Internacionales / Cultura

México y las dictaduras del Mundial

El mundo es lo que pasa entre Mundiales. Dentro del campo, el fútbol es solo el mejor juego del mundo.
José Luis Pardo
José Luis Pardo

Lunes, 21 de noviembre de 2022
Patxi Veiras

En el primer Mundial celebrado en México se coronó un rey. En el segundo, nació un dios. No sé cuántas veces vi estas dos imágenes granuladas de una cinta VHS sobre la historia de los Mundiales que mi padre había comprado en algún quiosco del barrio. En 1970, Edson Arantes do Nascimento ‘Pelé’ con un sombrero de charro aupado por una multitud en el Estadio Azteca después de conquistar su tercer mundial. En 1986, Diego Armando Maradona convirtiéndose para siempre en un héroe trágico, un tramposo divino que nos recordó que los artistas aprenden las reglas para romperlas.

En los tiempos inocentes de la infancia esa cinta para mí era la mejor de las películas. Cada vez que la veía aplicaba la misma suspensión de la incredulidad que cuando veo un dragón volando en Game of Thrones. Pero, como todos, crecí. Aquellas grandes palabras de gestas y fe, esos reyes, dioses y héroes que habitaban el fantástico planeta fútbol, comenzaron a convivir en mi cabeza con personajes siniestros y otras palabras: dictaduras, matanzas, represión, guerras, las cloacas de la FIFA, la geopolítica de los Mundiales. El fútbol de corbata y cuello blanco me despertaba de los sueños de gambeta.

Ahora ya tengo canas y conozco bien México. En tiempos mundialistas, este es mi tercer Mundial desde que llegué de España. Al poco tiempo mis pasiones por el deporte y la historia se juntaron para descubrir que dos años antes de que Pelé fuera coronado como Rey del Mundo en el “ombligo de la Luna” —y el mismo mes en que se inauguraron los Juegos Olímpicos de 1968— el Ejército y los paramilitares masacraron a 300 personas en una manifestación pacífica en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Así: el Estado matando a sus estudiantes unos días antes de empezar ese evento deportivo símbolo de la unión y la paz universal.

La matanza y el binomio de megaeventos que mostraron México al mundo inauguraron una de las décadas más oscuras de lo que Mario Vargas Llosa calificó como “la dictadura” perfecta del PRI. Los setenta fueron los años más crueles de la guerra sucia: cientos de desaparecidos, torturas y cadáveres de campesinos, médicos, maestros, de cualquiera con una chispa de rebeldía, arrojados desde aviones militares.

La cínica narrativa de que los Mundiales son agentes de la democracia estaba caduca mucho antes de Qatar. Son lo que les toca ser en cada momento, lo que la política y el dinero, y muchas veces la corrupción, mandan.

Siempre ha sido así. En 1974, en medio de la Guerra Fría, el Mundial se celebró en la Alemania Federal. El evento salió redondo para el bloque de Occidente. Aunque nuestra Alemania perdió en la fase de grupos contra su vecina del otro lado del Telón de Acero, al final conquistó el torneo. Capitalismo 1 Comunismo 0. Cuatro años después, la dictadura militar celebraba en el palco del Monumental de Buenos Aires como suyos los goles de Mario Alberto Kempes con los que Argentina ganó su primer Mundial.

El supuesto poder transformador de los Mundiales tampoco fue suficiente contra el conflicto armado colombiano y el narcotráfico. El gobierno de turno de Colombia renunció a ser la de sede del 86. Maradona acabó rompiendo las caderas de media Inglaterra en México, cuatro años después de la Guerra de las Malvinas, en parte por la mano que tenían en la FIFA algunos dirigentes de Televisa, el monopolio televisivo dirigido por Enrique Azcárraga Milmo, El Tigre, que no tenía reparos en decir que hacía “televisión para jodidos”. Ni siquiera nos hace falta retroceder tanto en el tiempo: el anterior Mundial se celebró en la Rusia de Putin, ese presidente que nos recordó que la guerra en Europa es posible.

Pero el Mundial de Qatar tiene una amargura especial, algo parecido a lo que supuso el fin de la ideología en la Historia. Es el epitafio del fútbol romántico. Es el final de un trayecto que inició en 1934 en Uruguay, ese país de 3 millones de habitantes que con sus dos campeonatos mundiales nos dice que en el fútbol todo es posible, hasta otro país de 3 millones de habitantes sin ningún arraigo futbolístico, que más que un país es un pozo sin fondo de gas, dólares, censura y violaciones de los derechos humanos. Es la celebración de un fastuoso simulacro.

Quizás en mi cabeza biempensante todos estos argumentos me hayan impedido experimentar demasiados sentimientos respecto a este Mundial. En las calles de México lo que se percibe es ausencia de emoción. Resulta extraño para un país que sabe romperse el corazón como ninguno y donde en cada cita mundialista se repite el mismo arco emocional desbocado: la ilusión de que este año sí hasta la decepción en los octavos de final, bien sea por una volea imposible de Maxi Rodríguez o porque Arjen Robben se tiraba en el área con la misma facilidad con la que regateaba. Los más optimistas pueden consolarse con que el incómodo Qatar es solo una etapa de transición hacia 2026, cuando México se convierta en el primer país en ser tres veces sede del Mundial. Esta vez en compañía de Estados Unidos y Canadá, como una especie de Tratado de Fútbol y Libre Comercio de Norteamérica.

En la desafección por el Mundial que ya arranca hay también otras razones más prosaicas como que los dueños de un desierto lograran que el Mundial se celebrara en invierno. En México viene la época de las posadas y en lugar del 31 de diciembre, en la práctica el año se acaba el día de la Virgen de Guadalupe, el 12. En Alemania, las camisetas de la selección no se venden al ritmo habitual, al parecer una de las razones porque es problemático lucir una prenda de manga corta en el frío invierno europeo.

Y, claro, están las razones futbolísticas. La selección mexicana es la más gris de los últimos tiempos, sin grandes estrellas como Hugo Sánchez o Rafael Márquez, y los referentes que quedan han dejado sus mejores días atrás. Hasta el anuncio de la convocatoria fue desabrido. Mientras Inglaterra presentaba a sus jugadores con un hermoso vídeo animado, México lo hizo con uno que parecía hecho por un becario de la Federación en un mal día.

No les voy a engañar. Mi falta de emoción o mi conciencia no me impedirán ver el Mundial de Qatar. Mi hija de tres años, quizás sí.

Hace tiempo leí esta frase: “El fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes”, que se le atribuye tanto a Jorge Valdano como a Arrigo Sacchi. Creo que el niño que veía esa cinta de la historia de los Mundiales como si fuera una película, no estaba tan confundido. Entre los 23 jugadores de la selección francesa que ganó el Mundial del 98 solo cuatro eran hijos de madre y padre nacidos en Francia. Su victoria enseguida se vendió como el triunfo de la diversidad. Ahora en cada elección la ultraderechista y xenófoba Marine Le Pen toca cada vez con más fuerza las puertas de la presidencia del país. Estoy convencido de que cuando llegue el 2026 y el planeta fútbol se detenga en Norteamérica los centroamericanos seguirán huyendo de la violencia, la miseria y las dictaduras de sus países. El Mundial es como la casa de los espejos de un grotesco circo dirigido por un montón de P.T. Barnum. El mundo es lo que pasa entre Mundiales. Dentro del campo, el fútbol es solo el mejor juego del mundo.  

No colgaré un cartel de Cerrado por fútbol en la puerta de mi casa como hizo alguna vez Eduardo Galeano. Pero después de invertir tantas horas de mi infancia en ver a un rey coronado y el nacimiento de un dios en México, no me perdonaría perderme el posible ascenso de un Messías en el desierto.   

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