Centroamérica / Migración

El éxodo venezolano se hace un nudo en Guatemala

La Ciudad de Guatemala es una parada no deseada y a veces larga para miles de venezolanos en su viaje a Estados Unidos, pero también para quienes, desalentados por la crueldad del camino, deciden regresar. Muchos buscan volver a casa y pasan meses sin lograr dar el siguiente paso hacia el Sur.

Víctor Peña
Víctor Peña

Lunes, 27 de febrero de 2023
Roman Gressier

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Desde inicios de noviembre, Juan ha estado varado en Ciudad de Guatemala con un solo rezo: abordar un avión a su Venezuela natal. Después planea atravesar los Andes en bus, hasta Ecuador, donde esperan su esposa y sus dos hijos pequeños. Lo conocí hace un mes en la avenida peatonal más transitada de la ciudad. Llevaba al cuello un cartel con una bandera bolivariana, un corazón y una súplica: “Estoy viajando por un sueño, para que mi familia tenga mejores condiciones, pero no lo pude cumplir. Deseo que me ayuden para poder estar con mi familia. Por favor, póngase la mano en el corazón”.

Nació hace 25 años en Maracaibo. Es delgado, mide un metro 70 y sus lentes de borde grueso combinan con el negro azabache de su pelo y una gorra de Nike que repite, en letras blancas y sin ironía: Just Do It (“simplemente hacelo”). Sus primeros pasos en México lo sacudieron con tal dureza que decidió cancelar su travesía de seis meses hacia Estados Unidos. Retrocedió a Guatemala a inicios de noviembre, pensando en reunirse con su familia en Guayaquil, pero se quedó sin dinero y atrapado en un laberinto burocrático.

Todos los días sale a vender dulces a uno o dos quetzales, unos 25 centavos de dólar, en la Sexta, la avenida peatonal que parte en dos la histórica y agitada Zona 1 de la capital guatemalteca, repleta de rockeros, predicadores callejeros, drag queens, estudiantes, grupos de marimba y shuqueros ambulantes. En meses recientes, este tramo de asfalto y adoquines se ha vuelto centro de paso para cientos de venezolanos que solos, a pares o en grupos de hasta diez, pasan sus días aquí mientras tratan de ahorrar para seguir su ruta.

Leonardo Caguana tiene 28 años y es originario de Puerto La Cruz, en el estado venezolano de Anzoátegui. Está atrapado en la Ciudad de Guatemala junto a su esposa y sus dos hijos. Ha vivido por muchos días en un hotel de la Zona 1 y ya es común verle recorrer la Sexta avenida. Foto de El Faro: Víctor Peña. 
Leonardo Caguana tiene 28 años y es originario de Puerto La Cruz, en el estado venezolano de Anzoátegui. Está atrapado en la Ciudad de Guatemala junto a su esposa y sus dos hijos. Ha vivido por muchos días en un hotel de la Zona 1 y ya es común verle recorrer la Sexta avenida. Foto de El Faro: Víctor Peña. 

El día que lo conocí Juan llevaba en la mano una bolsita de plástico llena de paletas rojas —“Fresa…creo”, dijo encogiendo los hombros y manoseando la bolsa para adivinar el sabor. “Con la bendición de Dios, para fin de mes ya no voy a estar aquí”.

Su problema, sin embargo, va más allá de la falta de dinero. En 2018, con la crisis económica en pleno auge en Venezuela, cruzó la frontera hacia Ecuador —de donde es su esposa y donde nacieron sus hijos— sin pasaporte, de manera que cinco años después, aunque pudiera pagarlo, no lograría subirse a un vuelo comercial. Por semanas pensó, dice, que las autoridades migratorias guatemaltecas autorizarían su retorno voluntario con una carta de la embajada de Venezuela, pero no hay quien firme tal carta porque en 2020 Guatemala expulsó a la misión diplomática bolivariana.

“Ya me aprobaron el vuelo”, mintió cuando hablamos por primera vez. Solo, dijo, no tenía fecha confirmada. Las siguientes semanas insistió en que esperaba irse “cualquier día de estos”. Para mediados de febrero había cambiado de planes: ahora dice que podrá subirse a un avión de Copa, “una compañía venezolana que solo requiere cédula”. Cuando le pregunté cómo sabía que la empresa, que en realidad es panameña, lo dejaría volar, insistió con aire de seguridad: “Fui al aeropuerto y eso me dijeron”.

Cualquier cosa, parece, para eludir la idea de tener que cruzar de nuevo la selva del Darién, como hizo hace medio año.

***

Cuando en octubre pasado el gobierno de Joe Biden anunció que Estados Unidos daría visas humanitarias a 24,000 venezolanos, el eco de la convocatoria se escuchó a lo largo de los Andes. Juan es uno de los decenas de miles de hombres, de familias, de madres solteras con recién nacidos y niños pequeños, que emprendieron viaje paso a paso hasta Ciudad de Panamá, San José, Managua, Tegucigalpa.

Guatemala se ha convertido en un patrullero fronterizo clave para los esfuerzos de Estados Unidos por frenar la migración hacia su territorio. Las autoridades guatemaltecas reportan que el año pasado 15,593 venezolanos fueron rechazados en la frontera con Honduras, con un pico súbito en octubre. El siguiente grupo con más rechazos fue el de los migrantes ecuatorianos, que alcanzaron los 2,039. El Gobierno “brindó asistencia para el retorno voluntario a su país de 882 personas de nacionalidad venezolana”, me dijo Alejandra Mena, vocera del Instituto Guatemalteco de Migración (IGM).

Yonaiker de Jesús Arévalo Ortiz, de 20 años, camina sobre la Sexta avenida, la vía peatonal del centro de Ciudad de Guatemala. Yonaiker es originario de Puerto Cabello, una ciudad del estado de Carabobo. Como muchos venezolanos estancados en esa ciudad, vende dulces todos los días para conseguir algo de comer y un lugar para dormir. El Faro: Víctor Peña.
Yonaiker de Jesús Arévalo Ortiz, de 20 años, camina sobre la Sexta avenida, la vía peatonal del centro de Ciudad de Guatemala. Yonaiker es originario de Puerto Cabello, una ciudad del estado de Carabobo. Como muchos venezolanos estancados en esa ciudad, vende dulces todos los días para conseguir algo de comer y un lugar para dormir. El Faro: Víctor Peña.

De los que lograron pasar, muchos terminaron dando la vuelta desalentados por los operativos policiales fronterizos y los asesinatos, extorsiones o violaciones perpetrados por el crimen organizado de México. Ahora se dirigen a Panamá, a Sudamérica, a cualquier lado. El único pulso en común de los venezolanos que han pasado por Guatemala es el deseo de asentarse en cualquier parte que no sea Venezuela.

Alen es de Maracay y lleva una gorra gris con la bandera de Estados Unidos. Su compañero de viaje es José, un caraqueño de 34 años y profundas ojeras. Llegaron anoche en bus a Ciudad de Guatemala, con dinero para pagar dos noches de hotel por unos 60 quetzales (unos ocho dólares estadounidenses) y un café por la mañana. 

Alen salió de Venezuela el 10 de octubre, dos días antes del lanzamiento del nuevo programa humanitario estadounidense. José salió el mismo día del anuncio. Ambos llevan banderas venezolanas colgadas en el pecho. Dicen que se conocieron mientras cruzaban el Darién y que han pagado mordidas a la Policía guatemalteca por toda la ruta desde la frontera hondureña. Aseguran que, nomás recuperen los fondos, seguirán su camino hacia el norte.

“La situación económica en Venezuela está muy complicada ahorita, por el tema de la inflación”, dice Alen. Explica que su padre trabajaba para la petrolera estatal PDVSA, pero él dejó el país porque su salario, como el de todos sus conocidos, era de entre 30 y 40 dólares mensuales. Solo el precio de sacar el pasaporte venezolano ronda actualmente los 200 dólares.

Leonardo Caguana y Juan piden dinero y venden dulces sobre la Sexta avenida, en el centro de Ciudad de Guatemala. Su presencia ya es cotidiana en Zona 1. Foto de El Faro: Víctor Peña. 
Leonardo Caguana y Juan piden dinero y venden dulces sobre la Sexta avenida, en el centro de Ciudad de Guatemala. Su presencia ya es cotidiana en Zona 1. Foto de El Faro: Víctor Peña. 

Cuando les pregunto por qué buscar Estados Unidos, donde la política de inmigración es estricta y México interrumpe el camino, en lugar de otro país en América Central o del Sur, Alen responde con una firmeza de acero: “Yo voy a llegar a la frontera. Si me devuelven está bien, pero tengo que intentarlo. Para Dios no hay nada imposible”. José asiente y agrega que tiene amigos que “aplicaron a refugio en un sitio web” desde Ciudad de México y que ahora han “pasado” a Estados Unidos.

Ninguno de los dos parece saber que el programa de Biden estipula que “los venezolanos no deben viajar a México para buscar entrar a Estados Unidos”, que solo los patrocinadores que residen en Estados Unidos y cumplen una larga lista de requisitos pueden hacer el trámite a favor de los postulantes en el sitio web gubernamental, y que cualquier ingreso irregular a México conlleva la negación de entrada a suelo estadounidense.

Sentados en la Sexta, mientras piensan dónde conseguir su siguiente comida, su siguiente almohada y su siguiente bus al Norte, no se detienen en la letra chiquita burocrática, por importante que sea. Tras decir adiós, con dulces amarillos en la mano para vender, los dos hombres arrancan motores y caminan deprisa ya con luz del atardecer, para probar unos últimos minutos de suerte mientras aún hay sol.

***

En octubre, Juan y sus tres compañeros de viaje se viralizaron en TikTok mientras cruzaban el Darién. Los videos se publicaron semanas después de haber sido grabados, pero son una ventana a su viaje, que él cuenta sin narrativa lineal, en el que las fechas se funden en una masa de anécdotas sueltas.

Las primeras grabaciones se tomaron en Lima, Perú, desde donde partió su compañero Joyner hacia Costa Rica. “Vamos pa’ los Yanquis”, exclama un Juan radiante ya en Quito, a la par de Joyner y su hermano Jeremy. En otro video viajan los tres con sus mochilas en la plataforma de un remolque que vuela por una autopista colombiana rumbo a Medellín, donde se les iba a sumar el cuarto viajero, Luis.

Juan, Jeremy, Joyner y Luis, de derecha a izquierda, mientras cruzaban la selva de Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá. Foto cortesía de Juan.
Juan, Jeremy, Joyner y Luis, de derecha a izquierda, mientras cruzaban la selva de Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá. Foto cortesía de Juan.

“¡A los Estados Unidos, mi gente! ¡Sí se puede, con Dios por delante! ¡En la unión está la fuerza!”, grita Jeremy, compitiendo con el viento que chifla fuerte en el micrófono. 

Mientras Juan me enseña los videos junto a un pequeño centro comercial en la Sexta, levanta la vista de su celular y me mira, recordando ese viaje con los ojos grandes: “Un pequeño descuido y uno se muere”, dice con un enfático y brusco giro de la muñeca.

En su video más visto, publicado el 22 de septiembre pero tomado semanas antes, Joyner sostiene en la mano un pasaje que ha comprado para atravesar en lancha el Río Atrato, en el noroeste colombiano, cerca de la frontera con Panamá. Ha pagado por él 160,000 pesos, unos 50 dólares. “Compré cuatro… ¡qué estafa!”, se queja. El clip ha acumulado más de 556,600 vistas y 2,800 ‘me gusta’.

En los videos los cuatro hombres bromean —en uno, Joyner cuelga el dedo medio en la cara de Jeremy mientras éste duerme— y se ponen nostálgicos. En un muelle, ya al otro lado del río, alguien pone el vallenato Un camino lejano, del popular grupo colombiano Binomio de Oro: “Escríbeme, pero con la verdad, con tu sinceridad, diciendo que vas a volver, no lo contrario”.

El segundo video más reproducido, con 252,100 vistas, muestra a decenas de adultos batallando con la corriente terrosa de un río que llega hasta la cadera de algunos. Un hombre lleva a un niño en los hombros y un puñado de mujeres luchan por no caer como dominós. Al pie de la publicación, TikTok advierte en letra fina: “Participar en esta actividad podría causar lesiones a usted u otras personas”.

“La selva del Darién es lo más loco. Vi a tanta gente morirse”, comenta Juan, desconcertado, al atardecer un día a inicios de febrero, minutos antes de subir su mochila pesada sobre un hombro y emprender camino a su hotel. Y se van disipando sus palabras: “Hubo serpientes, tigres, caimanes…”.

Juan vende dulces sobre la Sexta avenida, frente a la conocida panadería San Martín. Es su esquina fija todos los días. Ahí consigue algo para comer con su bolsa de dulces en mano y un cartel que lo identifica como otro venezolano varado en Ciudad de Guatemala. Foto de El Faro: Víctor Peña.
Juan vende dulces sobre la Sexta avenida, frente a la conocida panadería San Martín. Es su esquina fija todos los días. Ahí consigue algo para comer con su bolsa de dulces en mano y un cartel que lo identifica como otro venezolano varado en Ciudad de Guatemala. Foto de El Faro: Víctor Peña.

Juan camina hacia su hotel después de una jornada de venta en el centro de Ciudad de Guatemala. Foto de El Faro: Víctor Peña.  
Juan camina hacia su hotel después de una jornada de venta en el centro de Ciudad de Guatemala. Foto de El Faro: Víctor Peña.  

Cientos de personas han dejado en los comentarios de los videos sus buenos deseos, emojis, corazones o preguntas. “¿Hermano, pagaron guía o como hicieron? Porque según lo de los guías es pura estafa (sic)”, pregunta un hombre. “Un consejo, voy con un niño, me dice que por esa ruta es más rápido para poder llevar niños?”, indaga otro. “¿En tu grupo hay un muchacho llamado Franklin? De Maracaibo?” escribió una mujer. “Cuando es eso horita de noche (sic)”, preguntó otra, “es q no sé de mi esposo desde el jueves q iba para halla x fa”.

Ya tocando la puerta de México, a finales de octubre, la fortuna del grupo cambió. Jeremy cuenta que los detuvieron las autoridades en el puente sobre el Suchiate, en Tecún Umán, el pueblo fronterizo guatemalteco, y los confinaron a él y su hermano por tres días en el centro de detención para migrantes conocido como Siglo XXI. “Ahí lo tratan a uno como perro. No me duché porque temía que alguien iba a robar nuestras cosas”, me dice Juan sacando de su mochila un formulario del centro de detención que lleva la fecha de su ingreso, el 1 de noviembre.

Según Jeremy, con quien hablé por teléfono, los cuatro se reunieron en Tapachula, al otro lado del río, antes de unirse a una caravana de cientos de personas, pero una vez llegaron a Arriaga, Chiapas, Juan quiso volver. El 17 de diciembre Jeremy dejó atrás a su hermano y cruzó por Texas. Él y Joyner ahora viven en Los Ángeles y Denver, respectivamente. Joyner cuenta que a Luis las autoridades mexicanas lo expulsaron dos veces y salió hacia Panamá.

***

“Estuve cagado”, cuenta Juan el 1 de febrero mientras me enseña en su celular los videos que grabó el 26 de enero, escondido en el segundo nivel de un centro comercial en la Sexta. En la imagen tambaleante apenas se ve cómo un policía en chaleco grueso salta de la plataforma de un vehículo y corre hasta salir fuera del cuadro. Juan asegura que se llevaron a hondureños, colombianos, peruanos y “muchos de mis amigos [venezolanos]” y los expulsaron a Honduras.

Él hizo malabares para no aparecer en la avenida los siguientes días. “Ayer no vine porque se llevaron a mucha gente y los deportaron. Amigos, amigas, bebés, todos pa’ Honduras”, dice. “A mí no me conviene que me agarre Migración porque todavía estoy esperando mi vuelo y no me va a respetar esa gente”.

La Sexta avenida es espacio de sobrevivencia para los migrantes atascados en Guatemala. El payaso Zancudito, de origen salvadoreño, lleva más de 20 años recorriendo esta peatonal, donde gana alrededor de 150 quetzales (19 dólares) por día. Foto de El Faro: Víctor Peña.
La Sexta avenida es espacio de sobrevivencia para los migrantes atascados en Guatemala. El payaso Zancudito, de origen salvadoreño, lleva más de 20 años recorriendo esta peatonal, donde gana alrededor de 150 quetzales (19 dólares) por día. Foto de El Faro: Víctor Peña.

Edwin Monroy, vocero de la Policía, confirma que el jueves 26 de enero la Comisaría realizó un operativo conjunto con el Instituto Guatemalteco de Migración, la unidad policial de fronteras Dipafront y la Procuraduría de Derechos Humanos. “Y no sólo ese día”. Dice que estos operativos ocurren todo el tiempo y de septiembre a noviembre del año pasado “se llevaron a cabo todos los días”. En Guatemala la Policía no necesita causa para pedir papeles migratorios a los migrantes, asegura citando el artículo 25 de la Constitución. Si no pueden presentar un permiso de estancia en el país “los ponemos a disposición de Migración”.

Más de una decena de venezolanos me dijeron en las últimas semanas que la Policía guatemalteca les extorsionó en su camino desde la frontera con Honduras hasta la capital. “Nos cobraron un billete en cada una de diez paradas. Si no, te devolvían a Honduras”, dijo Eduardo, un hombre alto y flaco de 34 años, oriundo de la ciudad costera de Valencia, con medio rostro oculto tras una mascarilla quirúrgica blanca. Viajaba hacia el Norte con Brian, un amigo caraqueño, más musculoso.

No son los únicos en reportar que las extorsiones de la Policía los dejaron sin el dinero que habían ahorrado para el camino. “Desde el momento en que cruzan la frontera la Policía los persigue, en todos los retenes y aquí en la capital”, afirma Natalia Paz, consultora sobre migración que anteriormente trabajaba con la Casa del Migrante. “Es así por todo el camino, hasta la frontera con México”.

El vocero Monroy minimiza estos reportes bajo el argumento de las manzanas podridas: “Los casos que se han reportado han sido investigados y tratados ante la ley”, asegura.

Ni la Embajada ni el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos respondieron preguntas sobre si las autoridades estadounidenses están al tanto de estas denuncias y sobre su nivel de cooperación con la Policía guatemalteca. Alejandra Mena, vocera del IGM, afirma que el incremento de venezolanos en octubre de 2022 se debía al nuevo programa humanitario estadounidense e insinúa que causó tensiones diplomáticas: “Sí, totalmente. Eso nos generó una crisis a nivel nacional. Eran números importantes”.

John (izq) y Yoiner, de 23 y 20 años respectivamente, caminan hacia su hotel después de una larga jornada. Atraviesan la Plaza de La Constitución, en la Zona 1 de Ciudad de Guatemala, después de pasearse por las calles para pedir dinero durante ocho horas. Ambos vivían en el centro de Caracas, la capital venozolana. Uno salió de su país en 2017 y el otro en 2022, y se encontraron en el camino hacia Estados Unidos. Foto de El Faro: Víctor Peña.
John (izq) y Yoiner, de 23 y 20 años respectivamente, caminan hacia su hotel después de una larga jornada. Atraviesan la Plaza de La Constitución, en la Zona 1 de Ciudad de Guatemala, después de pasearse por las calles para pedir dinero durante ocho horas. Ambos vivían en el centro de Caracas, la capital venozolana. Uno salió de su país en 2017 y el otro en 2022, y se encontraron en el camino hacia Estados Unidos. Foto de El Faro: Víctor Peña.

Las autoridades guatemaltecas no son las únicas en mostrarse poco acogedoras con los recién llegados. Eduardo y Brian afirman que unos desconocidos les robaron nada más llegar a la terminal de buses el 20 de enero. Los conocí en el semáforo de una gasolinera, una decena de cuadras al noreste de la Sexta y a unos diez minutos caminando de la Casa del Migrante, un albergue donde pueden dormir por una noche y ducharse.

Brian descansa sobre un banquillo mientras Eduardo, que lleva una gorra con la bandera venezolana, pide dinero a los dueños de los carros —300 quetzales, unos 38 dólares— para tomar un autobús a Tapachula, México. “Estamos atrapados en un limbo”, dice Brian, “viviendo el día a día”.

—Si encuentro trabajo me quedo un rato —matiza mientras los tres conversamos sentados en el banquillo.

—¿Han preguntado para ver si consiguen trabajo diario? —pregunto. 

Contesta Eduardo, frustrado, mientras retuerce las manos:

—Sí, pero te dicen que tienes que ser guatemalteco… No somos delincuentes. No somos como los demás venezolanos, que andan robando a la gente o drogándose.

Está respondiendo, en cierta medida, a las tensiones que han acompañado al alto perfil que la migración venezolana ha alcanzado en un país desde el que miles de guatemaltecos migran a su vez cada año. En realidad, muchos parecen incapaces de distinguir a los migrantes venezolanos de aquellos de otros países, y los funden en un grupo amorfo al que atribuyen anécdotas sobre crímenes y desagrados.

Ariel fue deportado de México y lleva más de dos meses atrapado en Ciudad de Guatemala. Tiene 34 años y es originario de Roatán, la isla más turística de Honduras. Su deseo es retomar el camino para llegar a Estados Unidos. Todos los días pide dinero sobre la Sexta avenida y 18 calle de la Zona 1 de la ciudad. Foto de El Faro: Víctor Peña.
Ariel fue deportado de México y lleva más de dos meses atrapado en Ciudad de Guatemala. Tiene 34 años y es originario de Roatán, la isla más turística de Honduras. Su deseo es retomar el camino para llegar a Estados Unidos. Todos los días pide dinero sobre la Sexta avenida y 18 calle de la Zona 1 de la ciudad. Foto de El Faro: Víctor Peña.

A finales de enero pedí a un mesero en un bistro en la Sexta su opinión sobre el hecho de que pocos venezolanos hubieran aparecido en la avenida por varios días. Resumió su sentimiento:

—Vino la Policía y se los llevó. No pueden andar por aquí pidiendo limosna.

—¿Y qué pasa con la gente de Guatemala o incluso de Honduras que sí sigue pidiendo dinero a sus clientes?

—Bueno… tal vez ellos decidieron apoyar al nacional.

***

Juan alquila un cuarto modesto de hotel por 30 quetzales la noche. Es el edificio mejor conservado en esas cuatro esquinas en la Zona 1 de Ciudad de Guatemala, a unos metros de un par de bares que ponen música de banda a todo volumen hasta altas horas de la noche. En la esquina opuesta hay una tienda sin entrada, que solo vende a través de unas rejas.

Los hoteles del callejón La Concordia y la Sexta avenida A están abarrotados de migrantes venezolanos que salen todas las mañanas a conseguir dinero y vuelven al caer la tarde. Foto de El Faro: Víctor Peña.  
Los hoteles del callejón La Concordia y la Sexta avenida A están abarrotados de migrantes venezolanos que salen todas las mañanas a conseguir dinero y vuelven al caer la tarde. Foto de El Faro: Víctor Peña.  

El barrio es un retrato de la precariedad guatemalteca. Migrantes de media docena de países, garífunas de Izabal, mayas y mestizos, personas con enfermedades mentales, adictos al pegamento... los desalojados y los desamparados compiten en estas esquinas por vender dulces, pulseras o latas de metal contorsionadas en piruetas o molinillos, lustrar zapatos o pedir monedas.

Todas las mañanas Juan desayuna pan y café con leche por 12 quetzales. Más tarde almuerza ramen en vaso por siete. ”Laky Men, la sopa rica, lista en tres minutos. Dale un toque personal”, dice el sello amarillo. A eso de las 6:30 de la tarde, cuando las aceras ya resplandecen amarillas bajo las viejas lámparas de la calle, carga su mochila azul con el sello de ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados, y busca una cena caliente, por lo regular pollo, arroz y ensalada, por unos 15. Cierra la jornada en su cuarto poco después del anochecer.

Parece encontrar cierto optimismo en su fe en Dios. Escucha canciones evangélicas en su Android vapuleado, entreteje referencias a la Trinidad cuando habla y, a inicios de este mes, cambió su foto de perfil en WhatsApp por la foto, ya icónica en círculos cristianos, de Jesús tocando una puerta con los nudillos.

“Me arrepiento de haberme salido de mi casa”, me dijo Juan cuando nos conocimos, su cara torcida en una mueca. “No es fácil pasar el 24 de diciembre aquí, el 31. Quiero el abrazo de mi mamá, el consejo de mi papá, estar con mi esposa, jugar con mis hijos”.

En estos días, cuando habla con los pequeños por teléfono, les asegura que volverá pronto: “Le dije al mayorcito que le estoy construyendo un carro de madera para que él se siente ahí, como yo lo hacía antes, pero que aún no he terminado”.

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