Uno de los fenómenos que más preocupa en El Salvador es el de las desapariciones que se han dado en los últimos años, tanto a manos –presuntamente– del crimen organizado, especialmente de pandillas, como las que están ocurriendo en el contexto del régimen de excepción por parte de la Policía y militares bajo directrices del gobierno. No son hechos aislados, responden a patrones de violencias y complicidades, como lo revela un reciente informe del Observatorio de Derechos Humanos de la UCA (OUDH).
En el marco del régimen de excepción estamos viendo “desapariciones de corta duración” de personas que fueron arbitrariamente detenidas y su ubicación ha sido negada por los policías o militares que practicaron la detención a sus familiares y abogados o abogadas. También se han denunciado casos en los que se ha reconocido inicialmente la existencia de la detención, pero luego las personas detenidas han sido trasladas a centros penitenciarios sin que se sepan detalles sobre su paradero. Estas conductas constituyen “detenciones secretas”, que es una variante de desaparición forzada prohibida por la Convención Internacional para la protección de todas las personas contras las Desapariciones Forzadas, en su artículo 17.
Según el derecho internacional y nacional, las perpetradas por pandillas serían desapariciones “a secas”, por cometerse presuntamente por actores no estatales sin un vínculo con el Estado, mientras que las perpetradas por la Policía sí calificarían como “desapariciones forzadas”, por tratarse de agentes estatales o por particulares actuando en complicidad con el Estado. Lo que tienen en común ambas categorías, es que se dan en contra de la voluntad de la víctima y que tienen carácter continuo, siguen ocurriendo hasta que se establezca el destino final de quien desapareció.
Las desapariciones forzadas marcaron de horror las décadas de los 70 y 80 en El Salvador, igual que en otros países de la región que vivían dictaduras o conflictos armados. En esa época se implementó una política de desapariciones caracterizada por una lógica de persecución a “enemigos” del régimen, según los entendía el gobierno de turno. En la mayoría de los casos alguna autoridad militar, policial, o ambas, detenía a una o varias personas, las trasladaba a un centro bajo clandestinidad, sin la posibilidad de recurrir a ningún tipo de defensa legal. Posteriormente, la autoridad negaba su detención y ocultaba su paradero. Muchas de estas personas fueron torturadas y asesinadas; sus cuerpos, enterrados en fosas comunes o lanzados en bordes de carreteras, en ríos o al mar.
Después del fin de la guerra civil y del surgimiento de las pandillas y las subsecuentes políticas de “mano dura”, hemos visto que las desapariciones en El Salvador ya no siguen ese único esquema. Ahora hay varias modalidades que cruzan muchas lógicas y móviles, como el sicariato, la violencia de género y venganzas personales, e involucran a su vez a perpetradores diversos, algunas veces actuando solos y otras en conjunto.
Del mismo modo, se expanden las posibilidades y lugares de búsqueda: fosas clandestinas, centros de detención policial, por mencionar algunos. En este sentido, las desapariciones se han convertido en un asunto mucho más amplio e intrincado que en el pasado, pero igualmente doloroso e impune. El conocido “Caso Chalchuapa” ejemplifica este entramado perverso: una fosa clandestina fue descubierta en 2021 en el patio de la casa de un expolicía, la cual albergaba cadáveres apilados, la mayoría mujeres. Más tarde se supo que todo era parte de una red que mataba y desaparecía por misoginia, por negocio.
Desde 2019, la Fiscalía creó una unidad especializada para investigar las desapariciones de la actualidad, tanto en la ubicación de su paradero como para sancionar penalmente a los responsables. Previamente, se había aprobado un Protocolo de Acción Urgente (PAU) y una Estrategia de Búsqueda de personas desaparecidas, a partir de lo cual no debería esperarse ni 24 ni 48 horas para activar una búsqueda inmediata, lo que significó una buena noticia. Pero para atender el fenómeno y ser efectiva, esta unidad debe entender primero a qué se enfrenta, y construir análisis de contexto. Además, es esencial que trabajen con las familias de las víctimas, sin revictimizarlas, y generar confianza ciudadana.
Desafortunadamente vemos que la respuesta estatal a las desapariciones actuales es casi la misma que con las desapariciones de épocas anteriores: se minimiza lo ocurrido, y la localización de la víctima depende casi en exclusiva del ahínco con el que sus seres queridos presionen a las autoridades y, quizás, de la repercusión mediática del caso. En el caso de los “hermanos Toledo”, dos jóvenes desaparecidos en Santa Tecla en 2021, que fueron encontrados fallecidos meses después, la madre fue acusada públicamente por las autoridades de manipular los hechos y de tener motivaciones políticas. Ella lo negó, y el caso se hizo viral en redes sociales, lo que muy probablemente contribuyó a que no quedara en el olvido.
Rara vez se llega a saber si se encuentran a las personas, vivas o muertas. No suelen haber hipótesis o líneas de investigación que permitan abordar el carácter generalizado del fenómeno. Tampoco se identifica a los responsables y estos escasamente enfrentan juicios.
Es frente a este escenario que un conjunto de organizaciones informamos al Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de la ONU sobre los casos recientes que se suman a los miles aún pendientes de décadas pasadas, urgiéndole una visita oficial al país, aun sabiendo que la misma tendría que ser autorizada por el mismo Estado, quien no da muestras de querer someterse al escrutinio internacional. Tras esta comunicación, el Grupo de Trabajo, junto a otras oficinas de la ONU pidieron cuentas al Estado sobre esta preocupante situación y otras derivadas de la aplicación del régimen de excepción. El gobierno respondió formalmente, sin aceptar responsabilidades ni proponer cambios.
El contexto de impunidad sistemática y generalizada ha sido un continuo. La búsqueda de larga data y en las causas recientes se inserta en un Estado cooptado, con alianzas oscuras con redes criminales, en el cual las víctimas son relegadas y las capacidades institucionales deliberadamente mínimas.
*Leonor Arteaga Rubio es Oficial senior de Programa de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF), especialista en temas de justicia transicional.