La ausencia visible de estructuras de pandillas en muchas comunidades de El Salvador es una gran noticia para todos los salvadoreños, pero particularmente para quienes han vivido, durante décadas, bajo el control de estos grupos criminales. La desarticulación de las pandillas tiene una enorme capacidad de transformación en la vida del país.
La evolución de las pandillas durante todos estos años, de grupos de jóvenes marginados a verdaderas estructuras criminales que disputaron al Estado control sobre una significativa parte del territorio y, más importante, de la población, es un retrato de cómo la clase política que heredamos de la Guerra Civil falló a los ciudadanos. Las pandillas fueron el reflejo y el producto de una sociedad descompuesta, traumada y abandonada por una clase dirigente que las vio durante años como un problema político, para después instrumentalizarlas y convertirlas en aliadas estratégicas en la lucha por conservar el poder. Esto último incluye también al actual Gobierno, que durante sus primeros tres años ocupó el diálogo clandestino con los líderes mareros para reducir los homicidios.
El Faro logró confirmar que miles de pandilleros están ahora en desbandada, que sus estructuras han sido seriamente debilitadas y que su presencia es ya mínima o nula en los territorios que controlaron durante décadas. Para que ello sucediera, hemos tenido que ceder nuestra democracia que, aunque imperfecta, se construyó después de casi 100 000 muertes y miles de desapariciones.
Ahora El Salvador ha entregado el poder a una sola persona, que ya manipula todo el sistema y que no está sujeto ni a mecanismos de control ni de rendición de cuentas. Si en una democracia el pueblo delega en sus representantes el gobierno y les exige que rindan cuentas de sus actos, en el régimen autoritario que vivimos ahora es el gobernante quien decide qué hacer y qué decirnos.
Para la mayoría de los salvadoreños, la democracia perdió valor al no ser capaz de resolver los problemas más urgentes del país y, entre ellos, fundamentalmente, el de la inseguridad y el terror causado por las pandillas. La democracia fue durante décadas algo, si acaso, abstracto para los sectores populares de El Salvador. Las pandillas, en cambio, eran una presencia diaria, cotidiana y aplastante.
Las escenas atestiguadas en las últimas semanas por los reporteros de este periódico dan cuenta de una nueva vida, desconocida hasta ahora para miles, en la que pueden cruzar calles y convivir con vecinos y seguir con sus vidas sin el sometimiento provocado por la pistola en la cabeza que colocaron los pandilleros por décadas. Esto, sin duda, es un cambio extraordinario.
Pero las pandillas no nacieron por generación espontánea. Han sido la expresión más cruda y violenta de una sociedad descompuesta, corrupta, que brinda pocas oportunidades a la mayoría de la población y que está marcada por la pobreza, la desigualdad, la imposibilidad de movilidad social, de acceso a servicios fundamentales como la salud, la educación, la vivienda digna y empleo digno; la conservación de nuestros precarios recursos naturales. Esas condiciones no han cambiado, ni hay ningún plan en la agenda gubernamental para un cambio estructural en nuestra sociedad de tal envergadura que erradique las condiciones para el resurgimiento de estas macabras expresiones. Las causas que dieron origen a las pandillas permanecen allí, todas, y la represión no es una solución sostenible.
El régimen de Bukele pasó del pacto con esas estructuras criminales a la represión cuando el pacto se rompió. El barrido de estas comunidades ha sido ejecutado por el Ejército y la Policía, durante un régimen de excepción que les permitió convertirse en fiscales y jueces y detener sin orden judicial a cualquier ciudadano que les pareciera sospechoso. Las violaciones a los derechos humanos son masivas y miles de inocentes permanecen injustamente detenidos en prisiones hacinadas, decenas han muerto en detención mientras el mandatario presume una gigantesca prisión recién levantada, sin licitación pública, por la constructora que eligieron a dedo.
Los salvadoreños hemos renunciado a la presunción de inocencia, a la legítima defensa, a un juicio justo, a tener instancias que controlen y sancionen los abusos cometidos desde el Gobierno. Renunciamos al Estado de Derecho que supone el respeto a la ley y a la Constitución. Renunciamos a la libre expresión de ideas, a la libertad de disentir, a la separación de poderes, a la transparencia en las finanzas públicas y a los mecanismos contemplados para combatir la corrupción; renunciamos a la alternancia en el poder y volvimos al caudillismo corrupto.
La ausencia de pandillas, visible en El Salvador por primera vez en mucho tiempo, es un cambio fundamental en la vida de miles de salvadoreños. Pero el precio que hemos tenido que pagar por ello es altísimo. El remedio podría resultar tan nocivo como la enfermedad.