En la cama de aquel picop, los ocho muchachos de entre 14 y 17 años intentaban no golpearse, pero era imposible. No iban vendados, pero no podían ver el camino. Los soldados no les permitían levantar la cabeza ni bajar las manos de la nuca. Cada giro, frenazo o bache en el que se metía el picop suponía más golpes para ellos, que acababan de ser sacados de sus casas mientras dormían, y subidos como bultos en la cama de aquel vehículo. Les costaba respirar, más aún cuando alguno de los soldados sentados en el borde de la cama del picop les aplastaba la cabeza.
Aquella noche del 5 de noviembre, el picop —placas particulares, gris, doble cabina, tipo Hilux— entró a la comunidad a las siete e iba conducido por soldados, lo cual era irregular, pues para ejecutar órdenes de capturas al menos un policía debía acompañarlos. El picop recorrió las calles barrosas y agujereadas de la comunidad Amando López, del municipio de Jiquilisco, y casa por casa los soldados preguntaron por Ricardo, Carlitos, Roberto, Marlon, Daniel, Adonay, Edwin y Emerson, hasta capturarlos a todos. “El caballero nos va a tener que acompañar”, le dijeron al papá de Daniel, de 16 años, después de golpear fuertemente la puerta de la champa de lámina. Los perros de las casas se la pasaron ladrando buena parte de la noche, hasta las 11 que ya los habían detenido. A esa hora, el picop salió finalmente de la comunidad repleto de muchachos.
Tomaron la pavimentada para alejarse de la comunidad y, de pronto, el picop giró en U. Ya no se dirigía al norte, como buscando la Carretera Panamericana, sino al sur, rumbo a la costa, que por esos lados significa la Bahía de Jiquilisco, Usulután. Uno de los detenidos era Emerson, de 16 años, a quien comenzaba a dormírsele una pierna. Aquel giro en U le dio mala espina. “Creíamos que íbamos para El Zamorán, donde está el puesto de la Policía… pero cuando dio la vuelta, y regresamos, nos asustamos, pensamos… ¿y para dónde nos llevan? No dijimos nada en ese momento porque ya sabíamos que nos iban a pegar si decíamos algo, pero nosotros pensamos que a morirnos íbamos ahí, porque nos estaban llevando a saber adónde.”
A esa hora, una tienda sobre la carretera que baja desde la Carretera Panamericana despachaba a los últimos clientes. “A veces nos quedamos acá hasta bien noche. Ese día no sé qué pasó, pero nos atrasamos más”, cuenta Jeyli Sánchez, de 29 años, hermana de José Ricardo, uno de los detenidos. Un tío llamó a su celular.
—Jeyli, apurate, venite, que se llevaron a tu hermano.
—No puede ser, ¿quiénes se lo llevaron?
—¿Y quiénes pues? ¿No sabés quiénes los han estado acosando todos estos días?
—¿Ellos fueron? Ahorita voy para allá...
La PDDH confirma detención arbitraria
La versión más difundida en medios, redes sociales e incluso en comunicados de denuncia de lo que ocurrió en el Bajo Lempa aquel 5 de noviembre fue que los soldados, molestos por un sociodrama montado por estudiantes adolescentes de la comunidad Amando López, decidieron capturar a ocho de los actores en represalia por el contenido de aquel drama en el que supuestamente el Ejército quedaba como perdedor en algunas batallas frente a la guerrilla, en una reconstrucción de la Guerra Civil. El largo sociodrama colegial intentaba resumir la historia nacional en poco más de una hora. Cada año, 40 estudiantes de distintos grados de la escuela de la comunidad recrean desde pasajes de la conquista española hasta los primeros años de la posguerra. Es una obra que suele presentarse cada 30 de octubre en la comunidad, como parte de las celebraciones del Día de la Resistencia. Para la obra, algunos estudiantes se disfrazan de soldados y usan trajes camuflados. Como habían ensayado en los días previos, algunos de ellos tenían en sus celulares las fotos suyas posando con los uniformes.
Debido a la falta de información de parte del Ejército, es imposible determinar si esa fue la razón por la que los soldados hicieron aquel operativo. Lo que está claro es que incluso antes de la obra ya habían ocurrido otras agresiones contra los mismos adolescentes y otras personas. Los responsables de aquellos tormentos siempre fueron los mismos cuatro soldados que comenzaron a patrullar la zona a mediados de octubre.
Según testimonios de media docena de pobladores recogidos por El Faro, previo a la captura del 5 de noviembre, los mismos soldados habían detenido momentáneamente a los muchachos durante un baile en la casa comunal de La Canoa, una comunidad vecina, la noche del 29 de octubre, y también cuando regresaban de enflorar a sus muertos el 2 de noviembre en las callecitas de la Amando López, o justo antes de comenzar un partido de fútbol el día 4, en la cancha local. A los muchachos, cada vez que los intervinieron, les ordenaron permanecer de pie, con los manos en la nuca, abiertos de piernas. Les quitaron la camisa en busca de tatuajes, les fotografiaron los rostro, hurgaron sus teléfonos, les golpearon la cabeza y las costillas mientras los interrogaban. Les preguntaron si eran pandilleros, les pidieron que dieran los nombres del líder. Y, como nunca les encontraron vínculo con pandillas, cada vez, los dejaron seguir su camino tras vapulearlos.
A otro joven, José Óliver González, de 26 años, le cortaron el pelo con un corvo cuando volvía de trabajar. Todos estos maltratos terminaron la noche del 5 de noviembre con los ocho jóvenes siendo víctimas durante unas dos horas de golpes, insultos, imposición de ejercicio físico y amenazas de muerte en medio de un puesto militar en el monte.
El Ejército no respondió a una solicitud de explicaciones hecha por El Faro a través de una llamada telefónica con el jefe de prensa, la mañana de este lunes 21 de noviembre. El encargado pidió que la solicitud se hiciera por correo electrónico, lo cual se hizo, y se insistió a las 6:20 p.m. a través de WhatsApp, pero no hubo respuesta.
En cambio, la PDDH, que inició una investigación del caso, sí compartió con El Faro algunos de sus hallazgos obtenidos a la fecha. En sus primeros comentarios, entregados a El Faro vía WhatsApp el 15 de noviembre, la PDDH sostuvo que las ocho capturas en la Amando López fueron una violación al derecho de la libertad de los adolescentes. “Al tener conocimiento la PDDH sobre las detenciones supuestamente arbitrarias, se hizo (…) una comunicación directa de la Procuradora con el Fiscal General, a quien hizo de su conocimiento de la situación y de las posibles consecuencias que podría tener una acción impropia por parte de elementos de la Fuerza Armada, que fueron quienes hicieron la captura inicialmente”. La Procuradora Raquel Guevara, según esta versión, valoró su gestión 'como exitosa ya que restituyó el derecho a la libertad inicialmente conculcado”.
Ante una segunda solicitud de comentarios sobre la existencia de indicios de tortura, el lunes 21, la PDDH dijo que no había logrado confirmar nada del maltrato que los adolescentes contaron a El Faro: 'En ninguna de las entrevistas realizadas ante personal de PDDH se denunció torturas ni se hizo referencia a tratos crueles o de similar índole; en ese sentido, Procuraduría no puede descartar su existencia, sin embargo, esta (la tortura) no ha figurado en los datos a la fecha recabados'. La Procuraduría señaló que sigue investigando los hechos y que 'no hay conclusiones finales o definitivas', y que ya se entrevistó al personal militar que intervino en el operativo y al personal policial que consignó a los jóvenes, también a las víctimas, a algunos de sus familiares, a algunos testigos locales y 'a personas referentes en el caso'.
La PDDH agregó que ya requirió a la Fuerza Armada y a la Fiscalía 'que iniciaran una investigación sobre las actuaciones del personal militar que ejecutó las capturas, a fin de determinar posibles responsabilidades'. La institución sostuvo que, si los muchachos salieron libres —como ocurrió 24 horas después, en la noche del domingo 6—, fue gracias a sus gestiones. “La Procuradora obtuvo una respuesta positiva del Fiscal General, quien comisionó a un fiscal específico para que fuera al lugar y se encargara de la situación jurídica de los jóvenes menores de edad capturados. Ese mismo fiscal, el mismo día de la gestión, procedió a ponerlos en libertad”.
Los testimonios de las víctimas recogidos por El Faro indican que el adormecimiento del cuerpo, mientras iban sometidos en el picop, solo fue un elemento de aquella jornada y ni de cerca fue lo peor de la noche.
Las detenciones quebrantaron a la comunidad por completo. Fue el incidente más escandaloso de los últimos años, según varios pobladores. En la Amando López, una comunidad de unas 135 familias, de calles de tierra, casitas de lámina y materiales mixtos, todos coinciden en que desde hace seis años las pandillas desaparecieron de la zona casi por completo. En los ocho meses que lleva el Régimen de Excepción, las autoridades solo habían detenido a dos hombres. En todo el país, las capturas ya superan las 57,000.
Sin embargo, la Amando López pertenece a esta microrregión de 49 comunidades de Jiquilisco, conocida como el Bajo Lempa, donde el régimen ha actuado con especial denuedo. Según estadísticas de las Comunidades Eclesiales de Base (CEB), durante el régimen se ha detenido a unas 300 personas en la zona, de las cuales 111 no son pandilleros ni colaboradores. “Tenemos toda la documentación que demuestra la inocencia de esas 111 personas, hemos agotado todas las instancias judiciales, hemos presentado los hábeas corpus y por eso ahora pedimos públicamente su liberación”, dijo José Salvador Ruiz, líder de las CEB, durante una conferencia de prensa el martes 15 de noviembre. Uno de los 111 casos de los que habla Ruiz es el de José Duval Mata, quien recibió la carta de libertad hace dos meses, por parte del Juzgado de Instrucción B2 de San Miguel, pero aún no ha sido liberado. Sigue en la fase 3 del penal de Izalco.
El Bajo Lempa es una extensión de tierra que fue repoblada por excombatientes del FMLN tras el fin de la guerra y donde las lluvias y las descargas de la represa cada año provocan graves inundaciones. “Somos un foco de resistencia contra la política del Gobierno, a nivel organizativo. Por eso, a través de las capturas, nos intentan amedrentar y tratan de infundir temor, para que la organización se desarticule”, dijo Ruiz.
“No sabemos nada, váyanse a dormir”
En El Zamorán, donde está el puesto policial a cargo de la zona, algunos parientes de los detenidos habían llegado minutos después de las capturas y esperaban ansiosos que los captores llevaran a los muchachos. Pero aquellos primeros minutos solo avivaron la angustia.
“Ahí en la Policía nos dijeron que no sabían nada de ninguna detención y yo me puse más mal, porque tanta noticia que se escucha que se los llevan, los matan, y que no se sabe nada, o los desaparecen. Quienes los agarraron habían sido los soldados, no andaba ni un policía con ellos, tampoco andaban carro con logo ni patrulla, sino que era el picop gris”, dice Jeyli, la hermana de José Ricardo, uno de los capturados.
Al menos 80 detenidos, que aun no tenían condena, han muerto en las cárceles, durante el Régimen de Excepción, sin que las autoridades den explicaciones sobre qué les pasó. Lo que se sabe es poco, como el patrón que revelan las autopsias: múltiples muertes están aún “en estudio”, pese a que se reconoce que los cadáveres tenían un “edema pulmonar”, algo que aparece, por ejemplo, cuando ha habido un estrangulamiento. El Comité contra la Tortura de la ONU celebró el 17 y 18 de noviembre una audiencia en la que exigió al Gobierno salvadoreño información sobre torturas en centros penales. El Estado respondió que la tortura no es una política estatal.
“Seguíamos diciéndole a los policías que nos dijeran dónde estaban los muchachos, y ellos solo decían que no sabían nada de eso. Me dijeron, ‘mire tranquilícese, deme su número, si a ellos los traen para acá, le voy a llamar. Vayan a dormirse a la casa’”. “A la hora que sea los vamos a esperar, y usted mejor llámeles a los soldados y ayúdenos”, le increpó Jeyli.
Al puesto policial llegaron otros padres de familia. Jeyli se dio cuenta de que los detenidos eran más, no solo su hermano.
Torturas en una casucha
Alrededor de las 11 de la noche, a bordo del picop, los militares llevaron a los muchachos a un predio en San Juan del Gozo, cerca de la Bahía de Jiquilisco, a unos ocho minutos en carro desde la comunidad Amando López. En ese lugar había un escombro sin techo ni ventanas ni pared de fachada, según dijeron cuatro de los jóvenes que hablaron con El Faro. Era, según describieron, un lugar muy oscuro. Recuerdan que había una construcción contigua que sí tenía puerta y ventanas, y un foco que era lo único que iluminaba.
“Cuando llegamos, sentí que se me deslizó el pie dormido, no lo sentía para nada y me caí”, dice Emerson. “El lugar apestaba, como a sangre o a animal muerto”, agrega Daniel. “Nos pusieron viendo a una pared, a estarnos alumbrando y jodiendo, y a decirnos, ‘uy, miren, esas niñas cómo están paradas, hasta durmiéndose están. Vaya, bichos cerotes, no se estén durmiendo’. Nos dijeron que para que no nos durmiéramos, que hiciéramos el candado, y ya comenzamos a abrazarnos así”, añade Daniel. El candado implicaba que todos se pusieran en fila, hombro con hombro, y luego pasaran sus brazos encima de los hombros del que estaba a la par, como para abrazarse. “Y ahí nos dijeron que teníamos que hacer 100 flexiones, pero cuando bajábamos nos teníamos que quedar así mucho tiempo hasta que decían, ‘va, arriba’, y entonces subíamos, pero teníamos que bajar inmediatamente. Así hicimos como 30 flexiones, pero nos dijeron que no llevábamos ninguna, y volvimos a comenzar”, dice Daniel. No hay consenso entre los entrevistados de cuánto tiempo pasaron ahí. Algunos dijeron que una hora; otros dijeron que fueron tres. “Nos ponían el fusil en el lomo y la cabeza, así, rapidito, nos pegaban los tobillos con las botas. No aguantábamos ya la nuca y los brazos”. A Adonay, un soldado le iluminó la espalda y le pegó una patada. “Mirá el boxer de este bicho hijueputa”, dijo el soldado. “Casi me desrabadillaron”, dice Adonay.
Los soldados acusaban a los muchachos de ser pandilleros. “Pasaban por cada uno diciendo que éramos pandillas, que éramos de la MS o de la 18. Nos decían que ya nos conocían, y nos conocían porque obviamente nos habían parado anteriormente varias veces”, dice Emerson, en referencia a lo que habían vivido las semanas previas.
Dos de los adolescentes dicen que escucharon cuando los soldados recibieron una llamada de la Policía de El Zamorán. “Y nos llevaron para allá, no porque a saber cuánto tiempo habríamos permanecido ahí”, dice Daniel. “Cuando veníamos, yo traía a un soldado detrás de mí y me pegó cinco talegazos en esto de aquí (se señala detrás de la cabeza)... cuando pasamos por el túmulo aquí por el campo, me agarró el pelo y me lo jaló y, cuando me soltó, me pegó en la cabeza”, agregó. Daniel recuerda que llegó con dolor de cabeza a El Zamorán.
En San Juan del Gozo, una casa abandonada con las características que describieron los muchachos detenidos sirve de base para una patrulla de infantes de Marina. En la entrada hay un rótulo que evidencia que ahí, hace años, funcionó un proyecto de la cooperación española. El miércoles 9 de noviembre habían pasado cuatro días desde las detenciones. A media mañana, dos soldados, fusil en mano, descansaban en una mesa de madera bajo un árbol, al tiempo que revisaban sus teléfonos celulares. Un soldado más estaba en la construcción de la entrada, donde desde afuera se observan unos camarotes.
—Buenos días, ¿en qué le podemos ayudar?
—Buenas, soy periodista, venimos a este lugar porque entendemos que aquí trajeron a los muchachos de la Amando López la noche del sábado.
—No, nosotros estamos desde el viernes aquí y no hemos visto nada. Debería decirle a quien le dijo eso que revise bien.
—Las noticias dicen que los trajeron a San Juan del Gozo y por la descripción que nos dieron y por algunas fotos, pensamos que es aquí.
—Es que hay noticias de todo tipo. ¿Por qué dice que es aquí?
—Por el color de las paredes, porque le falta una pared y porque no hay techo y porque no hay otra casa parecida en San Juan del Gozo. Según los testimonios que tenemos, aquí se torturó a los muchachos, se les puso a hacer flexiones en la noche y a algunos los golpearon.
—Como le digo, aquí tenemos desde el viernes y, si algo habría pasado, lo hubiéramos visto.
—¿Ustedes son infantes de marina?
—Sí.
—¿Y dónde están destacados normalmente?
—Vamos a donde nos digan. Anoche anduvimos en agua, ahí están mis botas secándose.
—¿Qué dirección o unidad los mandó?
—El mando.
—¿Y qué mando es?
—No le puedo decir.
—¿Podemos tomar una fotografía de este lugar?
—No porque es un puesto militar. Si toma foto de la calle para acá, estoy en la obligación de preguntar para qué toma la foto. No puede tomar foto ni de afuera para acá.
—¿Cómo podemos gestionar que nos den permiso para tomar la foto?
—Ahí sería con el Ministerio de Defensa.
Este periódico también buscó la versión de la Policía en el puesto policial de El Zamorán, el miércoles 9. El agente en la comandancia de guardia, ONI 17482, dijo que habían sido desautorizados para hablar con los medios y que cualquier reacción debía buscarse en la delegación municipal de Jiquilisco. El Faro también visitó esa delegación y el oficial de servicio, el inspector Cecilio Cruz, dijo a través de una llamada que estaba fuera del recinto cumpliendo unas diligencias. Cruz explicó que para brindar comentarios tenía que recibir autorización de la Dirección de la Policía.
Más jóvenes en la mira del Ejército
Cristian Leonardo, de 18 años, y José Óliver González, de 26, eran amigos. En los últimos meses trabajaban juntos haciendo soldaduras y ambos fueron intervenidos por los soldados en los días previos a la redada. El 26 de octubre, diez días días antes de la captura de los ocho muchachos, cuando regresaban a casa a eso de las 4 de la tarde de un lugar cercano, los soldados los detuvieron cerca de la entrada de la comunidad. “Me hicieron alto. Me dijeron que me pusieran manos arriba, y que me iban a revisar. Me dijeron que por qué andaba el pelo así, yo dije que me gustaba andarlo así, y me dijeron que no era corte decente, o que si yo era niña. Y yo, todavía pensando, ‘qué feo estos majes’, les contesté que no solo a las niñas les crece el pelo (…) y de ahí me dijeron que me lo iban a cortar. Ya cuando les vi ese talle, que a los otros les pegaban en los pies, y que a Cristian le dijeron que por qué andaba tatuado, decidí mejor ya no contestar”.
Cristian iba con Óliver ese día. Él había crecido huérfano. Su mamá, dueña de una tiendita, murió asesinada por las pandillas cuando estaba muy pequeño, y su papá migró a Estados Unidos. Unos parientes lejanos lo acogieron, pero rápidamente decidió independizarse. Tenía tatuajes: “Se le vino la onda de tatuaje y se marcó el ying y el yang; cuando tuvo a la niña se marcó la letra inicial de la mamá de la niña, de la niña y de él... Carla, Carina y Cristian. También andaba los plantares de la niña y el nombre de la mamá, Amparo”.
No es que sean una excentricidad, pero en la Amando López, donde el salario diario de jornalero es de seis dólares y la gente vive de los cultivos que da el campo, los tatuajes no son tan comunes. Los soldados —infantes de marina de la Fuerza Naval del Puerto del Triunfo, en Jiquilisco— veían en ambos un motivo de sospecha. Óliver, de pelo largo; Cristian, tatuado.
“Entonces, empezaron a decirme que si no quería a mi hijo, que si quería estar en el penal. Yo les dije que sabía que estaba fea la cosa y que por eso no hacía nada malo. Me dijeron entonces que si no era hombrecito, que para qué andaba el pelo así...”, dice Óliver. También le hurgaron sus fotos y sus mensajes. No encontraron nada y en eso salió un soldado que estaba en un pequeño negocio cercano, jugando maquinitas.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó el soldado.
—Son sospechosos, mirá este cómo anda el pelo, ya le dijimos que se lo corte —replicó uno de los que los tenía manos arriba.
—Este bicho hijueputa no se lo va a cortar…
Y el soldado que había estado jugando con las maquinitas sacó un yatagán y le cortó el pelo. según el relato de la víctima. “Yo solo sentí que lo jaló, lo hizo navajeado y después me tiró el pelo ahí enfrente”. Dice Óliver que ya se lo había pensado cortar, que lo había discutido con su compañera de vida, y cada vez más estaba inclinado a renunciar a la cabellera. “Pero los soldados se me adelantaron. Si yo me cortaba el pelo, yo lo iba a guardar, pero como me lo quitaron así, a lo feo, en ese momentito dije ‘ahí que quede aventado’. Solo me le quedé viendo y ahí lo dejé tirado”. El soldado remató: “nada te cuesta andar bien, tenés que andar un corte decente, ¿o sos mujer?”. Óliver dice que pensó en responder que tenía derecho a usar el pelo largo, pero se abstuvo “porque eso era para que me pegaran mi pechada, porque ese salió más bravo que los otros”.
Óliver habló con El Faro mientras trabajaba instalando un techo donde un vecino. Si no hubiera ocurrido el operativo, quizás Cristian también habría relatado ese día los vejámenes que sufrió de manos de los soldados. Ambos trabajaban juntos. Pero Cristian ya no está. Huyó porque los soldados habían preguntado por él la noche de las capturas. Huyó porque “si me agarran, ¿quién por mí? No tengo a nadie; nadie va a andar preguntando por mí como anduvieron preguntando por los bichos”, le dijo Cristian a Óliver. Le pidió que le pagara lo de la semana y, con esos 50 dólares en el bolsillo, abandonó el lugar donde nació.
Como Cristian ya no está, Óliver consiguió otro ayudante y hoy las tareas que él hacía las hace Daniel Alexander Vigil, un joven alto, de 20 años, a quien le toca aprender el oficio de la soldadura. A Daniel Alexander, la noche de las detenciones, los soldados le arruinaron la puerta de su casa de tanto golpe. Como es tío de algunos de los detenidos, vivían en la misma casa. “Yo crecí con todos ellos, y ahora vivimos juntos, somos como 16 por todos. A mi papá no lo conocí, mi mamá se murió cuando yo tenía uno o dos años, de cáncer, crecimos con unos familiares, pero después nos llevaron a una tutelar de menores en San Vicente y después con mis hermanos estuvimos en una aldea infantil, hasta que unos familiares nos pidieron y así vinimos para acá”.
Daniel Alexánder es de los pocos adultos en la familia que hoy pueden llevar ingresos a la casa. Ricardo, Carlitos, Roberto, Marlon, Daniel, Adonay, Edwin y Emerson solían trabajar en el campo, ganando seis dólares diarios, pero ya no lo hacen porque tienen miedo. Ellos y sus familias tienen miedo de que los soldados vuelvan, de que los capturen o torturen. El papá de los hermanos Emerson y Adonay es Santos Vigil, de 33 años. Él tampoco puede mantener a su familia estos días porque fue detenido en el Régimen de Excepción bajo acusaciones de ser colaborador de pandillas. Está en el penal de Mariona desde el 30 de mayo.
El miedo es evidente. Jeyli dice que teme que los soldados vuelvan; Emerson, Adonay y Daniel aseguran que suelen tener pesadillas, y que se asustan cuando ven picops desconocidos, como el que aquella noche usaron los soldados.
“Los soldados nos dijeron que pasáramos buenas noches”
Como a las 00:30 de la madrugada del domingo, los soldados y los muchachos aparecieron en el puesto policial de El Zamorán. 'Al menos no están muertos”, pensó Jeyli, la hermana de José Ricardo. Los jóvenes entraron rápido, a trompicones, cansados, adoloridos y humillados. Tuvieron que permanecer de pie en un pasillo del puesto policial. Los soldados no les permitieron sentarse ni bajar los brazos del cuello, y así estuvieron por largas horas, sin comer. “Ya no podía mover los dedos de las manos, andábamos una gran sequía y el agua que nos dieron era de la pila, la tuvimos que tomar con todo y zambos (peces)”, cuenta José Daniel.
Los mayores del grupo escucharon cómo los soldados y policías, en aquel pasillo del puesto policial, entraron en discusiones porque los segundos sospechaban de los primeros. “Se tenían confianza porque se puteaban, pero el policía le decía, ‘¿Cómo fueron a sacar estos cipotes? ¿Por qué no traen nada de evidencia? Hasta yo puedo tomar esas fotos que me has traído’. Los policías desde ese momento se pusieron bravos. El jefe de los soldados no respondía nada. Lo que vimos es que los soldados escribían unos papeles y eso se lo entregaban a los policías”. La Revista Gato Encerrado publicó el 9 de noviembre que los militares mintieron cuando entregaron a la Policía a los adolescentes: dijeron que los habían neutralizado en la vía pública antes de detenerlos.
Entre 4 y 5 de la mañana, un policía a quien describen como gordo y pelón se acercó al grupo y dijo que bajaran los brazos, que descansaran un rato. Unas horas más tarde, la Policía permitió que los muchachos comieran los panes y jugos que sus parientes les llevaron. Y a eso de las 10, se los llevaron a Jiquilisco, a la delegación municipal.
Para llevarlos a Jiquilisco, los policías usaron un picop rojo, placas particulares, doble cabina, que suele permanecer estacionado en el puesto policial de El Zamorán. A este vehículo, dicen los lugareños, lo han visto patrullar varias veces en el último año en las calles de Jiquilisco, pero a diferencia de lo que ocurrió el 5 de noviembre, el vehículo lo manejan policías. El domingo 6, la Policía era quien trasladaba a los jóvenes a bordo de ese picop. Los llevaron a la Fiscalía, a unas bartolinas en el Centro de Gobierno, y a Medicina Legal donde les hicieron chequeos médicos sin explicarles de qué se trataba. Todo el día hubo diligencias diligencias que los muchachos poco entendían y que aún ahora no saben explicar.
“En una de esas nos llevaron como a un lugar de medicina, y nos metieron en un cuartito y un señor solo me dice, bajate el short y el boxer y yo no entendía para qué. Lo hice, pero, como había gente viendo desde afuera, rápido me lo volví a subir”, dijo uno de los adolescentes. “No dijo que era doctor, solo nos dijo que quería revisarnos”.
A la salida de Medicina Legal, a eso de las 6 de la tarde del domingo, a todos los esposaron. Jeyli, que observó ese momento, ya no estaba tan preocupada: “Un policía se me había acercado y me dijo discretamente que sí sabía que a los bichos los iban a liberar, y yo me puse contenta, no se imagina el alivio que sentí”.
La Fiscalía dio la orden de dejar en libertad a los jóvenes por la noche. Los soldados se ofrecieron a llevarlos a sus casas, pero todos se negaron, y prefirieron irse en un picop que sus parientes habían conseguido. Mientras regresaban a casa, cayó una tormenta que los dejó empapados. “Ahí veníamos todos, con un gran frío, pero valía la pena”. Los soldados iban en un vehículo atrás, escoltándolos. “Nos vinimos directo a la casa y ellos nos venían acompañando. Al venir, ‘feliz noche’, dijeron. Los soldados nos dijeron que pasáramos buenas noches”, dice Emerson.