Discurso de Aceptación del premio World Press Freedom Hero,
entregado a Carlos Dada el 9 de septiembre de 2022
por el International Press Institute.
Gracias, miembros del Jurado del Instituto Internacional de Prensa y el Apoyo Internacional para Medios, por este gran honor. Agradezco especialmente, y creo que hablo en nombre de todos mis colegas de México y Centroamérica, la declaración que han hecho pública hoy expresando su preocupación por la situación de los periodistas en la región y condenando los ataques contra la libertad de prensa. El apoyo internacional, y público, es una protección clave para nosotros.
Es muy especial para mí compartir este premio con la fallecida Shireen Abu Akleh, una reportera de mi generación con una sólida carrera de excelencia que se extendió durante décadas. Fue asesinada hace unos meses por un soldado israelí en el campo de refugiados de Yenín y posteriormente su funeral fue interrumpido por un ataque de la Policía israelí contra los dolientes ordenado por las autoridades israelíes. Su muerte sigue impune. A su familia: mi solidaridad y apoyo.
Shireen es una verdadera mártir del periodismo que espera justicia.
El periodismo es una de las profesiones más arriesgadas. Pero no podemos hablar de riesgo en el periodismo como si habláramos de carreras de coches o de escalar el Everest. No.
La muerte de Shireen no fue un accidente.
Como tampoco lo fueron los asesinatos de Jamal Kashoggi, de Javier Valdez, de Daphne Caruana, de Ángel Gahona, de Miroslava Breach, de Dom Phillips, de los más de dos mil periodistas asesinados desde 1992. Cada uno de ellos pagó el precio más alto por informar a otros seres humanos, por decir la verdad al poder, por denunciar la corrupción, por adentrarse en el territorio del crimen organizado o por investigar las injusticias contra los desfavorecidos, los crímenes contra el medio ambiente, contra la humanidad. La mayoría de esas muertes permanecen impunes.
Vengo de América Latina, donde se han producido alrededor del 40 % de esas muertes. Sólo en México, un periodista es asesinado cada quince días. Y ahora, tras apenas tres décadas de vida democrática errática, el autoritarismo vuelve a Centroamérica y, con él, los ataques a la prensa. A los populistas autoritarios les encantan los monólogos y no soportan las versiones alternativas a su narrativa. No pueden permitir que la verdad salga a la luz.
Soy el tercer centroamericano que recibe este premio. El primero, Pedro Joaquín Chamorro, fue asesinado hace medio siglo por la dictadura de Somoza en Nicaragua. El segundo es José Rubén Zamora, el valiente fundador de El Periódico de Guatemala, detenido hace unas semanas, acusado de lavado de dinero. Permanece en prisión ahora mismo y me uno a quienes exigen firmemente su libertad.
Parece ser el destino de los héroes del periodismo: ser asesinados, encarcelados o exiliados.
Yo no soy un héroe. Ni siquiera quiero ser un héroe. De hecho, no conozco a ningún periodista que quiera serlo. Solo queremos trabajar sin amenazas, sin vigilancia, sin acoso. Sin consecuencias fatales. No deberíamos estar llorando a colegas, denunciando encarcelamientos injustos o dejar atrás nuestras raíces. Debemos señalar a los responsables y exigir que sean castigados. Ningún periodista debería verse obligado a tomar decisiones heroicas para realizar su trabajo. Y aun así, la presión aumenta cada día.
En Nicaragua, el régimen de Ortega ha cerrado 54 medios de comunicación, ha encarcelado a 11 trabajadores de medios de comunicación y ha obligado a exiliarse a casi 200 periodistas y editores, muchos de ellos acusados de lavado de dinero. En Guatemala, además de José Rubén Zamora, más de una docena de reporteros y editores también han sido acusados o encarcelados. Otros han optado por el exilio para evitarlo.
En mi país, El Salvador, el presidente Nayib Bukele controla los poderes Ejecutivo y Legislativo, y mediante un golpe a la Constitución controla también la Corte Suprema, todos los tribunales del país y la Fiscalía. Ha convertido al ejército y a la Policía en sus guardias personales. Sólo en los últimos cuatro meses, ha encarcelado a más de 50 mil personas sin orden de detención, acusándolas, sin pruebas, de tener vínculos con las pandillas.
Ha declarado la guerra a sus críticos y ha tenido mucho éxito en silenciar la mayoría de esas voces, pero el periodismo sigue siendo un gran obstáculo para su monólogo estratégico.
Por eso no sorprendió que, en un discurso a la nación transmitido en cadena nacional, mostrara mi foto y me acusara de lavado de dinero. Ha liderado públicamente campañas de difamación contra muchos otros colegas y algunos ya han optado por el exilio o el cambio de carrera.
El año pasado, con la experiencia de las organizaciones AccessNow y CitizenLab, descubrimos que los teléfonos de 22 miembros de El Faro habían sido infectados con el software israelí Pegasus. Los operadores intervinieron mi teléfono durante 167 días. Activaron a voluntad mi cámara, mi micrófono y mi geolocalización. Tuvieron acceso a todos mis chats, vídeos y fotos. Operaron casi todo un año en el teléfono de Carlos Martínez, otro periodista de El Faro. Además de la carga personal que supone saber que personas que quieren hacernos daño tienen las fotos y direcciones de nuestros seres queridos, también tuvo tremendas consecuencias profesionales: en cuanto lo hicimos público, perdimos una cantidad importante de fuentes. Ya nadie quería hablar con nosotros por miedo a sufrir represalias de un gobierno que controla todas las instituciones.
El régimen nos ha dado seguimiento físicamente, nos ha amenazado de diversas maneras, ha enviado drones a nuestros domicilios (uno de ellos incluso entró en mi apartamento por la ventana); tenemos seis investigaciones en curso contra nosotros: cuatro de ellas de carácter fiscal (impuestos y lavado de dinero) y al menos –al menos– dos investigaciones penales. La Asamblea ha aprobado leyes que criminalizan el periodismo y prevé largas penas de prisión para cualquier periodista o editor que publique algo sobre las pandillas, incluyendo los acuerdos que Bukele y sus funcionarios hicieron con las pandillas.
En los 24 años que El Faro tiene de vida, nunca nos hemos enfrentado a tales amenazas. Lamentablemente creo que esta situación no hará más que empeorar, ya que seguimos informando e investigando. En cierto modo han tenido éxito al convertirnos en noticia y empujarnos a invertir recursos en defendernos, privándonos así de algunas capacidades para investigarlos. Somos conscientes de ello.
El mundo del que queremos formar parte necesita una prensa independiente que exija y se sitúe frente al poder, que ponga sus métodos al servicio de la verdad y de entender mejor por qué vivimos como vivimos, como sociedades y países.
Pero cada vez es más difícil renovar nuestra fe en el periodismo. Es una práctica muy frustrante. Queremos que las cosas cambien para mejor, con la rapidez y el alto impacto del escándalo Watergate, pero eso rara vez ocurre. Ayer, en esta misma conferencia, Dmitry Muratov declaraba la muerte del periodismo independiente en Rusia. Su país está peor ahora que cuando Novaya Gazeta empezó a publicarse. No estamos lejos.
El Faro fue el primer medio de comunicación salvadoreño nacido en democracia. Ahora la democracia ha desaparecido casi por completo y, sin embargo, gracias a una innovadora, moderna y engrasada maquinaria de propaganda, el sr. Bukele es el presidente latinoamericano con mayor apoyo popular, lo que plantea una paradoja: las comunidades a las que servimos no nos apoyan.
De ello se desprenden naturalmente dos preguntas. La primera: ¿cambia algo el periodismo?
Esto puede sonar demasiado autocomplaciente, pero creo que en muchos lugares, por muy mal que estén las cosas, estarían peores si no fuera por el trabajo de los buenos periodistas.
Y segundo: ¿por qué hacemos lo que hacemos?
Es una pregunta seria para plantearse en medio de la crisis que muchos de nuestros colegas atraviesan en todo el mundo. Pero tenemos que defender nuestras razones para hacer periodismo y eso significa que cada uno de nosotros tiene que mirar en su interior y alrededor, y encontrar esas razones.
Todos tenemos derecho a decidir no hacer más periodismo, sobre todo ahora que el precio por hacerlo es cada vez más alto. De hecho, esa puede ser la decisión más sana y saludable.
Pero quien decide seguir debe saber que el silencio no es una opción. Nuestra palabra es nuestro poder, nuestra contribución a nuestras comunidades y nuestro destino. Y debemos usar nuestra palabra para romper los monólogos del poder. No podemos renunciar a la búsqueda de la verdad, a través de un método de verificación y del uso del lenguaje para comunicar nuestros hallazgos y estimular el debate público. Debemos utilizar nuestra palabra contra el silencio. Debemos usar nuestras palabras para defender la verdad.
Nuevamente, gracias por este tremendo honor, que acepto en nombre de todos mis colegas de Centroamérica, que cada día se sitúan al borde del heroísmo para seguir haciendo periodismo.
En nombre de ellos, gracias por su apoyo.