El miércoles 1 de marzo, diez hombres se reunieron por la noche para urdir un plan en una casa del Reparto Las Cañas. Era un plan complejo aquel; tan complejo que un año atrás —un año— hubiera sido imposible. Tan imposible habría sido ese plan un año atrás, que el sólo hecho de juntarse a planearlo hubiera podido invocar la muerte. Así de serio, así de complejo. Y con todo, esos hombres estaban ahí a las 7:30 de la noche poniéndose normas, alineando algunas ideas, desechando algunas otras, regañándose... En fin, que estaban planificando un torneo vecinal de fútbol.
Aunque eso último, mejor dejarlo claro desde el principio, es una verdad a medias.
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El Reparto Las Cañas es una colonia de Ilopango que lleva desde hace años una enorme cicatriz en la cara. Fue construido en 1984, durante el período más feroz de la guerra civil salvadoreña, y ha sido siempre el hogar de familias obreras, de trabajadores informales, maestros, enfermeras…
Actualmente la habitan unas 10,000 personas en 2,000 casas.
Durante los primeros años de este siglo, las pandillas comenzaron a echar raíces en aquella comunidad, a seducir a los hijos de los habitantes de Las Cañas. Para 2009, la facción Sureños del Barrio 18 había conseguido posicionarse en buena parte de la comunidad; y en la otra parte, había hecho lo mismo la Mara Salvatrucha-13. Eran ambas pandillas lo suficientemente fuertes como para reclamar aquellas calles y callejones como suyos y para pelear, a plomo vivo, por cada esquina.
Vivir bajo el puño de una pandilla fue un tormento profundo que padeció la mayoría de comunidades obreras y campesinas de El Salvador: una pesadilla, la vida echa una angustia. Pero vivir en una colonia en disputa perpetua implicaba otro nivel de horror: la comunidad quedó dividida en dos partes, arriba, controlada por la MS-13, y abajo, por el Barrio 18 Sureños. Esto implicaba que, además de vivir según el arbitrio de los pandilleros, los vecinos se sabían siempre en la primera línea de fuego de aquella guerra urbana, y se sabían obligados a elegir bando, o a fingir hacerlo, a través de las acciones más cotidianas: fueron obligados a asumir como propio al enemigo de sus captores, de sus carceleros, de sus verdugos, so pena de ser considerados espías o traidores. A partir de 2011, el control pandillero en ambas partes de la comunidad terminó de consolidarse y, dentro de aquella colonia, las dos mitades comenzaron a alejarse una de la otra, a vivir, pese a la cercanía física, separados por una distancia incalculable.
Uno de los principales problemas de esta división fue que la única escuela pública quedó en la parte controlada por la MS-13 y la mayoría de alumnos, en la parte controlada por el Barrio 18. Para 2012, los maestros de la escuela habían tenido que cerrar varios cursos o integrar grados distintos por la falta de estudiantes: los padres de familia de abajo no podían atravesar la férrea frontera invisible que marcaban los pasajes M y N para llevar a sus hijos a estudiar. Entonces, los maestros y los padres de familia alquilaron una casita en el pasaje A,en la parte baja, para ofrecer secundaria en turnos nocturnos, luego de obtener el consentimiento del Barrio 18, desde luego. Entonces los maestros se convirtieron en algunas de las pocas, poquísimas, personas que gozaban de una especie de salvoconducto tácito para subir y bajar a dar clases.
“Cuando había balacera, los niños ya sabían que se tenían que agachar y ponerse pegados al muro, debajo de las ventanas del aula”, explica Sandra, una maestra de la escuela. Otra profesora de primaria recuerda a un niño muy pequeño, agresivo con el resto de compañeros, que temblaba entre llantos cuando le explicó, con las palabras con las que un niño sabe nombrar el terror, cómo había sido testigo del asesinato de su tío, hacía apenas un día.
En 2012, durante la tregua entre pandillas gestionada por el Gobierno de Mauricio Funes, los maestros organizaron una reunión de padres de familia en la que el plato fuerte eran los líderes de ambas pandillas. En aquella reunión, subidos en una tarima, los pandilleros dieron permiso a los habitantes de la parte baja de llevar a sus hijos a la escuela, comprometiéndose a no… a no matarlos si lo hacían, siempre y cuando —y esto lo remarcaron con mucho cuido— subieran exclusivamente a la escuela, y por un pasaje en concreto. En esa ocasión, los familiares de los alumnos recibieron aquella dádiva de los pandilleros con algo bien parecido al agradecimiento.
Pero la mayoría de padres decidió no dejar la vida de sus hijos colgando de la promesa de un pandillero y el número de estudiantes siguió en picada.
Y así era la vida de Las Cañas, con las calles llenas de trampas y de dueños crueles. Con niños como traumas ambulantes y con una escuela prohibida para los más.
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Sentados en las gradas exteriores de la escuela estaban en enero de 2023 cinco muchachos, entrándole con ansias a una gorda CocaCola de dos litros que vaciaban en bolsas de plástico con pajilla. Hablaban de la nueva circunstancia de su colonia.
“Hoy en la mañana venía yo de trabajar y me pararon los soldados. Uno me dijo: 'si te encuentro algo te voy a montar verga'. Y yo sólo traía herramientas en la mochila, mucho abuso, me parece”, dijo uno. Esa es otra de las herencias de haber vivido bajo el control pandillero: no sólo la pandilla rival te identifica con tus captores, sino también el Estado, convertido en un soldado o en un policía, te verá con sospecha y, ante la duda, te tratará como a un criminal.
Hablaban también del remoto “abajo”, que queda en realidad cuatro cuadras más allá, y de una misteriosa cancha de fútbol de cuyas dimensiones nadie sabía dar cuenta exacta.
—¿Es chiquita? —preguntó uno.
—N'ombre, es grandota —dijo el único que se había animado ya a atravesar la frontera. Su nombre es Álex y es un treintañero serio, con un gesto permanente de duda o de susto, albañil de profesión y padre de un hijo idéntico a él.
Hacía unos días, Álex había tenido una idea temeraria y, por temeraria, buena. Una idea que pondría a prueba cuán arraigada en la piel estaba aquella cicatriz de Las Cañas. Álex se imaginó un torneo de fútbol en el que participaran por igual los hijos de abajo y los hijos de arriba, y así poner un puente pequeño, uno provisional tal vez, pero un puente al fin y al cabo, sobre el abismo de espantos que separa las dos mitades de su colonia a la altura de los pasajes M y N.
Pero había varios problemas: algunos pequeños, como la falta de pelotas, y otros más complicados, como el hecho de que él no conocía a nadie del otro lado del abismo a quien ir a proponer semejante osadía. Aunque pensándolo bien, había un señor, encargado de un pequeño colegio privado, que opera en una de las casas de la parte de arriba. Aquel señor era un pájaro raro: aunque trabajaba a diario en la parte de arriba, vivía abajo y era de los pocos habitantes que gozaba de un tembloroso permiso de ambas pandillas para circular entre los dos territorios de la comunidad. Ese señor se llama Pedro Rojas.
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Al lado de la escuela hay una cancha de fútbol, polvosa y seca como una cucharada de sal, tacaña con las sombras, con dos arcos de tubo metálico a cada extremo y bordeada por un cerco de llantas semienterradas. Aquella es “la canchita de arriba”.
Unos metros abajo de la cancha hay un kiosco metálico rotulado de manera que no quepa dudas de qué se hace ahí y a quién le pertenece: “Cocos Don Francisco”. A modo de decoración, aquel changarro solía llevar, tatuados en la lata, los agujeros que dejaron los años de guerra pandillera: un enjambre de balazos que atravesaron la lata y que su dueño tapaba con masilla como un Sísifo tropical. El kiosco está al final de la calle que conduce a la canchita. Aquel lugar fue durante años el epicentro de las balaceras y de los correteos pandilleros peleando territorio. Aunque la calle es ancha y hay espacios delimitados de parqueo, nadie dejaba su vehículo pernoctando ahí, por temor a que acabaran con la lata agujereada, como el kiosco de los Cocos Don Francisco.
Don Francisco tiene 65 años, 33 de los cuales ha vivido en Las Cañas. Hace años fundó una escuelita de fútbol, en la que enseñaba a los niños de la parte de arriba lo básico de las posiciones y las jugadas. Dadas las circunstancias, tuvo que incorporar dentro de sus enseñanzas el reflejo de tirarse al suelo cuando los pandilleros del Barrio 18 subían a una loma cercana a recetarles a los niños una lluvia de plomo, porque sí, porque eran de arriba.
“Cuando se hacía eso, ya todos andaban vivos. Cuando empezaban a sonar los balazos, ya los niños sabían que se tenían que tirar al suelo y ahí terminaba el entreno”, dice Don Francisco, parado en la canchita donde tuvo su escuela de fútbol, señalando aquella loma temible. Aunque él persistió lo que pudo en mantener aquel espacio, los padres de los niños dejaron –muy comprensiblemente– de llevar a sus hijos a entrenar, y hace 5 años la escuelita cerró.
“Aquí se había acabado todo”, dice Don Francisco, un día de febrero de 2023, y la cabeza se le inclina por el peso de aquellos días. Levanta la vista con la voz rota y en su cara de hombre mayor aparece el puchero de un niño que llora. “Todo se había acabado aquí. Todo”.
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El caso es que don Pedro Rojas —60 años bonachones, bigote a lo Groucho Marx y maestro de profesión— escuchó la propuesta de Álex y la idea le gustó. Así que no se quedó aquello para él y la compartió con otros vecinos, entre ellos don Marvin, un hombre de 58 años, recio como una verdad y de poco reír, experto en colocar portones automáticos y veterano organizador de equipos de fútbol, que se sumó al barco.
Y, para no darle largas al asunto, y antes de que el impulso se dorara, organizaron el primer experimento y le buscaron un nombre complejo, que por un lado dejara en claro que se trataba de un encuentro amistoso, o sea de una charamusca, pero también que tras ese encuentro se escondían cosas mayores, así que le llamaron charamuscón, “gran charamuscón”, para ser precisos, y lo convocaron para ser jugado en la canchita de arriba. Sólo estaba por verse si la gente de abajo se iba a animar a subir, porque el miedo, más que aprenderse, se aprehende, y se mete en el cuerpo y forma parte de él. Porque el miedo le permitió a esa gente sobrevivir y se convirtió en un instinto que rechaza atravesar alegremente aquella frontera que todos llevan machacada en el alma.
Pero el último domingo de enero, a las 3:30 de la tarde, un equipo de cada lado de la colonia apareció en la canchita, acompañados por algunos familiares. Hacía ratos que aquel espacio no era tan habitado, tan de todos. Pero las barras de los equipos mantuvieron distancia y se ubicaron cada una a un costado de la cancha, gritando indicaciones a los suyos, celebrando los goles y castigando los errores. Don Marvin hacía de director técnico del equipo de abajo y Álex, del de arriba. Un vecino, que sabe de arbitraje, sacó su uniforme de árbitro del armario y corría, silbato en ristre, persiguiendo la jugada. No sé quién ganó. No me acuerdo, o no me importa.
“No, no los conozco, no conozco a ninguno”, me explicó Álex. Se refería a los jugadores de abajo. “Es que mire, era prohibido hablar con alguien del otro lado. Si te veían, te llamaba y te advertían: ‘va, la próxima vez ya sabés’, o te preguntaban si vos andabas dando información, por eso nadie tenía relación con gente del otro lado”.
Álex me explicó que si conocías a alguien del otro lado de la colonia podías hablar con esa persona, siempre y cuando ningún vecino te viera. “Ya dentro de la colonia, si lo veías, lo saludabas con la cabeza —hizo un ademán casi imperceptible—, y ya los dos sabíamos que ese era el saludo y luego cada quien para su casa”.
El siguiente fin de semana tocó el turno de usar aquella misteriosa cancha de abajo, conocida como “la canchona”, porque tiene medidas casi oficiales y arcos más grandes: es una extensión de polvo lo suficientemente profesional como para albergar partidos con equipos de 11 jugadores. Para entonces ya se había regado la bola de aquellos encuentros y hubo entonces dos equipos por lado.
Y para el tercer encuentro, las chicas exigieron participar y presentaron tremendos equipos de uno y otro lado, aunque las de abajo se sabían con un as bajo la manga: con ellas juega nada más y nada menos que La Messi, una morenilla muy joven que es imparable en la corrida y la gambeta y que es el temor de las defensoras y de la portera contraria. Y aparecieron también equipos de niños apuntándose para la jornada. Entonces tocaba jugar en la canchita de arriba.
Pero días antes de ese tercer encuentro, los organizadores descubrieron que alguien había quitado las porterías.
Resulta que un vecino, empleado de la Alcaldía de Ilopango, decidió que aquel era el momento oportuno —en pleno verano— para engramar la cancha y que por lo tanto los charamuscones debían ser suspendidos unos tres meses, en lo que la grama prosperara y poblara aquel predio polvoso. Y cercó con cinta amarilla la mitad de la cancha para sembrar unas raquíticas hileras de grama, que tenían la misma oportunidad de prosperar que un pingüino en el Caribe. Así nomás, sin que mediara aviso de por medio, ni permisos de nadie, ni acuerdos, ni nada.
Pero Pedro, Marvin y Álex no son gente fácil de amedrentar, así que las metas fueron puestas a lo ancho y el tercer charamuscón se jugó con equipos de siete jugadores en la mitad de la canchita
Mientras La Messi hacía estragos entre las defensoras contrarias, don Pedro me explicó su hipótesis: en vísperas de las elecciones de alcaldes y diputados de 2021, él se apuntó en una de las listas internas del partido Nuevas Ideas, fundado por el presidente Nayib Bukele, y compitió por un puesto de concejal para la Alcaldía de Ilopango. Su lista perdió y otros fueron los candidatos oficiales de Nuevas Ideas. Entonces a él se acercó el partido GANA para ofrecerle un puesto en su lista de candidatos oficiales y él aceptó. GANA perdió y Nuevas Ideas se hizo con la Alcaldía de Ilopango.
—Hoy creo que fue una mala decisión, porque hoy todo, todito lo que hago es político. Si muevo una piedra, dicen que es político—, me dice don Pedro.
—¿Quiénes dicen eso?
—Ellos.
“Ellos”, son un grupo de personas que conforman dos directivas comunales. La Alcaldía de Ilopango alentó la creación de dos directivas en la misma comunidad, una por cada lado de la colonia. Los organizadores de los encuentros de fútbol no son amigos de esa idea, porque creen que ese esquema perpetúa la división creada por las pandillas y bregan porque ese abismo criminal se reduzca y desaparezca.
Así que me fui a hablar con “ellos”, que estaban reunidos al pie de un árbol en una calle de la colonia: era un grupo de unas 15 personas que discutía acaloradamente sobre temas que apenas alcancé a escuchar cuando una señora, que se presentó como Eunice, nos salió al paso al fotógrafo y a mí:
—¿Qué desean?
—Somos periodistas y visitamos la colonia desde hace unas semanas, para entender cómo la comunidad se acomoda a las nuevas circunstancias, ahora que el Gobierno ha limpiado de pandillas el Reparto Las Cañas.
—Aquí estamos de acuerdo con todo lo que está haciendo el presidente Bukele. Estamos felices.
—Me imagino. Conocí este lugar cuando estaba controlado por las pandillas y supongo que ahora estarán disfrutando una nueva realidad.
—¿De qué medio son?
—De El Faro
—Ya. Ese medio tiene muy mala fama.
—No, la verdad es que tiene muy buena fama. Entiendo que no tenemos buena fama entre los seguidores del presidente Bukele.
—Sí, porque los partidos que gobernaron antes fueron corruptos y en lugar de perseguir a las maras todos negociaron con las maras.
—Correcto, nosotros descubrimos esas negociaciones. Si usted lo sabe es porque nosotros publicamos los acuerdos mafiosos de Arena y del FMLN… y también los del Gobierno actual.
- Mjjm. ¿Cuál es su nombre?
Y lo apuntó en una libreta, a la par de mi número de teléfono. Y, para mi sorpresa, me dio su número de celular. Días después le llamé para pedirle que ella y su grupo conversaran conmigo y me explicaran su perspectiva del momento actual. Accedió a atenderme, me citó tres días después a condición de que ellos pudieran también grabar la conversación, a lo que, desde luego, accedí. Esa fue la última vez que Eunice respondió mis llamadas o mis mensajes.
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El miércoles 1 de marzo, diez hombres se reunieron por la noche para urdir un plan en una casa del Reparto Las Cañas. Entre ellos estaba Álex, don Pedro y don Marvin y otros siete que se habían sumado a la idea de pasar de simples charamuscones para organizar un torneo de fútbol vecinal en toda regla: con equipos inscritos, con carnés para los jugadores, con recuento de tarjetas y de goles y con trofeos y torneo relámpago de apertura. A lo grande.
Desde luego, uno de los puntos urgentes era el tema de las porterías de la canchita. Hubo quien propuso que las metas se volvieran a poner en su puesto original bajo el mismo método con el que fueron arrancadas, o sea, a la brava. Hubo quien sugirió averiguar primero si aquello había sido una decisión de la Alcaldía. Otro dijo saber que esa cancha no era de la Alcaldía, sino de la escuela… y luego estaba el problema de los árbitros, porque algunos no querían bajar hasta la canchona, por puro instinto de supervivencia, entonces habría que ir a traerlos para acompañarlos, y también estaba aquel rumor de que abajo todavía quedaban pandilleros y que algunos equipos de arriba tenían miedo, entonces los de abajo propusieron subir y acompañarlos también… y lo de las faltas y las tarjetas había que abordarlo con seriedad, porque si se termina armando una pelea campal, el torneo no cumpliría el propósito de unificar la comunidad, sino lo contrario y por lo tanto habría que acordar con los árbitros que expulsaran sin miramientos a cualquiera que anduviera buscando pleito… y luego está el tema de la canchona, donde las pelotas se van a un barranco formado por una cárcava y que, aunque la Alcaldía prometió una malla, cuando fueron a ponerla y estaban soldando le dieron fuego al monte que puebla el barranco y hubo un connato de incendio y, pues, ya no pusieron la malla… y luego habría que ver si las mujeres quieren inscribir equipos… y los niños, habría que hacer algo con los niños… Don Marvin dirigía aquella juntura recordando eventualmente que el torneo debía estar alejado de cualquier intervención política.
En los días siguientes consiguieron una carta de la escuela que les autorizaba a regresar las metas a su lugar, e invitaron a los policías del puesto local para que fueran testigos de una reunión a la que convocaron al grupo de Eunice, que no llegó al encuentro.
El domingo 19 de marzo, a las tremendas 12:30 del mediodía, se dio por inaugurado el torneo vecinal de fútbol del Reparto Las Cañas, al que se inscribieron ocho equipos variopintos: el Inter, el Ajax, el Manchester City, el Manchester United, el Totthenham, el Valencia, la Juventus y Tres Puntos Fáciles, que pese a su nombre fue el ganador del torneo relámpago.
Aquel día la cancha era una fiesta, donde se revolvían los vecinos de arriba y de abajo y donde don Pedro igual anunciaba por un parlante que aquel torneo tenía por propósito unificar la comunidad, que promocionaba los puestos de venta que se instalaron para la ocasión. Don Francisco, el dueño del kiosco agujereado, fue el encargado de juramentar a los equipos y se entonaron –mano al corazón– “las notas de nuestro himno nacional”. Se juramentó también al comité de deportes, cuya presidencia rechazó don Marvin alegando que no estaba buscando protagonismo. Uno de los equipos de abajo llevaba como delantero estrella a Eduardo Orellana, un jugador de la parte de arriba que, aunque no lo conocían, lo tenían fichado por jugador habilidoso. “Lo importante es unificar la colonia y que ya no hayan estas divisiones”, declaró Orellana a este reportero luego de concluir un encuentro.
Con el paso de los días, los vecinos de Las Cañas van atravesando nerviosos y de a poco aquellas fronteras mortales; las noches son cada vez más luminosas: alguno abrió una nueva tienda, otras una pupusería. La escuela recupera poco a poco a sus alumnos: este año hubo un 15 % de incremento de la matrícula y, aprovechando el auge de la canchita, están planeando sus intramuros escolares ahí, sin tener que voltear a ver una loma que solía escupir plomo sobre los niños. Y quizá en el futuro, si las sombras que poblaron aquella colonia no vuelven más, se cuente entre las nuevas generaciones el cuento de unos hombres que hicieron un plan, un ritual de fútbol, una pócima para aliviar la cicatriz que en la cara lleva aún el Reparto Las Cañas.