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Abortos, partos, menstruación, trata y violaciones: el viaje de las migrantes

Ser mujer migrante en México agrega obstáculos a un viaje ya de por sí peligroso. Hay acoso, violencia sexual, embarazos, hijos y mucha más familia dependiendo de ellas. Cada vez más mujeres y niñas solicitan asilo en México o intentan llegar a Estados Unidos. Su cuerpo toma un papel central cuando están en tránsito, al punto que algunas intentan ocultar que son mujeres para cruzar México. El riesgo es tal que en el camino se conoce a la píldora del día después como 'píldora anti-México'.

Isabel Mateos
Isabel Mateos

Domingo, 19 de febrero de 2023
Alejandra S. Inzunza y Marta Martínez*

Eran unos ocho muchachos —o eso pensábamos al principio— acurrucados en la acera bajo un triángulo de sombra a pocos metros del albergue de migrantes en Palenque, Chiapas. Se protegían del sofocante sol del mediodía mientras pensaban dónde dormir esa noche para después continuar su camino hacia el norte. Uno de ellos, el más menudo y delgado, apenas asomaba bajo unos pantalones anchos y un gorro gris de lana, pero el cuello abierto de su camiseta holgada delataba el tirante rosa de su sujetador. Cuando salió de su casa en Honduras, Amaya —como llamaremos a esta chica de 15 años— tenía claro que ser migrante sería difícil, pero siendo mujer lo sería todavía más. Así que se rapó la nuca y los laterales por encima de las orejas, escogió prendas flojas que disimularan su cuerpo y optó por hablar poco mientras viajaba para que nadie supiera su verdadera identidad. Solo se había dejado un pequeño mechón que recogía en un chongo para que, cuando estuviera en un lugar seguro, pudiera volver a mostrar su cabello largo. Pero en el camino, Amaya era un chico más. 

  Entre mayo y junio de 2021 recorrimos las principales rutas migratorias de la frontera sur de México — desde la saturada Tapachula hasta las rutas menos afamadas de Frontera Corozal— para conocer las experiencias de las niñas y mujeres que cada vez están migrando más. Entre 2020 y 2021, la presencia de mujeres en tránsito irregular aumentó un 472 %, según la Secretaría de Gobernación.  Después de dos semanas de entrevistar a más de 50 mujeres que en su mayoría habían sido violadas, secuestradas, asaltadas o se prostituían, el disfraz de hombre de Amaya,  al estilo Juana De Arco, parecía la apuesta más lógica. De acuerdo con el Instituto Nacional de Salud, casi la mitad de las mujeres que migran por el país han sido abusadas sexualmente o han intercambiado sexo por comida, techo o dinero para continuar su viaje.  

La primera vez que la vimos, Amaya pasó desapercibida entre una fila de hombres que se cortaba el pelo dentro del albergue. “Es una ventaja. Así no se distingue mucho uno y es mejor idea”, nos dijo al día siguiente después de comer un pollo con arroz. Ella  siempre estaba junto a Ricky, el mayor del grupo, de 21 años, y con quien se sentía más protegida. Se le iluminaba la cara cada vez que pronunciaba el nombre del muchacho de ojos avellana y bíceps marcados que a menudo tenía un cigarro colgando de su boca. “Voy con ellos, son buena onda conmigo y no me dejan botada. Yo no me despego de ellos. Vamos juntos. Yo voy en medio de todo”. Esa noche, los ocho chicos durmieron en un cuarto rentado cerca del albergue.

Un grupo de migrantes centroamericanos observan el mapa del territorio mexicano para planificar la ruta que tomarán en los siguientes días, mientras descansan frente al albergue Casa del Caminante, en Palenque, Chiapas, México. La segunda de izquierda a derecha es Amaya. Foto de El Faro: Isabel Mateos. 
Un grupo de migrantes centroamericanos observan el mapa del territorio mexicano para planificar la ruta que tomarán en los siguientes días, mientras descansan frente al albergue Casa del Caminante, en Palenque, Chiapas, México. La segunda de izquierda a derecha es Amaya. Foto de El Faro: Isabel Mateos. 

Casi todos habían salido de Honduras unas semanas atrás. Algunos se habían unido a caravanas pequeñas y otros llegaron en autobús hasta Guatemala. Ahí empezaron a pagar mordidas  para llegar hasta la frontera con México, caminando más de 160 kilómetros a través de la jungla húmeda y montañosa y entrar sin permiso de nadie  a Palenque, promocionada para otras personas por sus ruinas mayas.  Cada uno contaba una historia para escapar de la violencia del crimen organizado, de la extorsión  y el reclutamiento de las pandillas, de la violencia política, de sus familias, del desempleo, de la inflación y de un país sin futuro, que en los últimos dos años fue azotado, en plena  pandemia, por el huracán Eta y la tormenta tropical Iota. Todos tenían claro que querían llegar a Estados Unidos.

Amaya no había salido con el grupo de hondureños que la rodeaba. Aunque parecían familia, los había conocido hacía pocos días. Antes caminaba con amigos y primos lejanos con los que salió de Santa Bárbara, Honduras, una ciudad de 14,000 habitantes, donde el 70 % de sus habitantes son pobres. La página web del departamento la promueve por “sus exquisitas producciones de café, por la creatividad de las artesanías de junco, y sobre todo, por la belleza innata de las mujeres que nacen en esa tierra”. Amaya  vivía bien ahí. Tenía buena relación con sus padres y un novio. Había dejado la escuela porque no le gustaba.  Solía cuidar a su sobrina, que la llamaba “mamá”. Nos contó que ella misma soñaba un día con ser madre.  “Hasta que tenga los 25, ya mayor de edad”, dijo. En su país, una de cada cuatro niñas ha quedado embarazada al menos una vez antes de cumplir los 19 años.

Nadie la esperaba en Estados Unidos. No huyó de la violencia, ni de una familia desestructurada. Amaya migró ante la nada, al no ver un futuro. Porque nada la ataba a su casa. No se quejaba de la política, ni de la economía, ni de la violencia. Simplemente no podía quedarse en el lugar en el que nació porque no veía una vida que construir. “Quiero llegar a la USA… Allá es diferente. Se gana más. No es como en Honduras … y para ayudar a mi familia”, repetía. Amaya prefirió el riesgo del camino que asumir ese sin destino. 

Honduras es el país más desigual de las Américas. El 60 % de la población es pobre y durante más de una década el país ha tenido una de las tasas de homicidio más altas del mundo, especialmente contra mujeres. Una de cada seis niñas ha sufrido violencia sexual. En 2021, más de 30,000 menores no acompañados solicitaron asilo en México, casi el doble que en todo 2020. La gran mayoría eran niños hondureños. 

En su perfil de Facebook, Amaya aparece como una adolescente posando en selfies con sus amigos, usando vestidos cortos y entallados, presumiendo su pelo largo como cualquier chica de 15 años. Pero en lugar de tener una fiesta, decidió huir con 5,000 lempiras —200 dólares—. Salió en abril de 2021 con otros que pensaban igual que ella, pero en algún momento del camino los perdió.  Ya no tenía dinero.
Cuando la vimos en Palenque, se preparaba para partir al día siguiente a las 4:30 de la mañana y recorrer 56 kilómetros hasta Salto de Agua, donde está el próximo refugio para migrantes.  El grupo se había reducido en la madrugada. Ahora quedaban seis chicos y Amaya parecía uno más con su disfraz.  Todos, menos ella, fumaban y tomaban café solo en vasos de plástico. Se habían armado con palos gruesos de madera para protegerse en caso de ser atacados. Caminaban en la penumbra acompañados solo con el sonido de los monos aulladores escondidos en los árboles.

La construcción del Tren Maya, el polémico proyecto del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador para conectar la península de Yucatán, ha cambiado los flujos migratorios y obligado a los migrantes a tomar rutas más peligrosas. Hasta 2021, solían subir a  La Bestia —el tren de carga que recorre México hacia el norte—  desde Tapachula, Chiapas, pero ahora sus estaciones están cerradas y la más cercana es en Coatzacoalcos, Veracruz, a unos 354 kilómetros de donde se encontraba el grupo. La militarización de la frontera ha implicado que los migrantes se internen en  la selva, donde bastiones del crimen organizado están al acecho para extorsionar, reclutar o secuestrar. Normalmente, los migrantes intentan viajar en grupos grandes para protegerse, pero Amaya y sus amigos decidieron no juntarse con más gente. 

Migrantes caminan sobre las vias del tren con dirección al norte del territorio mexicano, en Palenque, Chiapas, México. La segunda en la fila es Amaya, disfrazada de muchacho. Foto de El Faro: Isabel Mateos. 
Migrantes caminan sobre las vias del tren con dirección al norte del territorio mexicano, en Palenque, Chiapas, México. La segunda en la fila es Amaya, disfrazada de muchacho. Foto de El Faro: Isabel Mateos. 

Cuando los encontramos en Salto de Agua, después de 14 horas de caminata, Amaya se sentía mal. Le costó mucho el camino y tuvo que apoyarse de Ricky. Estaba insolada y con los pies hinchados. Por momentos, pensó que no podría más. Le dolía la cabeza y no tenía fuerzas. Los amigos la arrastraban para seguir.  “Aunque no queramos, tenemos que caminar”, nos dijo.

Al día siguiente, a Amaya le preocupaba volver al camino. Le había venido la regla y no quería que sus compañeros lo supieran. Se acercó a nosotras con vergüenza para pedirnos un favor en secreto. 

“Me vino la menstruación. Entonces quería algo para que me la corte. Ya no puedo andar así y caminando me voy a safonar más porque ya ayer viera como veníamos”, dijo refiriéndose a si le podíamos conseguir pastillas anticonceptivas para cortar su periodo. 

En los albergues suelen regalar toallas sanitarias, pero Amaya las consideraba muy incómodas para caminar con 30 grados de calor.  Le explicamos que las píldoras no tendrían efecto inmediato, que tampoco es seguro utilizarlas de esa manera y que tarde o temprano su periodo volvería y ella estaría en la misma situación. 

—¿Y tampones? —le sugerimos.

—¿Eh?

—¿Nunca te has puesto?

—No. Pero es que no puedo andar así, contestó. 

Aquel día, Amaya utilizó un tampón por primera vez para seguir en el camino. 

La desventaja del cuerpo 

En el camino, el cuerpo es a la vez una amenaza y una moneda de cambio.  Un 20 % de las personas que se desplazan irregularmente por México son mujeres — unas 30,000 al año—, según ONU Mujeres. En lugar de dormir en albergues, muchas prefieren alquilar cuartos. Suelen conseguir documentación falsa para subir a autobuses y evitar el tren o las multitudes.  “Las mujeres están pensando absolutamente en cómo proteger sus cuerpos, pero también en cómo usarlos para superar situaciones difíciles”,  dijo Gretchen Kuhner, directora del Instituto para las Mujeres en la Migración, con sede en México. La mayoría son madres solteras o mujeres que van con sus hijos a reunirse con sus esposos.  

La biología hace el camino más difícil. No solo hay que lidiar con la menstruación o es más duro para sus cuerpos aguantar horas de caminata como le sucedió a Amaya. También hay que enfrentarse al acoso, a la violencia sexual, a la posibilidad de un embarazo no deseado. Algunas se someten a métodos anticonceptivos de riesgo como la llamada “píldora anti-México”  — la píldora del día siguiente— en su país de origen. En nuestro recorrido por la frontera sur, no encontramos ningún albergue o centro de atención sanitaria que ofreciera anticonceptivos gratuitos para mujeres migrantes, excepto algunas oenegés locales como Brigada Callejera en Tapachula, que reparte condones. Algunas tienen que abortar o parir en el camino. Esto sin contar los riesgos de ser secuestradas o víctimas de trata por parte del crimen organizado o por las propias autoridades.

No hay datos fiables sobre la violencia sexual contra las mujeres migrantes porque la mayoría decide no denunciar o ni siquiera es consciente de que la ha sufrido. “Algunas mujeres están muy acostumbradas a que las toquen (...) Otras dirán, bueno, el camionero me llevó de Tapachula a Saltillo. Y así, por supuesto, a cambio de eso tuve que acostarme con él. Creen que no es violencia sexual, pero sí es violencia sexual”, explicó Kuhner.  Casi un 80 % de las 673 víctimas de trata en 2020 —un número que apenas se acerca a la realidad—  eran mujeres y niñas, según el informe Trata de Personas del Departamento de Estado de Estados Unidos. Tan solo encontramos dos albergues en todo Chiapas dedicados a la atención de mujeres migrantes que hayan sufrido violencia sexual. Uno en Tapachula, el Albergue Diocesano Belén, donde solo  ocho de las mujeres acogidas eran migrantes, y el Tzome Ixuc, en Las Margaritas, cerca de Comitán, donde convivían 12 mujeres con hijos o embarazadas.

Una joven embarazada toma una siesta en un cuarto compartido dentro del albergue Diocesano Belén, en Tapachula, Chiapas, México. Foto de El Faro: Isabel Mateos. 
Una joven embarazada toma una siesta en un cuarto compartido dentro del albergue Diocesano Belén, en Tapachula, Chiapas, México. Foto de El Faro: Isabel Mateos. 

En el albergue Jesús el Buen Pastor de Tapachula, la ciudad con mayor número de migrantes y solicitantes de asilo, la coordinadora Olga Sánchez indicó que en 2021 aumentó la cantidad de adolescentes que no solo huían de situaciones violentas, sino que al llegar a México fueron víctimas de trata. “Ahorita hay trata de adolescentes y está horrible esta frontera, está pesada. Es el momento más peligroso para adolescentes y niños”, nos dijo antes de presentarnos a Cristina, otra niña hondureña de 15 años que viajaba sola. Olga conoció a Cristina unas semanas atrás. Un coyote había cobrado a la niña 2,000 dólares para llevarla a Estados Unidos y reencontrarse con su hermano. Pero el coyote trató de venderla y luego la dejó en Guatemala. Cristina era tímida y temía hablar. Tenía los ojos redondos y el pelo marrón con las puntas más claras. Nos contó que sus padres la abandonaron cuando era niña y creció con su abuela. Un día, miembros de la pandilla empezaron a acosarla. “Me quisieron como violar o algo así. Entonces, en la noche, cuando fui a la pulpería, estaban escondidos. Me dijeron que si no salía al siguiente día me mataban. Entonces decidí venirme para acá”. Empacó sus cosas y se fue. Después de que el coyote la abandonó en Guatemala, caminó y pidió aventón durante tres días en los que no durmió. “Me decían que no me quedara dormida porque podría pasar un hombre o algo así”, dijo mirando al suelo, mientras se frotaba las manos. 

Las Cubanitas

En el camino, el cuerpo es el instrumento principal para seguir adelante. Ya sea para soportar el esfuerzo y recorrer miles de kilómetros o como herramienta para conseguir dinero. En un bar al norte de Tapachula llamado Las Cubanitas, el trabajo de las mujeres empieza  al mediodía y no se limita a servir tragos y comidas.  Cuatro chicas muy maquilladas, con pantalones ceñidos, blusas de encaje y minifaldas entraron, se sentaron en una mesa y miraron sus celulares. En cuestión de minutos, se acercaron hombres que las invitaron a tomar algo. Cada una se fue con un cliente diferente.

La dueña del lugar se llama Flor y es un cliché de lo que es una “madame”.  Llegó en una camioneta lujosa y todos sus empleados se cuadraron cuando entró a la cantina en la que sonaba José Alfredo Jiménez. Flor inventó un sistema de trabajo para diferenciarse de los prostíbulos de Tapachula, una ciudad que tiene dos veces más bares  —casi 2,000— que escuelas —843—. Contrata a mujeres migrantes y les paga 200 pesos —10 dólares— por una jornada de 8 horas. Si quieren más dinero, deben ganarse una propina. “Si ellas gustan, si ellas desean, y pues aquí los comensales o los clientes, como les decimos, les hacen una invitación a que tomen un refresco o un agua o un jugo o una copa o una cerveza, y ellas acceden, pues es una forma de ganarse una propina”, nos explicó esta mujer ancha de cabello rizado, que iba con un vestido blanco vaporoso y  uñas largas y cuidadas donde destacaban sus anillos dorados. Las bebidas que compran los clientes para las chicas son más caras. Cada una cuesta 185 pesos —más de 9 dólares—. Las mujeres se quedan con casi el 90 % del valor. Mientras más tiempo entretengan a los clientes, más dinero tendrán. La compañía incluye dejarse tocar o bailar para ellos. Que tengan sexo o no, explicó Flor,  depende de ellas y no puede pasar en el bar, durante sus horas de trabajo. Insistió en que este trabajo no es trata, ya que es completamente voluntario. 

Dos mujeres migrantes y empleadas de Las Cubanitas toman un descanso durante la jornada en este bar en el corazón de Tapachula, Chiapas, México. Foto de El Faro: Isabel Mateos. 
Dos mujeres migrantes y empleadas de Las Cubanitas toman un descanso durante la jornada en este bar en el corazón de Tapachula, Chiapas, México. Foto de El Faro: Isabel Mateos. 

A pesar del nombre del lugar, solo dos de las chicas eran de Cuba y el resto centroamericanas. Flor lo nombró así para ganar clientes. Aunque la prostitución está prohibida en Chiapas, es una de las características de la ciudad famosa por los tugurios que abren hasta el amanecer. Organizaciones como Brigada Callejera calculan que hay unas 15 zonas liberadas en una ciudad de 320,000 habitantes, donde al menos una de cada 100 mujeres vende su cuerpo. Se las ve en la plaza, en los bares, en calles como la 12, donde una mexicana que había huído de la violencia consideraba la prostitución la mejor de sus opciones. Bares como Las Cubanitas, dijeron varias entrevistadas, son la opción más segura para ganar dinero rápido y continuar el camino, minimizando las palizas, abusos o incluso secuestros que pueden acabar en redes de trata.  Los hombres migrantes suelen trabajar de albañiles o en seguridad de los bares, como en el mismo bar Las Cubanitas, donde los camareros se encargan de proteger a las chicas de clientes indeseables. Pero para las mujeres migrantes, la prostitución suele ser una forma de parar, hacer dinero y seguir su camino.

 Cada vez más mujeres se quedan en México.  Tapachula, que en 2021 recibió casi el 70% de las 131,000 solicitudes de asilo en México, se ha convertido en un tapón para quien va de paso. Las peticiones, que el año pasado rompieron récord y se triplicaron en comparación con 2021— han crecido tanto que el proceso puede demorar hasta un año.  Pero Chiapas es también el estado más pobre de México, por lo que las oportunidades de trabajo son realmente escasas para los migrantes  — la mayoría de Honduras, Haití, El Salvador y Venezuela — que están esperando sus visas humanitarias o que hacen una parada para ganar algo de dinero.  

Kathy es una mujer hondureña que soñaba con llegar a Estados Unidos, pero llevaba ya año y medio en Tapachula.  Trabajaba en una hamburguesería por 800 pesos —40 dólares— a la semana, pero no era suficiente. “La verdad yo no quería (trabajar en Las Cubanitas). No me gusta este ambiente, pero pues es la necesidad. Tengo que mantener a mi nena, tengo un departamento que pagar, tengo un hijo en Honduras también para mandarle dinero y tengo a mi madre también”, nos dijo. A su hija le dice que trabaja en una taquería.
Sentada en la mesa con las otras mujeres también estaba Caridad, una de las dos cubanas. Tenía 24 años, era inquieta y un piercing le cruzaba la lengua en horizontal. Llegó un par de semanas antes a Las Cubanitas por recomendación de una amiga. La noche anterior pasó horas fingiendo risas para aguantar a un hombre borracho de 60 años. Tampoco le había contado a nadie sobre su nuevo trabajo. Hacía casi un año que salió de Brasil con su primo, con quien se aventuró en un peligroso viaje que los llevó por nueve países hasta llegar a Tapachula.  Después de lo que había pasado, el bar de doña Flor le parecía un lugar seguro para hacer dinero y seguir hasta Estados Unidos. 

La primera vez que Caridad mencionó que había sido violada, lo hizo de manera casual, como si fuera una cosa más por la que pasó en este viaje extremo. Fue al cruzar la selva del Darién, un territorio agreste entre Colombia y Panamá que es considerado una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo —y una de las más transitadas actualmente.  Al adentrarse en la selva, perdió a su primo y unos hombres armados detuvieron al grupo con el que caminaba. “Todo el mundo con las manos arriba y con las mochilas. Yo estaba ahí (...) Yo nunca había visto eso na’más que en películas y decía: ¡Ay Dios mío, virgen de la Caridad!”. Los hombres tomaron sus mochilas y se llevaron a tres mujeres del grupo. Una de ellas era Caridad. Otra era una niña haitiana de 13 años. “Escogieron a la que les dio la gana. A mí, una muchachita y a otra muchacha. Nos violaron y ya. ¡Váyanse!. Yo corrí con la suerte de que solo fue uno”, dijo.  La niña haitiana fue atacada por varios. Caridad hablaba en piloto automático, sin consternación visible, parecía estar tan triste por haber perdido su teléfono mientras cruzaba la jungla como por haber sido violada.

Una migrante hondureña limpia su cuarto provisional donde vive junto con su cuñada e hijos, en Tapachula, Chiapas, México. Foto de El Faro: Isabel Mateos. 
Una migrante hondureña limpia su cuarto provisional donde vive junto con su cuñada e hijos, en Tapachula, Chiapas, México. Foto de El Faro: Isabel Mateos. 

Coyotes y parteras en la frontera

Alrededor de las 8 de la noche, cuando el río Usumacinta se calmaba a medida que oscurecía, un bote llegó a uno de los muelles de Frontera Corozal, el lado mexicano de la frontera con Guatemala, donde hasta antes de la pandemia los turistas solían tomar coloridos botes para visitar las ruinas mayas de Yaxchilán.  De él bajaron unos 20 migrantes. No había presencia policial ni militar. Solo unos cuantos hombres, acostumbrados a recibirlos. Del bote bajaron varias mujeres y al menos tres niños pequeños. Un coche rojo los esperaba. 

Las personas pagan hasta 14,000 dólares por persona —incluso más desde la pandemia— para viajar con coyote a los Estados Unidos, sin ninguna garantía de que puedan ingresar al país de manera segura. Cada vez más mujeres cruzan por aquí, muchas con hijos, casi siempre con coyotes o en grupos.  “Obviamente ellas no migran solas. Ellas migran acompañadas. Las mujeres tienden a organizarse. Siempre ha habido colectivos de mujeres, siempre se han unido o van con la familia o van con las amigas o van con las primas o van con alguien, pero no solas”, señaló Guadalupe Arenas, directora del programa migrante en Médicos del Mundo. 

Aunque la “feminización de la migración” es un término que se acuñó en la década de los 70 cuando se empezó a ver por primera vez a mujeres en la ruta,  es a partir de 2017 que se registró su aumento con las caravanas migrantes. “Migrar es una forma de resistencia. Es una forma de decir yo no quiero, no quiero esta vida, no puedo seguir así. Y yo creo que el mayor acto de rebeldía es migrar, es no aceptar las condiciones que te está dando tu país y decir ‘yo merezco algo mejor’”, explicó Arenas. Muchas mujeres, además,  se han quedado en México después de que el Gobierno mexicano ofreció visas humanitarias para los centroamericanos. Entre 2014 y 2019, el número de mujeres migrantes que se quedó en ese país pasó de 24.3% a 31.8%, según la Encuesta sobre Migración en la Frontera Sur de México. 

Migrantes ingresan a México de manera indocumentada despues de cruzar el río Usumacinta subidos en una balsa, en Frontera Corozal, Chiapas, México. Foto de El Faro: Isabel Mateos.
Migrantes ingresan a México de manera indocumentada despues de cruzar el río Usumacinta subidos en una balsa, en Frontera Corozal, Chiapas, México. Foto de El Faro: Isabel Mateos.

Los hijos suelen ser una razón para quedarse. En Frontera Comalapa, una ruta conocida de tráfico de drogas donde ha proliferado la presencia del crimen organizado,  un grupo de parteras indígenas se reunió una mañana  para un  curso sobre prácticas para nacimientos. Había casi 20 mujeres mayas que transmitían su conocimiento unas a otras. Casi todas habían atendido a mujeres migrantes a las que se les había negado atención hospitalaria o que tenían miedo de ir a un médico por su condición irregular en México. Hablaban  del nulo acceso a anticonceptivos para las mujeres migrantes. 

“Las migrantes vienen, se prostituyen y luego se embarazan. A veces no las quieren atender y terminan abortando”, nos dijo María Elvira López, quien llevaba 23 años asistiendo partos en su comunidad. Presumía de haber salvado la vida de varias de ellas. En esos momentos, vivía con ella Karen, una chica de San Pedro Sula de 16 años y con seis meses de embarazo. “ Le estoy dando apoyo. Me ayuda a barrer, a trapear… La verdad estoy yo sola con mi marido, la trato como si fuera mi hija, pero a veces hay mujercitas malagradecidas… Dice que tiene novio, que va a venir no sé cuando, pero no le da nada… Su mamá también trabajaba para mí”. 

A Karen ya se le notaba la barriga y esperaba tener una niña. Decía que le daba miedo ir a un hospital.  Karen no tenía idea de que tenía derecho a atención hospitalaria o a pedir la residencia en México cuando su hijo naciera.  Llegó a México porque pensaba que “era más bonito que Honduras”, pero, después de diez meses en el país, le parecía igual. Su madre y sus hermanos ya vivían en Frontera Comalapa. Se había enamorado de un taquero de 21 años que unos meses antes se fue a trabajar “en una montaña en Michoacán”, al poco de que ella le contara que estaba embarazada. Su madre, con cinco hijos, le insistió en que abortara, pero Karen se negó. Cuando la regla le dejó de venir y se hizo una prueba de embarazo, se sintió “feliz y nerviosa”. Abortar nunca le pasó por la cabeza. Ahora estaba sola con Elvira, esperando a que su novio la llamara. “Antes hablábamos todas las noches a las 9. Ya no me llama. No sé cómo me siento. Un poquito triste. Si él no se hace cargo, voy a salir sola adelante”. 

En Chiapas, el aborto es legal solo bajo tres causales: violación, riesgo para la vida de la mujer y malformación genéticas. La mayor parte de los médicos suelen ser objetores de conciencia y se niegan a hacer el procedimiento por cuestiones morales o religiosas. Las parteras tradicionales son provida y, en general, el aborto no es bien visto. Al mismo tiempo, Chiapas es el estado con el índice más alto de muertes maternas del país, con 68.5 por cada 100,000 habitantes. 

“La muerte materna  también es consecuencia de la obligatoriedad de las mujeres de parir. La mujer tiene desnutrición, no tiene condiciones físicas ni económicas para llevar un embarazo a término y se está obligando a las mujeres a parir y a las niñas”, dijo Torta , quien trabaja en la Línea Aborto Chiapas.

En un estado donde está prohibido abortar, en el que las mujeres migrantes no se acercan a los hospitales ni para parir o cuando sufren lesiones graves en los pies u otras heridas en el camino. El miedo a ser detenidas reduce las posibilidades de interrumpir un embarazo. Por eso se han creado redes de mujeres que acompañan,  enseñan cómo utilizar medicamentos como misoprostol en las primeras semanas de gestación o buscan a médicas para atender casos de riesgo. Se llaman a sí mismas “aborteras”. 

Las mujeres que quieren abortar  llaman al teléfono de La Línea o escriben en la página de Facebook.  Las acompañan sin tener en cuenta las causales y sin límite de semanas. Pero muchas migrantes no tienen redes sociales o no saben que existe esta opción. Y para las aborteras también es difícil acompañarlas porque están en constante movimiento. Hace unos años, Michelle tapizó los barrios de Tapachula con información de La Línea, para que más mujeres migrantes se acercaran, tomando en cuenta las caravanas y el aumento de solicitudes de refugio. Algunas lo hicieron. La red ha logrado mandar misoprostol desde Chiapas hasta la frontera norte, para que mujeres migrantes puedan abortar si así lo desean.  “La mayoría de mujeres queda embarazada por violación. Casi siempre las violan los compañeros de viaje; en segundo lugar, los propios agentes de Migración o policías estatales; y, a veces otras personas, como hombres para los que trabajan, padrotes, etcétera”, explicó Michelle. 

Sobrevivir con hijos

Pero no solo se trata de abortar o parir,  muchas mujeres migrantes viajan con sus hijos o se mueven para mandarles dinero. Ser madres es  lo que las motivó a emigrar. Al otro lado del río Usumacinta está La 72, el albergue de migrantes más grande del sur de México, que recibe a unas 13,000 personas al año. Cuando lo visitamos en junio de 2021, estaba cerrado por un brote de coronavirus. Más de 100 personas deambulaban por la hierba afuera del albergue, en un predio más grande que una cancha de fútbol. Adentro, habían convertido la tribuna de cemento en un campamento improvisado, donde dormían bajo lonas y mantas de plástico azul o en hamacas. La noche anterior, una tormenta los empapó y esa tarde la gente tendía la ropa.  

En el césped, tres mujeres que ya habían solicitado asilo a México, nos contaban cómo era migrar y ser madre. Ahora que se sentían seguras bajo la protección del albergue, la conversación parecía un picnic de amigas que se habían juntado para contar sus penas.  “Yo me vine porque me dejé con mi marido hace un año. Él mucho me pegaba, me tenía encerrada”, contó Magdalena, una guatemalteca de 21 años,  que sostenía a su hija Giuliana en brazos . Había quedado embarazada con 17 y su marido la maltrataba desde entonces. “Me dejaba morada”, dijo llorando a la par de su hija de cuatro años, que lloraba también.  Huyó de Guatemala con dos de sus hermanas, su hija, su sobrino y una sola muda de ropa extra.  El día que conversamos, trabajaba para un señor en una finca, con lo que obtenía suficientes ingresos para comprar comida a diario. Consideraba estar mejor que en Guatemala. 

Magdalena y su hija, originarias de Guatemala, descansan en un campamento improvisado en las inmediaciones del albergue La 72, en el municipio de Tenosique, en el Estado de Tabasco, México. Foto de El Faro: Isabel Mateos.
Magdalena y su hija, originarias de Guatemala, descansan en un campamento improvisado en las inmediaciones del albergue La 72, en el municipio de Tenosique, en el Estado de Tabasco, México. Foto de El Faro: Isabel Mateos.

Muchas mujeres también han decidido quedarse en México para evitar el riesgo de seguir el camino con sus hijos. “Dicen que les quitan a los niños o los violan o matan a las mujeres, a las mamás y a las niñas también. Lo primero que hacen es secuestrarlas, pedir dinero a los familiares y uno ¿qué va a pagar si ni tiene cómo comer? Entonces mejor no estar aquí uno, tener paciencia, sacar todos los papeles e irnos para arriba cuando esté todo en orden”, dijo Magdalena. 

Los secuestros y desapariciones de migrantes en México han ido en aumento en los últimos años, y también se han vuelto más violentos. De acuerdo con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos del país, 54 migrantes son secuestrados cada día en promedio en México. En el caso de las mujeres, a menudo son blanco de secuestradores y abusadas sexualmente, y en ocasiones traficadas.

“Desde aproximadamente 2016 ha habido muchas más unidades familiares y muchas están lideradas por mujeres que son cabezas de familia y están solas con sus hijos pequeños.” explicó Kuhner, del Instituto de la Mujer en la Migración. “¿Te imaginas viajar sola, sin fondos, en un lugar que no conoces y que da miedo, con tus hijos pequeños? Creo que deja una herida psicológica en cada persona, así como en los niños”.

Estas madres solteras a menudo tienen varios hijos de diferentes padres: son las únicas que permanecen a cargo del cuidado y el bienestar de sus hijos. Llevar a sus hijos con ellas cuando migran implica riesgos, pero también los implica dejar a sus hijos en su país de origen. Si la maternidad es la búsqueda de una vida mejor para los hijos, el camino de una mujer migrante es la forma más dramática de conseguirlo.  

Irma estaba sola en Tenosique con sus dos hijos y era la segunda vez que salía de Honduras. La primera vez que emigró lo hizo con Arnold, su esposo y padre de su hijo menor. Solicitaron asilo y, mientras esperaban una decisión, Arnold trabajaba en un supermercado local de Tenosique. Un día después de su turno, Arnold, Irma y su hijo de 13 años se encontraron en la calle con unos jóvenes borrachos. “Se pelearon y ahí fue que el otro muchacho sacó su machete y le dio”. Arnold murió e Irma volvió a Honduras para empezar de cero. Trabajó en varias fábricas, pero no era suficiente. Sintió que su única opción era irse de nuevo. Lo hacía por sus hijos y por ella misma. Tomaron la misma ruta que la vez pasada, pero esta vez Irma estaba sola. “Fue más difícil, más como sentirme como desamparada. No por Dios, sino que porque uno está acostumbrado a ver un humano siempre a la par de uno… Gracias a Dios porque Migración no me agarró, pasé rodeando las montañas, a medianoche. Dormimos en esos lugares así y con mis niños solos”. 

Ninguna de las madres con las que hablamos en Tenosique sabía cuánto tiempo tomaría recibir noticias de Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado sobre su caso. Pero en cuanto consiguieran papeles, todas se planteaban continuar hacia el norte. 

En mayo de 2022, un año después de que la conocimos en Palenque, Amaya, la joven que se hacía pasar por chico bajo su gorro gris, llegó a Monterrey. No tenía celular. Para comunicarse se conectaba a Facebook cuando podía. Encontró trabajo en una cartonería, donde trabajaba de 7 de la mañana a 7 de la noche por 1,000 pesos a la semana —50 dólares—. Pero la fábrica se incendió y  se quedó sin empleo. Perdió el contacto con Ricky y los otros chicos que la protegieron mientras caminaban sobre las vías abandonadas de La Bestia. Isabel Mateos, la fotógrafa de este reportaje, se encontró a Amaya meses después cerca de Coatzacoalcos, Veracruz, con el pelo ya largo, esperando otra vez subir al tren para intentar llegar a Estados Unidos. Amaya dijo que se  había sentido sola en Monterrey y regresó a Honduras.  Los demás chicos llegaron a Estados Unidos y estaban trabajando. Una vez más,  Amaya volvía a intentarlo. 



*Marta Martínez es productora senior en Latino USA y Alejandra S. Inzunza es directora de Dromómanos. Esta crónica fue realizada por las autoras gracias al apoyo de International Women’s Media Foundation’s Reproductive Health, Rights and Justice in the Americas Initiative.

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