Me di cuenta estos días que salí de Centroamérica y me alejé de su exasperante clase política de que mi pesimismo instalado hasta el tuétano me ha impedido decirles algo muy importante, colegas de este pedacito de mundo. Les he dicho en otras columnas que la situación va a empeorar, que adviertan a sus familias, que hagan un plan de exilio, que piensen que la cárcel será hasta entonces una posibilidad, y que para muchos no es un temor adelante, sino el yugo que padecen. Les he dicho lo mal y no les he dicho lo bien. Lo digo ahora en este primer párrafo: son ustedes las personas indicadas, lo han demostrado, y ustedes ya saben quiénes son; el resto acomodado también sabe quiénes son. A ese resto no quiero hablarle en esta columna.
A momentos ensombrecidos como los actuales, periodistas brillantes como ustedes.
“¿Y sus lectores?”, me preguntaron recientemente en la gira de mi último libro. Los lectores, ese montón al que poco conocemos y que tanto nos empeñamos en entender. Y yo respondí diciendo generalidades: que sé que hay un grupo de lectores que nos quiere mucho, que nos lee mucho y que por eso nos critica de manera perspicaz. Y que nos gustan esos lectores, que queremos más así, que en esa gente vemos realizados algunos de nuestros verbos rectores: informar, revelar, demostrar, verificar, explicar, dudar. Pero que lo usual no es eso, que hay entre ese montón un montón que nos detesta –en El Salvador, por montones–, que aman al tirano de turno, que creen con fe y odian por fe, que desesperados por esta región que no les dejó nada buscan milagro y no construcción, que no pretenden concedernos la razón por más pruebas y fuentes y documentos y audios y fotos y videos que publiquemos, que están dispuestos a insultarnos en la calle y, sin duda alguna, escondidos detrás de ese intercambio mediocre, remedo de conversación, que son las redes sociales. Que, de cierta forma, el periodismo implica siempre perder, perder en alguien, perder entre varios, perder un país, una región. Y que ganar es el hecho oculto al periodista. ¿Cómo se gana en esto? ¿Qué se gana? Quién sabe. Desde luego, yo no.
Llevamos años yendo por ahí, porque empezamos muy jóvenes y demasiado románticos, convencidos de que contar es importante porque entre saber y no saber hay un abismo en el que Centroamérica se ha hundido por décadas. Y tras años, aquí, bien hundidos, seguimos creyendo que contar es importante. Hay en parte de este gremio una convicción fabulosa, también por ingenua. Quizá es tozudez.
Yo creo que cambiamos cosas. Yo creo que somos obstáculo. Pero también sé que no cambiamos nada como queremos, como demanda lo que informamos; y que hemos sido –y seguimos siendo– un obstáculo superado por varios corruptos.
Pero nos da igual –o al menos no nos paraliza– y nos esforzamos por estorbar más y editamos nuestros textos tres, cuatro, diez veces, y nos aliamos para resonar más, y traducimos para alcanzar a otra gente, y consultamos con abogados para no dar a los poderosos una excusa con la que ponernos donde han puesto sin razón a tantos colegas, tras las rejas, y buscamos a otra fuente y a otra y, cuando todas nos dicen que no quieren dar su nombre por miedo, entonces buscamos a otra y a otra y a otra, hasta que una se atreve o varias dan suficiente respaldo a un hecho. Y entonces buscamos a otra.
Convicción, incertidumbre y método. ¿Acaso no es de eso de lo que está hecho “el mejor oficio del mundo”?
Y todo eso le sobra a este gremio en la parte más angosta de América.
Mi oda a ustedes viene de lo que les vi hacer. Esto les vi hacer.
Cuando el tirano se desnudó como tal en Nicaragua, cuando sus pistoleros asesinaron con alevosía a estudiantes que protestaban, y luego encarceló a quien decía asesinato, masacre, represión, ustedes colegas no se fueron, se quedaron. Aguantaron hasta donde pudieron, y mucho más allá, viendo entrar a mazmorras infames a decenas de personas, a marchitarse por no estar de acuerdo con la desquiciada pareja que gobierna ese país, viendo sus medios allanados bajo argumentos más pírricos que la nobleza del régimen. Y luego, cuando la opción era marchitarse también en esa oscuridad o salir del país, salieron, algunos de ustedes en lanchas, por puntos ciegos y veredas, con el dolor de dejar a sus parientes en prisión incluso, con algunos huesos rotos incluso. Pero no pararon. Salieron para seguir. Salieron y escribieron. Salieron y revelaron. Salieron y siguen.
Cuando en la letal Honduras se empezó a desmantelar el narcoestado que ha sido bajo la presidencia de los últimos criminales que los gobernaron, ustedes –sobretodo algunas de ustedes– no se unieron a la fiesta, no se olvidaron que controlar el poder no tiene que ver con predilecciones facilonas ni consignas en la plaza, sino con un mandamiento del oficio. Y siguieron. Y, ahora, mientras todo se reacomoda –o parece que se reacomoda–, ustedes han vuelto a caer en la casilla del desprecio porque no celebran lo que apenas es una esperanza lejana. Se quedaron y siguen.
Cuando en Guatemala ese animal rabioso y vengativo que es el sistema de “justicia” les volteó a ver y acusó a varios periodistas, y encerró a uno de los más emblemáticos y condenó al exilio a otro de ellos, ustedes no se escondieron. Salieron a revelar corrupción de esos políticos que controlan al animal que persigue, y también denunciaron a la empresa que, a punta de dólares ,trataba a los militares como sirvientes y a los indígenas como intrusos en su tierra. Y dijeron empresa y dijeron mina y dijeron militares y dijeron corrupción. Y, otra vez, el ojo del animal entrenado para machacar a quien no se arrastre les siguió, les observa, les persigue. Quiere morder. Se quedaron y mordieron ustedes también.
Cuando en El Salvador la palabra exilio vuelve con prisa a instalarse a los pies del tirano que lo quiere todo para él y todos para uno que es él y el resto al carajo, ustedes revelaron como pocas veces el gremio lo ha hecho en este país. Revelaron corrupción, robo, censura, espionaje, pactos criminales, nepotismo, violencia estatal, tortura, persecución, mentiras. Exilio. Y cuando el que quiere ser todopoderoso se hartó y empezó a cercarlos con sus edictos medievales que le aprueban a encarcelarlos, espiarlos, difamarlos, reelegirse, hay quienes salieron del país para poder escribir, para calmar a sus familias, para proteger a sus colegas, para terminar la investigación, para publicar; y hay quienes volvieron y volvieron a salir y regresaron y volvieron a salir y viven allá y viven aquí, en sofás o apartamentos prestados en Ciudad de México, Guatemala, algún lugar en Europa; o incluso se escondieron hacia adentro en sitios alquilados para escribir. Se escondieron para hacer, no para dejar de hacer. Se exiliaron para volver, para terminar. O no se movieron de sus casas y tuvieron hijos a los que alimentaron mientras pensaban que quizá esa noche iban por ustedes, quizá, y los durmieron y siguieron escribiendo de noche, con miedo, pero sin parálisis. Que el miedo es total solo cuando no hay nada más que el miedo. Cuando hay convicción, el miedo se queda, pero retorciéndose.
Salieron, se quedaron, y siguen y muerden y son obstáculo y cambian cosas. Y no les gusta del todo nada de esto. Y siguen.
Y yo, a ustedes, a todos ustedes, a todas ustedes, les admiro con devoción, con emoción. Y agradezco ser parte de ustedes, a pesar de que lo que viene es peor, de las úlceras familiares, de la frustración al nomás despertar y también al ir a la cama, a pesar de la lejanía con el hermano querido, con la madre y el padre angustiados.
Ustedes son el periodismo que siempre quise hacer:
El que entiende que no se trata de aplausos.
El que no dobla rodilla ante el poder.
El que asimila la frustración.
El que digiere el desprecio.
El que conoce el método.
El que siempre sospecha.
El que siempre descubre.
El que vive con miedo.
El que sigue.
Sigan.
*Óscar. Martínez es periodista y jefe de redacción de El Faro.