Columnas / Cultura

Tití me preguntó por qué odiamos o amamos a Bad Bunny

Bad Bunny tiene fama dividida porque representa mucho de lo que las nuevas generaciones entienden por vida actual y, al mismo tiempo, rompe con lo que algunos conciben como “normal” y “correcto”.

Miércoles, 23 de noviembre de 2022
Willian Carballo

O perreas con él o perreas sola. O lo picheas o no lo picheas. O lo odias o lo amas. Si hay un artista que en los últimos años ha rebanado el gusto de la sociedad en dos es Benito Martínez, aka Bad Bunny. Para unos es un prócer de la música urbana, casi un John Lennon en pantalones cortos color pastel, lentes de corazón y acento boricua. Para otros, Yoko Ono: una obra de hamparte de un comediante que canta como si sufriera un dolor de muelas permanente, con el agravante de no dar risa.

Los primeros han logrado que el puertorriqueño tenga hasta 30 canciones entre las 50 más oídas en Spotify. También han agotado los boletos para sus conciertos −como el que dará este sábado en El Salvador− y han conseguido que sus reproducciones en YouTube crezcan cada mes a la velocidad de los intereses de una deuda bancaria postergada. Los segundos lo odian. Detestan todo sobre él −su look, sus letras, sus poses− y la música que representa, tanto que estoy seguro de que, ahora mismo, están ultrajando a El Faro −y a mí− solo por escribir sobre él.

La cuestión es por qué. ¿Por qué demonios Bad Bunny genera esas pasiones tan opuestas desde que suena su primer pujido hasta el último tumpatumpa de sus canciones? ¿Por qué tiene tantas “novias” −como dice su tema Tití me preguntó− y a la vez tantos haters?

Contestar esas preguntas no es banalidad. Ahogados de información política, rara vez nos tomamos tiempo para debatir sobre estos temas que no joden la democracia, pero sí trastocan las emociones. Porque, aunque la razón nos pregunte por el régimen de excepción o la reelección, al final nadie ha de irse de fiesta con los tiktoks sobre Centros Penales ni le ha de dedicar artículos constitucionales a la novia. En cambio, los artistas y sus canciones −sea Nodal y su Adiós, amor o Drexler y su Ganas de ti− nos acompañan a diario, en las depresiones y en las pasiones. Y eso también es relevante.

Por ello, tras una pequeña investigación, tan placentera como masoquista, aterricé en cuatro hipótesis. La primera tiene que ver con el termómetro de la moral: Bad Bunny tiene fama dividida porque representa y lidera mucho de lo que las nuevas generaciones entienden por vida actual y, al mismo tiempo, rompe con lo que algunos mayores conciben como “normal” y “correcto”. Utilizaré el ejemplo del sexo para explicarme mejor.

Cuando Alejandra Guzmán lanzó en 1991 Hacer el amor con otro, los adolescentes de entonces nos sonrojábamos porque alguien cantara esa frase. Y aunque en el fondo fuéramos unos púberes calenturientos, el contexto de entonces obligaba a esconder ese tópico bajo el sillón y hablarlo solo en privado o con amigos cercanos. Luego, el siglo XX empezó a morir. Y en su agonía vio cómo fue más fácil mencionar el tema sin tabúes en los medios o en la escuela −si dios Estado lo permitía−. Mientras esa realidad mutaba, poco a poco atestiguamos cómo las canciones también acompañaban-provocaban la revolución y pasaban de usar tiernas metáforas a recurrir a la nalgada limpia. Vino Molotov. Vino Eminem. Y, finalmente, ya entrados los años 2000, vino el reguetón y todo explotó con gasolina en un orgasmo lírico. Entonces hablar de sexo se convirtió en algo cotidiano, que lo podías hacer con franqueza mientras te tomas una cerveza y haces dibujitos en una servilleta. Muchos artistas reguetoneros entendieron el juego y duplicaron la apuesta. Noche de sexo. Nalgas de catorce quilates. Duro, papi… Hasta que, en 2019, Bad Bunny reventó: “Si hay sol, hay playa; si hay playa, hay alcohol; si hay alcohol, hay sexo; si es contigo, mejor”.

Mezclar sexo y alcohol de manera tan directa en el mismo cóctel le creó resacas morales a muchos de sus críticos. Para ellos, hay historias que deben seguir contándose con silenciador o apelando al doble sentido, en teoría, más sutil. Así crecieron. Así son sus creencias. Por eso muchos celebran cuando La Chanchona de Arcadio canta con albur sobre dilataciones de agujeros corporales en su famoso coro “oh, John, me dejaste” o cuando Aniceto Molina deja a Manuela “con el gallo mojado” (acá pueden leer sobre estas canciones). Sin embargo, se cubren los oídos con los tapones del pudor cada vez que el Conejo Malo −su nombre traducido− combina arena con sexo sin filtro.

Así, agarrándose de frases como “si tu novio no te mama el culo, pa' eso que no mame”, los haters critican al puertorriqueño por sudar tanta vulgaridad. Son pecados lingüísticos, aseguran, que los artistas de antaño no cometían o al menos sabían disfrazarlos con elegancia. En la noventera Cómo te deseo, Maná, por ejemplo, cantaba la misma premisa del boricua, pero con vocabulario de horario familiar: “Oye, nena, te quiero besar de los pies a la cabeza”. En cambio, culpan al Conejo de fomentar el desenfreno moral entre los jóvenes con esas letras. ¿Qué bueno le puede dejar a las nuevas generaciones −se preguntan− una canción que habla sobre mamar el culo? Lo que obvian es que, simplificando al pensador Martín-Barbero, hay una larga fila de mediaciones entre el producto y el consumidor cultural −la educación, los valores, el entorno familiar− que provocan que los procesos no sean tan simples como que hoy al mediodía oiga a Bad Bunny y en la noche esté exigiendo besos negros. No todos nos volvemos tramposos por ver Better Call Saul ni asesinos por ver el documental de Jeffrey Dahmer.

Segunda hipótesis: su coqueteo con las ideas progresistas sobre género también le adicionan fans y enemigos. El ejemplo perfecto es su famosa Yo perreo sola. Su letra describe a una mujer que no necesita que un hombre le diga qué botones apretar para divertirse; mientras que su video muestra al cantante en drag, con senos postizos, peluca y maquillaje. Según artículos académicos de Silvia Díaz y Keylor Robles, la canción es una metáfora de la autonomía femenina, mientras que la imagen del boricua en el audiovisual simboliza un nuevo tipo de masculinidad que −parafraseando− hubiera hecho doler el hígado al más Vicente de los Fernández. Esas luchas culturales empatizan con jóvenes que piensan igual. En especial, con esas mujeres que ahora no tienen miedo a pichear (ignorar o negarse) y a ponerse dignas y decir “llámame cuando te hartes de amores baratos”. Y, claro: al mismo tiempo, enfurecen a los abanderados en el desfile de “las buenas costumbres” de una sociedad ruborizada, incapaz de independizarse de su conservadurismo.

Pero este Conejo regala palos y zanahorias al mismo tiempo. En una canción las empodera y tres melodías después las sexualiza (“tú tiene’ un culo cabrón”, se oye en Safaera; y “hoy tengo a una, mañana otra”, se vanagloria en Tití me preguntó). Con ese doble juego, el puertorriqueño se mueve habilidosamente entre las lentejuelas de Juan Gabriel y el bigote de Pedro Infante, logrando llegar con curado equilibrio a un público más diverso e incluso confundiendo a muchas personas con pensamiento progresista que lo oyen. “Se apropia de luchas para lucrar con ellas”, asegura Robles.

La tercera hipótesis es sobre el gusto y la distinción. El sociólogo Bourdieu ya adelantó que tendemos a creer que la cultura popular es vulgar, corrientona, porque así lo ha impuesto una élite que tiene los medios para hacer valer su gusto, supuestamente más refinado. Por eso algunos no se tomarían once minutos de su tiempo para leer a Coelho, porque prefieren tres precoces pero intensos minutos con Borges; y por eso algunos más no bailarían El Tilinte, de Jhosse Lora, en Navidad, por bayunca. Sin embargo, las clases sociales subordinadas ejercen resistencia. Sacan pecho por su arte y lo venden como más puro, más calle y, por eso, más auténtico. Esa es la razón por la que Los Tigres del Norte son jefes de jefes para cientos de migrantes indocumentados y otros ven en Jhosse al cronista por excelencia de su infancia.

Dicha dualidad podría explicar, en parte, por qué muchos detestan a Bad Bunny: porque hay cierto encanto, cierta soberbia, en sentir que no te gusta lo que les gusta a las masas; en especial, si se cree que esas masas adoran a alguien que canta con un cepillo de dientes atrapado en la boca. Pero también aclararía por qué otros tantos lo admiran: porque sienten que sus letras son auténticas, que ese estilo de cantar tan Oral-B es original y que su ritmo conecta caninamente con sus cuerpos. La complicidad es tanta, diría un reggae, que las vibraciones de fan y artista se complementan.

Es en esa máxima tensión cuando aparecen las exageraciones. Mientras sus seguidores se derriten de amor con La noche de anoche y mientras las bebecitas se convierten en bebesotas al ritmo de Me porto bonito en la pista de baile; otros sufren agruras cada vez que lo oyen pujar en sus canciones y sienten martillazos en la cabeza cada vez que el tumpatumpa de la base del reggaetón emana de una bocina. Y esas posiciones son cada vez más irreconciliables. Para los primeros, sus melodías son la banda sonora de sus gozos presentes y los temas que mañana los harán llorar de nostalgia. Para los segundos, el artista representa a ese “puto género” que casi mató al merengue y la salsa, y que arrinconó al rock hasta dejarlo como un refugio al alcance de aquellos con buen paladar musical.

Una última hipótesis: Bad Bunny también gusta gracias a una cuidada estrategia de marketing que vende sus discos y su imagen como una hamburguesería. Esto no es nuevo en la industria musical. Sin embargo, como las fake news, las redes sociales vinieron a potenciar el fenómeno (basta mirar a Shakira y su Monotonía post Piqué tan oportunamente lanzada). El boricua opera igual. Sus historias en Instagram, su apoyo a la lucha social en Puerto Rico y sus apariciones en vestido no son casualidad. Todo está ahí, calculado como anuncio de Quilmes en el Mundial, para construirse una marca. Sus métricas son aplastantes; las evidencias no se pueden ocultar. Pero también disgusta por lo mismo: porque muchos lo tildan de envase vacío −feamente decorado, además, piensan− a la venta en el mismo súper en el que a la colombiana se le sale el corazón de utilería en su video.

En resumen, explicar por qué este artista se ha convertido en héroe y villano en un solo movimiento requiere de múltiples matices. Pero si hubiera que resumir todo en dos frases diría: primero, que su éxito se debe a que supo leer el presente y se fabricó de tal forma que, con ritmos pegajosos y letras que negocian entre el rosa pastel y el beso negro, se volvió el producto-portavoz de una generación que no es ni mejor ni peor, sino que simplemente es. Y segundo, que la urticaria que provoca entre sus haters se debe, además de cierta pretensión estética, a que hay personas que no es que no lo quieran exclusivamente a él, sino que, más bien, detestan los cambios culturales y nuevos códigos morales que él simboliza; que no digo que sean positivos ni negativos, sino que simplemente son.

Al final, será la historia la que se encargará de poner a Bad Bunny en el lugar que se merezca: como un bufón de temporada con dolor de muelas o como un Lennon urbano en pantalones cortos convertido en clásico. Hasta entonces, toca seguir esperando y esperando, diría Calamaro. En lo que el árbitro del tiempo revisa el VAR para dictar sentencia, a sus fieles fanáticos solo les queda seguir dando y dándole sin parar a sus canciones para que el idilio perdure siempre; a su haters, rogar porque la selección natural haga su trabajo de extinción con esta especie de conejo; y a la academia y el periodismo, pedir que, sin minimizar la reelección o el régimen de excepción, más voces se sumen a estos debates, igualmente necesarios en un país donde la discusión cultural, por desgracia, casi siempre termina perreando sola.

Y no: no te lo dijo El Chombo.


*Willian Carballo (@WillianConN) es investigador, catedrático, periodista y ensayista salvadoreño. Es doctorando en Sociedad de la Información y el Conocimiento, máster en Comunicación y licenciado en Comunicaciones y Periodismo. Actualmente es coordinador de Investigación de la Escuela Mónica Herrera y docente de la Maestría en Gestión Estratégica de la Comunicación de la UCA. Es Gran Maestre de los Juegos Florales de El Salvador, tras ganar tres veces el premio en la categoría Ensayo, por temas sobre medios y cultura. Ha sido becario del Instituto Iberoamericano de Berlín; del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO); de la Universidad de Bielefeld, Alemania; y del programa Autorregulación de Medios, de la Cooperación Sueca. Además, ha publicado en libros y revistas editadas en Gran Bretaña, España, Colombia, México, Cuba, Guatemala y El Salvador. 

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