La imagen que llegaba desde Qatar hasta la televisión del bar La Navidad mostraba a Keylor Navas saludando a los verdugos españoles como si estuvieran de entreno, pero nadie estaba para cortesías ni diplomacias en esta cantina de una zona turbia al oeste del casco urbano de San José, a 14 mil kilómetros de aquel escenario de lujo donde los españoles nos acababan de meter siete goles. Siete goles.
“¡Qué cosa más espantosa! Con lo que yo he llorado por esta selección y nos hacen esto!” gritaba una mujer que dos horas antes había venido con la ilusión de celebrar un resultado contra España que solo estaba en las ilusiones infundadas de los costarricenses. Si Arabia Saudí pudo, si Japón pudo, la 'Sele' podía, pero jamás pudo. La mujer se señalaba los ojos inflamados y el maquillaje corrido, cobrándole a los futbolistas costarricenses y no a España la peor paliza mundialista en la historia de la selección centroamericana.
En la barra, tres hombres bien vestidos dedicaban los peores insultos al mismo portero al que hicieron santo hace ocho años. Uno le reprochaba no estar llorando o agarrándose la cabeza como hacía la veintena de clientes aguantaron ver todo el partido en este bar. “Si al final esto es un asunto de plata y Keylor es de esos. A él esto no le duele como a uno”. Un trago de cerveza. “Qué decepción”. Otro trago. “¡Hijueputas!, y un puñetazo a la barra.
Arrepentidos de haber concedido el beneficio de la duda a esta Selección que clasificó con marcadores miserables y momentos dramáticos en los que el portero Navas sí respondía, hoy los ticos maldecían a los hombres en la cancha que habían caído sin muestras de indignación. Una traición al ánimo popular.
Antes del partido, dos tercios de la población creían que Costa Rica clasificaría a la segunda ronda en Qatar, pero el primer remate de España fue gol, al minuto 10. Después otro, otro y otro. Cayó el séptimo sin que los jugadores ticos pudieran hacer el gol de la honra, porque ni remataron a puerta. Ni siquiera un tiro fuera. Y ya puestos a la estadística, ni siquiera un tiro de esquina.
“Vea que yo era de los pocos pesimistas, pero no a este nivel”, confesaba Allan, el dueño de La Navidad donde más de 30 parroquianos pretendían celebrar un 1-1, con más suerte un 1-0 favorable o con menos una derrota 1-2. Decorosa, pues. Pero el resultado fue doloroso, peor que la derrota por 4 goles contra Alemania en el 2006.
Fue incluso peor que un 7-0 leído así de frío, porque alguna cosa misteriosa había hecho a los ticos sentirse ilusionados; aunque no se puede culpar a los jugadores por el ánimo popular incongruente con una eliminatoria que la selección salvó de milagro después de pasar conectada al respirador artificial.
El tema es que los ticos creían y creer escapa a toda estadística, a cualquier ranking o a las proyecciones que ahora se hacen con inteligencia artificial. Porque allí no era posible encontrar sustento a la fe. Keylor lleva seis meses sin jugar, viendo los partidos como un espectador desde el banquillo del Paris Saint Germain.
Más bien los ticos fuimos como Pedro Miguel, ese hombre que en este bar encomendó primero a un dios el resultado y noventa minutos después le pedía consuelo a ese mismo dios, cuando el árbitro árabe pitó por fin el final del partido. Lo vio en cada una de las tres televisiones de La Navidad, como esperando que alguna diera otro marcador que desmintiera su desconsuelo, que le dijera que su ‘Sele’ no lo había traicionado.
No todos pudieron ver el partido a mitad de la jornada de un día laboral. Corría ya el minuto 40 y en las calles josefinas había gente que aún parecía feliz con su camiseta roja.Un taxista llegó frente al bar y preguntó el marcador a uno de los policías que vigilaban con cara de angustia, escuchando el relato del partido junto a un barrendero municipal. Le notificaron el 3-0 con frialdad. “No puede ser cierto. ¿Está jugando Keylor?”, dijo el taxista, tapándose la cara como cuando se recibe la noticia de una tragedia personal. Boquiabierto se asomó a las pantallas. Vio a los jugadores costarricenses uniformados de blanco con las caras derrotadas ante los españoles, que parecían jugar un amistoso.
En las redes sociales empezaba a circular una foto del presidente Rodrigo Chaves con la copa en la mano como recordatorio de mala señal, para los que creen que tocar el trofeo es causa de desgracia. En el televisor los comentaristas tartamudeaban. Empezaba a crecer el miedo a un marcador vergonzoso, de esos que se recuerdan décadas después, algo imperdonable para un país vanidoso que suele maquillarse con los colores del fútbol.
Al medio tiempo, resistentes, dos clientes del bar corrieron mesas para bailar un merengue distractor y Pedro Miguel, el piadoso, agregaba sabor musical golpeando una botella con una moneda. Y otro trago. Al otro lado de la calle, en la cantina llamada El Mundial -prohibida para mujeres, parecía- tres hombres acudían al sagrado rito de convertirse en entrenadores. Cuestionaban el planteamiento de Luis Fernando Suárez, señalaban que los ticos les regalaron medio campo y tiraban posibles soluciones de estrategia.
Comenzaba la segunda parte y pronto el 4-0. “Pura mierda este equipo”, exclamaba un hombre forrado en la bandera tica, pero otros insistían en que la fe no necesita motivos. “Somos 11 contra 11, seguimos adelante. Hay que ser optimistas”, decía un nicaragüense, el único que conjugaba en primera persona del plural, el único que no se bajaba del barco. A los diez segundos, 5-0. “¡Qué vergueada, maes!”, describió con elegancia el único optimista que quedaba.
Mejor hablar de otra cosa. Un compañero de barra encontró oportuno discutir asuntos serios de geopolítica e historia, que España nos gobernó muchos siglos hasta que llegó a Estados Unidos, que esto del fútbol es solo un distractor y que por suerte hoy nos despertábamos de la ilusión de que somos grandes en algo. “Somos una mierda”, reaccionaba balbuceante con los ojos a media asta y tirando saliva, como queriendo pelear con cualquiera. Cayeron el seis y el siete en La Navidad “Carepichas, carepichas, carepichas”, rabiaba contra la pantalla la mujer que hacía menos de una hora bailaba merengue como fingiendo que la Selección tampoco importaba tanto. Un joven abrazaba a la mujer que presentó como su esposa. Otro se rascaba la cabeza pensando en los 150 dólares que se ganó trabajando una semana en el hospital a 200 metros del bar, y que acababa de perder en una apuesta.
La mujer volvía a increpar al televisor: “¿Es en serio, carepichas? ¿En serio nos hacen esto?”. El dueño del bar dejó en una pantalla sin sonido el resumen del partido por si alguien quería corroborar y en los parlantes comenzó a escucharse algo parecido a una cumbia casera con la letra “le jala la cachimba, le chupa la cachimba” y un video de mujeres haciendo twerking en una playa.
La pareja de casados se asomó a la calle y constató que la vida sigue como sigue el Mundial en Qatar con sus élites y sus millones y sus cochinadas, dijo ella. Y con el partido de Costa Rica-Japón el domingo y después el de Alemania, sin más. Con la bienvenida de 7-0 nadie pensaba ya en repetir Italia 90 ni menos Brasil 2014. Él sacó un billete de mil colones y pidió a la mujer que le acompañara adonde el vendedor ilegal de lotería para un último ejercicio de fe: “póngale 500 colones al 07 y 500 al 70. De algo tiene que servir esta vergüenza”.