El vendedor de cocos y plátanos gritó gol y todos pensaron que era una broma de mal gusto, una forma sin gracia de rebelarse contra la llovizna, el sueño de la madrugada y el frío de morgue que en el alma futbolera de los costarricenses dejó la vergonzosa derrota 7-0 ante España tres días atrás. Algunos rieron y otros dieron alaridos en chota, pero nadie se lo podía tomar en serio, no era algo lógico para el equipo de peor arranque en Qatar 2022.
El mercado dominical de verduras y frutas del domingo del municipio lechero Coronado, en la parte alta de San José, a 17 grados centígrados y sin la luz del día aún, ponía en juego la credibilidad de Esteban, que escuchaba con audífonos el partido contra Japón y se sentía con el deber de alertar si en Qatar pasaba algo. Algo podía ser una nueva masacre o algo podía ser una derrota digna, quizás un gol aislado de los ticos, pero la escena no daba indicios de esperanza en el triunfo que un rato después iban a celebrar en las calles cientos de aficionados desvelados y en ayunas.
A las 5:30 de la mañana solo se veían dos camisetas rojas de la selección tica. Las pantallas que pensaron instalar para esta mañana las descartaron después del partido del jueves y solo dos de 240 vendedores habían lograron conectar su celular a alguna aplicación para ver de reojo lo que pudieran hacer o padecer los futbolistas costarricenses contra la selección de Japón, que venía de derrotar a Alemania. La atención estaba puesta en acomodar las verduras y cruzar los dedos para que en este clima de desánimo llegaran compradores porque la vida sigue, decían. Las imágenes en los celulares iban rezagadas y esta parte del mercadillo dependía de la señal en el pequeño radio de Esteban, oriundo de un municipio húmedo llamado Sarapiquí, al otro lado de la cordillera. Le dicen ‘Rasta’ por las trenzas afro y quizás por su energía de buen humor irreductible. Costa Rica no había hecho ni un remate al arco en dos horas y media de acción en Qatar 2022, señalaba un periodista en la radio que también escuchaban allá en las cocinas que aquí llaman “sodas”, donde unos seis agricultores callados tomaba su café con gallopinto, huevos, queso, carne, pan, plátano y salchichón. El fútbol puede ser miserable, pero no el desayuno.
Por eso el aullido de Esteban parecía un chiste tonto. Lo pareció durante unos segundos hasta que llegó la confirmación de otro vendedor y los de su zona supieron que era cierto. ¡Gol! La misma selección aplastada por España el jueves estaba ganando 1-0 el domingo contra la maquinaria japonesa en algo parecido a un milagro en el que casi nadie creía, mientras los aficionados aún intentaban ponerle lógica al descalabro con teorías como las de Roy, un ingeniero agrícola y exfutbolista juvenil que los domingos vende los cítricos producidos por su papá en Acosta, un municipio caluroso al sur de San José. La ‘feria del agricultor’ en los pueblos es, junto a la Selección, uno de los pocos espacios donde interactúan gentes de distintas zonas, edades y clases sociales en este país que cada día pone portones nuevos. Hasta 5.000 personas pueden venir un domingo y Rebeca se sabe el nombre de Marco, que sabe que Hugo es del sur del país y amigo de don Alfredo, el que compra tomates del mismo cajón donde compra Adelia, su empleada doméstica.
“El problema en la Selección es el mismo que en muchas cosas en Costa Rica, la argolla, los privilegios de un grupo que ya ha ganado mucho y que no deja espacios a otra gente”, reflexionaba como metáfora social en el país donde en el año 2021 el indicador de desigualdad llegó a máximos desde los años 80. “Es cultural, el fútbol nos alivia como cuando uno tiene hambre y le dan galletas dulces”. “Yo sí quería que a la Sele le fuera bien para que la gente se anime y la economía mejore”. “La situación está muy dura después de la pandemia”. Cinco naranjas valen un dólar. Una libra de fresas, tres dólares. El desayuno de la soda, cinco dólares.
El marcador 0-0 se veía en la pantalla del pequeño celular tirado sobre las naranjas, mientras la noticia de Estaban iba tomando forma. Un minuto después llegó la imagen del lateral ofensivo Keysher Fuller celebrando desbocado su anotación en el único remate del partido. “No es lógico esto”, reaccionó Roy apegado a la racionalidad, al realismo o al pesimismo.
Cinco minutos después, una vendedora de hierbas se sacó el abrigo gris y mostró su camiseta de la Selección. “Ya no hace tanto frío”, dijo como disculpándose, mientras se acercaba al puesto de Esteban para escuchar con más atención el partido. Los rayos horizontales del sol iluminaban los cajones con papaya (“un mal pase en el fútbol”, en tico), pepino (gol) o yuca (estafa, mentira). A un gol por casualidad se le llama “guaba”, la fruta en forma de vaina de la que se sacan semillas envueltas en una pulpa blanca. Pero no es temporada de guabas. “Solo la de Fuller”, dijo sonriente el rasta de la noticia, sin un solo cliente en su tramo. No pintaban bien las ventas, pero ‘Rasta’ sonreía debajo de la mascarilla y se frotaba con nerviosismo la camiseta roja con el lema nacional ‘pura vida’.
Acabó el partido y entonces sí había más espectadores. Gritos como de fiesta y algún aplauso. Nadie eufórico, pero sí sonrientes. Esteban sí se emocionó y golpeó contra un cajón de madera el cuchillo con el que abría los cocos. “¡Yo sabía, yo sabía! ¡Cómo va uno a dejar botada a la Sele, manda güevo!”, animaba solo. Para él el fútbol es un incentivo para vivir y no para amargarse. Sacó de inmediato los cálculos con las posibles combinaciones necesarias para que Costa Rica clasifique a segunda ronda. “Pasamos ganándole a Alemania”, advirtió sin necesidad del psicólogo de la Selección que puso a los jugadores a meditar y a declarar que serán campeones del mundo, antes de los siete pepinos de España.
Una hora después, en la feria de Coronado no había llovizna y el sol fresco encandilaba a las primeras filas, mientras decenas de consumidores que sufrieron el juego en casa salieron ataviados con la camisa roja para comprar y saludar, bromear, reír. Afuera, los carros sonaban las bocinas y alguien sacó la corneta que mantuvo guardada durante el partido. Una anciana compró tres coronas navideñas hechas con ramas de ciprés, dos para una casa y una para regalar a quien sea. Llegaban los ecos de una caravana y noticias de que cientos de aficionados en San José fueron a celebrar a la Fuente La Hispanidad, nuestro sambódromo de los triunfos de la Selección en otros mejores tiempos.
Entre ellos, una novia con vestido blanco y su prometido en traje entero, que se casaron horas antes y, como la enorme mayoría de los costarricenses, no tenían en agenda ir a La Hispanidad. Nadie esperaba la paliza española y nadie esperaba ganar hoy. Ahora nadie sabe qué esperar para el encuentro con los alemanes. La historia reciente con la selección de Costa Rica parece clara: los reproches la alimentan y los aplausos la entumecen. El jueves pusieron las camisetas a mitad de precio y este domingo una vendedora les hacía un pequeño aumento, de 3 mil colones a 4 mil. Algunos aún reprochaban la pobreza del combinado que dirige Luis Fernando Suárez y a otros les basta un solo remate si es gol de tres puntos, como fue usual en las eliminatorias.
Hay también quienes no se interesan en estadísticas ni nombre de jugadores, ni sistemas ultradefensivos y con dificultad reconocen a Keylor Navas, pero también esperan algo que edulcore el entorno. Vi a una joven correr al baño a quitarse su blusa negra y volver con una camiseta prestada con el mensaje “Sí se pudo, Brasil 2014”. Cerca suyo, un hombre gordo con camisa retro de la Selección en Italia 90 pidió dos kilos de pejibayes -no, mejor tres- para el menú de fiesta del almuerzo y explicar a otros clientes el aparente exceso: “celebremos hoy, que mañana no sabemos”.