“Cuando fui a preguntar, me dijeron que me fuera porque si no me iban a agarrar a mí. Busqué abogados y me dijeron que no gastara en eso, porque no hay nada que se pueda hacer. Gasto casi $300 en llevarles paquetes de víveres y de ropa (al penal) y gano $450 (al mes), haga cuentas”, dice interrumpiendo el comento de sus hazañas futboleras. Los dos cuñados de su compañero de equipo también fueron arrestados: así, sin más, una noche la Policía llegó a su casa y se los llevó. Los siete del equipo, aseguraron, habían sido interrogados en caminos rurales e insultados por policías y soldados, incluso el portero, de 14 años.
A la familia del joven doctor, la Mara Salvatrucha-13 le exigía $20 semanales por tener el puesto de comida en la terminal de buses y, cuando su madre y su hermana fueron capturadas, le llamaron a él para exigir el pago, ya con el Régimen de Excepción vigente. Así que entró al puesto de comida, recogió los instrumentos de cocina y se fue. Cuando sus familiares salgan libres –si salen libres– ya no tendrán el lugar de trabajo con el que pagaron sus estudios de medicina y que mantuvieron durante 22 años.
- El presidente sugiere que esta es la “medicina amarga” que había que tomar para librarnos de las pandillas. ¿Qué pensás de eso? -le pregunté.
-Yo no estoy en contra del Régimen, pero también lo está haciendo por populismo, por quedar bien, la gente que defiende al presidente son gente que quizá vivieron el conflicto de las pandillas o que tuvieron que huir, pero no lo han vivido en carne propia (este Régimen de Excepción). O los que viven afuera del país; porque, si vivieran aquí, tuvieran miedo.
Detrás de la plancha de la única pupusería abierta en Guarjila, la dueña hacía maromas para no salir en las fotos. Había estado pendiente de la conversación que sostuve con los chicos. '¿Siempre es tan oscuro y solo aquí en la noche?', le pregunté. Ella miró para un lado, miró para el otro, y en un susurro respondió: “No, esto es por lo mismo”, y siguió palmeando las últimas pupusas de la jornada.