Medio mundo soñaba con ver esa escena de Lionel Messi desgañitado levantando el trofeo más importante del fútbol en medio de sus compañeros que lo superan en estatura, pero no en grandeza. Un marco de papelitos dorados cayendo lentamente, luces y alguna cosa brillante que acompañara a las medallas sobre el pecho de los futbolistas, colgando de la cuerda color vino con el logo de Qatar, bueno, ni modo.
Medio mundo quería eso para Messi y quizás no tanto para Argentina. Los mundiales se recuerdan por la foto del campeón, cómo no, pero sobre todo la del capitán que alza el trofeo mientras sus compañeros alzan a su líder. Por eso la foto de Maradona de aquel 29 de junio de 1986 que parecía replicable este 18 de diciembre en Doha, de no ser por esa túnica, manto o bata árabe con el que el rey qatarí y su leal Infantino envolvieron a Messi para justo antes de la foto de la gloria.
Nadie consideró esa sombra oscura cuando soñó la imagen plagada de camisetas albicelestes llenas de sudor, en especial la de Messi con su número 10 visible sobre su abdomen, con los logos de la empresa Adidas y de la Federación Argentina, bueno, ni modo.
Admiradores de Messi o de la justicia futbolera, amantes del fútbol instintivo, aficionados de ocasión o incluso los escépticos habían imaginado ver al legendario futbolista alzar la Copa con el último cartucho de su prodigioso pie izquierdo, pero mostrando el uniforme completo con manchas frescas de la pelea en la hierba y las dos estrellas sobre el escucho federativo, la del 78 y las del 86, solas por última vez en un uniforme mundialista argentino.
Era inevitable el escudo dorado, lujoso, de FIFA justo debajo del número 10, en el puro centro, símbolo de quien supuestamente organiza estos bailes que tanto nos divierten. El mundo del fútbol sabe que la transnacional, con sus opacidades y negocios, sus privilegios o sus sobornos, es el soporte de esta maravilla de ver a los mejores del mundo vestidos como niños, saltando como niños, emocionados como niños mientras medio mundo viste como ellos, salta y se emociona con ellos también. Entonces va el logo de FIFA, bueno.
Todo esto era esperable porque así, detalles más o menos, han sido las fotos de los capitanes que mejor recordamos alzando la Copa Mundial. Circuló este domingo la de Maradona en el estadio Azteca mostrando la albiceleste descubierta y con la medalla oculta debajo. La de Lothar Matthäus imperando en Roma, la de gran Dunga en California o Didier Deschamps en su propia París, todos vestidos de futbolistas que eran, sin más. Cafú en Yokohama sin kimono, Cannavaro en Berlín e Íker en Johannesburgo después de que se retirara Nelson Mandela, a quien FIFA presionó para que asistiera a la ceremonia final. Es muy fácil encontrar la escena de Río de Janeiro con el alemán Philipp Lahm, uno de los pocos exjugadores que calificó como “error” este último mundial en Qatar. El cuadro también estaba, digamos, limpio cuando Lloris elevó la copa al cielo de la Rusia de Putin.
Pero en Doha no. Messi no pudo, o no quiso evitarlo. La foto esperada se alteró por la bata de transparencia negra que le puso el emir de Qatar, Tamim bin Hamad Al Thani, con la ayuda, cómo no, de Gianni Infantino, presidente de FIFA, tan amable con los anfitriones suyos y del fútbol.
La túnica se llama bisht, es tradicional de la cultura árabe y la suelen utilizar los más importantes, los poderosos políticos o religiosos, sobre todo esa con el borde en color oro, según conocimos este mismo domingo. La llevaba también el jeque, gobernante absoluto de Qatar, magnate entre magnates y nuevo patrocinador de las galaxias del fútbol. Fue él quien envolvió al nuevo rey Messi en la bata árabe para que el mundo y la historia supiera quién manda aquí, por si los aficionados más románticos no alcanzan a enterarse de las mil noticias que muestran quiénes son los nuevos dueños de la élite del fútbol, los patrocinadores o los propietarios del club ganador del mundial, el Paris Saint-Germain.
Que nadie vaya a olvidarlo, Qatar, la sede que condicionó la fiesta como nunca antes, que permitió la tortura de trabajadores que hicieron posible el Mundial, que criminaliza las expresiones homosexuales y que por ley somete a las mujeres al control de los hombres. La sede que viste como propio al nuevo rey. Seguro hay conservadores de la tradición árabe, más aún musulmanes, que arrugan la cara al ver cómo un símbolo se utiliza así, para marcar terreno.
Ahora la foto suprema también grita ‘QATAR’ sin sutileza. No puede quedar bien una túnica como de encaje encima de un uniforme de batear la pelota, por más cara que sea o borde dorado que tenga, aunque en Amazon vendan unas casi iguales en $60. El capitán Messi no pudo mostrarse pleno con su camisa albiceleste. No pudo o no quiso evitar que el anfitrión lo vistiera para la coronación de una carrera de la que el jeque se habrá enterado hace solo algunos años. Ningún otro anfitrión se había atrevido a cubrir al capitán campeón, pero el mandamás de Qatar lo hizo y precisamente con Messi. Ahora nadie jamás tendrá la foto esperada.