Durante las últimas tres décadas, la Policía Nacional Civil ha jugado un rol de instrumentalización política por los gobiernos de turno que la han llevado a participar en graves violaciones a derechos humanos en el marco de la implementación de las políticas de seguridad. La institución, que producto de los Acuerdos de Paz debería de haberse puesto al servicio de la sociedad civil, ha terminado reducida a los caprichos autoritarios del presidente de turno, poniendo en marcha la salida represiva y cortoplacista al problema de la violencia que, lejos de atacar de raíz el problema, ha resultado en la estigmatización de poblaciones enteras y en violaciones a derechos humanos.
Recientemente El Faro publicó una entrevista con el fundador del Movimiento de trabajadores de la Policía (MTP), Marvin Reyes, quien brindó sus valoraciones sobre el rol de la Policía durante la aplicación del régimen de excepción aprobado desde finales de marzo de 2022 y que fue prorrogado por séptima vez el pasado 14 de octubre. En la entrevista, Reyes muestra su preocupación por la profunda desnaturalización en la que se encuentra la institución policial, reconociendo un fraccionamiento de esta a partir de quienes están cumpliendo las órdenes ilegales de jefaturas y el presidente mismo, quienes deciden mantenerse al margen del cometimiento de violaciones a derechos humanos y delitos. Sin embargo, esta fractura no es nueva y, desgraciadamente, pareciera que quienes se encuentran en el segundo grupo son cada vez menos dentro de la Policía.
Las denuncias recientes de violaciones a derechos humanos, incluyendo posibles ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, torturas y amenazas, entre otras, no son ajenas a la actuación policial durante las últimas dos décadas. Las organizaciones sociales y de derechos humanos han venido señalando este tipo de hechos durante este tiempo y han querido dejar en evidencia la pérdida del rumbo de esta institución creada para romper con la violencia y la impunidad que los cuerpos de seguridad dejaron durante el conflicto armado.
Fue el expresidente Francisco Flores (1999-2004) quien estrenó la estrategia manodurista en 2003 como una forma de reposicionar al partido Arena previo a las elecciones presidenciales de 2004. El Plan Mano Dura, lanzado por Flores en julio de 2003 en compañía de autoridades policiales y militares, iniciaba la tradición populista por excelencia utilizada por cada una de las administraciones gubernamentales hasta la fecha. La receta mágica se ha compuesto por cuatro elementos: un discurso de guerra contra las pandillas, grupos de tarea conjunta entre policías y militares, detenciones masivas y arbitrarias y la evolución de las pandillas ante una arremetida violenta y superficial, que nunca atendió las causas estructurales de la violencia.
Antonio Saca, presidente entre 2004-2009, retomó la fórmula con su Plan Súper Mano Dura, el cual mantenía la esencia de su antecesora e intentó incorporar acciones puntuales destinadas a la prevención de la violencia y la rehabilitación de personas vinculadas a pandillas. Sin embargo, el discurso creado en torno al combate de las pandillas fue quizá de los más poderosos durante su gestión, instalando una narrativa de deshumanización hacia poblaciones enteras y consolidando el estigma social hacia las juventudes en condiciones de marginalización y exclusión.
Las administraciones del FMLN de Mauricio Funes (2009-2014) y Salvador Sánchez Cerén (2014-2019) no lograron abandonar la tentación de caer en estas políticas populistas y represivas, que tan bien aceptadas son por una sociedad desesperada y cansada de la violencia. A pesar de las políticas de seguridad que se mantuvieron durante estas administraciones, incluyendo el Plan El Salvador Seguro, el discurso manodurista y la guerra contra las pandillas fueron el centro de su accionar, el cual no dejó de ser torpe, ilegal y violatorio de derechos humanos. Con excepción de la llamada tregua entre pandillas y el gobierno de Funes, las políticas de estas gestiones se enfocaron en remilitarizar la seguridad pública, mantener las detenciones arbitrarias, participar en miles de posibles ejecuciones extrajudiciales y la eterna desatención a la prevención de la violencia, a las víctimas de esta y a los centros penitenciarios como espacios de rehabilitación e inserción.
La administración de Nayib Bukele ha aprendido muy bien de estas recetas, sabiendo manejar mucho mejor el discurso de guerra hacia las pandillas mientras mantiene una negociación secreta con estas, o la ejecución de miles de detenciones arbitrarias e ilegales junto con la supuesta efectividad de un régimen de excepción, logrando ahogar la voz de las víctimas. Como Flores, Saca, Funes y Cerén, Bukele ha mantenido y profundizado la remilitarización de la seguridad pública, consiguiendo que la población apruebe la presencia militar en diversos ámbitos de la vida social y política del país.
En todos estos años y durante estas políticas públicas de seguridad la Policía Nacional Civil ha jugado un rol de instrumentalización por parte de los gobiernos. Fue la Policía la que ejecutó las miles de detenciones arbitrarias durante el Plan Mano Dura y la Ley Antimaras en 2003 y 2004, fue la Policía la que masacró a ocho personas en San Blas y mató con 29 disparos a Óscar Mejía en 2015, pero también fue la Policía a la que se le hizo a un lado y le pidieron complicidad durante la tregua con pandillas durante el gobierno de Mauricio Funes (2012-2014) y durante la negociación del gobierno de Nayib Bukele con las tres principales pandillas en el país desde –al menos– 2019 hasta marzo de 2022. La policía ha sido protagonista de graves violaciones a derechos humanos, pero también cómplice de los gobiernos que han jugado a la guerra a costa de la vida de miles de personas.
Aunque en la entrevista Reyes hace una valoración optimista del futuro de la institución, es mucho más probable que con la posible continuidad en el poder por parte del presidente Nayib Bukele, a través de su postulación inconstitucional como candidato presidencial en las elecciones de 2024, la Policía profundice su declive y se mantenga cómplice del autoritarismo y la ilegalidad. La actuación policial durante el régimen de excepción ha dejado claro que la institución viene arrastrando los vicios del pasado, de estas políticas abusivas y violentas que se traducen en miles de víctimas, cientos de familias que descansan de las pandillas, pero mantienen su temor hacia la Policía Nacional Civil. Ante un ejercicio de poder como el que ha venido construyendo el presidente, la dicotomía absurda de “con nosotros o en nuestra contra” será cada vez más acentuada, dejando claro que los policías que no se alineen a los intereses gubernamentales serán cesados de sus labores como ya ocurrió en abril de este año.
La Policía tiene todavía la opción de retomar su buen rumbo, pero no creo que este sea el panorama próximo. Desgraciadamente, tampoco creo que instituciones como la Inspectoría General de Seguridad Pública o la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos encuentren la dignidad perdida y cumplan con su mandato legal, por lo que la impunidad para quienes están cometiendo delitos y violaciones a derechos humanos se mantendrá un tiempo. La Policía ha entendido que su fuerza bruta es necesaria para los gobiernos autoritarios, se ha dejado usar a conveniencia creyendo que la impunidad es eterna si se mantienen del lado de quien tiene el poder. Pero la institución no ha logrado aprender, durante tantos años, que ningún poder es eterno, ni ningún autoritario es leal.