Columnas / Cultura
Argentinidad prestada
Cuando visto la albiceleste número 10 percibo que Nueva York se convierte en la ciudad más amistosa del mundo. El domingo volveré a usar la camiseta que a medio mundo nos convierte en argentinos, desde Bangladesh hasta San Salvador.
Carlos Barrera

Fecha inválida
Nelson Rauda Zablah

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Cuando los católicos quieren canonizar a alguien, se forma un “panel de expertos” para estudiar “la causa”. Se trata de atribuirle a una persona cosas imposibles. No habría manera científica de justificar lógicamente que un rezo personal a alguien que lleva décadas muerto fue la causa de que cesara una enfermedad o de alguna bonanza económica. Para los incrédulos, es ridículo. Y sin embargo, en estos días cuando las cosas le van bien a San Lionel Messi y no hay ningún lugar del mundo donde el sol ilumine más fuerte que en Argentina, estamos todos -protestantes y demas herejes- atribuyéndole a Messi cosas imposibles. Esta es la mía: Messi ha transformado Nueva York en la ciudad más amigable del mundo.

“Cada vez que tres neoyorquinos se suben en un taxi sin pelear, un banco acaba de ser asaltado”, decía la comediante Phyllis Diller. La ciudad tiene fama de ruda. Lo siento cuando la gente me empuja para abrirse paso en las ajetreadas calles de Midtown, cuando un grupo de adolescentes insoportables tiran papelitos en un tren abarrotado, o cuando la dependiente de la tienda de paquetes me pregunta si no puedo leer cuando le entrego un papel que debe ir adentro de la caja.

Pero algo distinto pasa cuando uso la camiseta de Argentina con el 10 de Messi.

La estrené el 27 de septiembre, cuando La Scaloneta le ganó 3-0 a Jamaica en Nueva Jersey, en el último amistoso antes del Mundial. Una empleada de la Autoridad Metropolitana del Transporte nos pasó llamando mientras cientos de desubicados con camisetas albicelestes deambulábamos por Penn Station para tratar de llegar al estadio. La seguimos, en fila disciplinada, hacia el tren correcto. Le ayudé a un argentino que no habla inglés a comprar el boleto. En el camino, otro argentino me ofreció una cerveza. 10 minutos más tarde, dos más cubrieron a un tercero que ya había tomado mucha cerveza, mientras orinaba en medio de dos vagones.  

También pasa con los gringos a quienes, ya se sabe, el fútbol no les importa mucho. Pero un chelón mal encarado me sacó plática en Harlem, cuando iba llegando al bar donde me reuní con unos amigos —un neozelandés, dos indios y un trío de americanos— a ver la semifinal donde Messi despatarró al mejor defensa del Mundial.

Saliendo del bar, un cartero me preguntó si yo era fan de Messi. Me dijo que le gustaba más Cristiano Ronaldo porque está más cerca de África, de donde él es. Le dije que Cristiano tenía la mala suerte de haber sido el segundo mejor jugador del mundo. Hablamos unos minutos y coincidimos en el deseo (no cumplido) de que Marruecos eliminara a los franceses. Me sonrío, nos abrazamos. Sentí la calidez de un pueblo a menos un grado centígrado.

El domingo volveré a usar la camiseta. No solo por la argentinidad prestada que cobija a medio mundo, desde Bangladesh hasta El Salvador. También porque está invicta: Argentina no ha perdido ni un partido desde que la tengo. ¿El de Arabia?  Fue a las cuatro de la mañana y lo vi en pijama. Yo no soy supersticioso, ni quiero atribuirle cosas imposibles a una persona ni, mucho menos, a un objeto. Pero ya metí la camiseta de Messi a la lavadora. No vaya a ser. 

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