Columnas / Cultura

Frankenstein y los 44 municipios en busca de identidad

Dar vida a nuevos territorios –creados con piernas, brazos, troncos y cabezas de diferentes ciudades– supone un reto: generar identidades culturales en criaturas sin alma que no generan orgullo.

Miércoles, 14 de junio de 2023
Willian Carballo

Los porristas de la reducción de municipios salvadoreños insisten en que la decisión no afectará a la identidad local. Que si soy de Olocuilta me seguiré sintiendo orgulloso de mis pupusas de arroz; que si soy de Nejapa mi corazón continuará ardiendo como las bolas que se lanzan ahí cada 31 de agosto; y que si soy de Alegría no debo estar triste, pues el mito de la sirena en la laguna seguirá bajo mis aguas. Águila de mi San Miguel. Cumbia de mi San Vicente. Yuca de mi Chalchuapa con chicharrón. Y aun suponiendo que estén en lo cierto −tema discutible−, yo le quiero dar vuelta al debate. Porque, además de preguntarnos si la identidad de los habitantes de los antiguos municipios va a desvanecerse, urge cuestionarnos cómo vamos a construir la de los nuevos, la de esos cuerpos armados a la fuerza, sin alma, sin arraigo, que varios doctores Frankenstein construyeron con las piernas de una ciudad, los brazos de otra, el tórax de un pueblo y la cara de otro. Monstruos que nacen gigantes, de pecho ancho, pero vacíos, con poco en común para sentirnos orgullosos.

Es un hecho que los 262 municipios que conocimos están más muertos que las posibilidades electorales del FMLN el próximo año. Al menos, como los aprendimos. El gobierno central, bajo la fachada de una supuesta mayor eficiencia administrativa, ha propuesto −y la obediente Asamblea finalmente ha aprobado− que El Salvador tenga 44 comunas y que las 262 anteriores sean solo distritos repartidos en los nuevos territorios.

La Ley Especial que regula el proceso habla muy poco de identidad. Poquísimo. Ninguna novedad para un país que históricamente ha reducido el tema a enorgullecernos de que Leonardo DiCaprio coma pupusas y de clichés patrióticos del tipo “somos gente trabajadora”. El texto apenas señala en uno de sus considerandos que la integración “deberá realizarse con el debido respeto de su identidad histórica, socio-humana y de las tradiciones culturales sociales y religiosas de cada municipio, así como aquellas particularidades específicas que permitan (…) continuar conservando su propia realidad e identidad religiosa, social y comunitaria”. Eso y que las edificaciones históricas deben resguardarse.

El tema, sin embargo, es mucho más complejo que esas migajas en la ley aprobada. El reajuste territorial significa que, por ejemplo, Colón, Sacacoyo, Tepecoyo, Jayaque y Talnique se transformarán en La Libertad Oeste. O que Sensuntepeque, junto a cuatro más, procrearán Cabañas Este. O que Cuscatlán Sur se comerá a once de los municipios jubilados. Y así.

Tal sacudida de las piezas de dominó sobre la mesa del territorio nacional representa para los habitantes de los viejos municipios un reto: preservar su identidad local. Salvo la ciudad que mantenga la sede del trono, las tierras perderán peso político al dejar de albergar el palacio gubernamental y perder control presupuestal. Además, al borrar su nombre de la agenda pública, su presencia simbólica empalidecerá. Moisés Urbina, por ejemplo, apenas los mencionará en la cobertura noticiosa de elecciones en televisión, los políticos regalaláminas los ignorarán en su propaganda, los libros escolares los exiliarán del capítulo de democracia y Wikipedia los degradará. Con suerte, solo aparecerán ante el ojo público cuando los influencers de turismo los necesiten para ganar likes; cuando Jhosse Lora anuncie en Facebook que tocará en sus fiestas patronales; o cuando sitios web propagandísticos anuncien capturas de supuestos pandilleros en sus caseríos.

Luego viene el otro problema, el que propongo incluir en el debate: sus habitantes serán obligados a encajar en un rompecabezas del que no pidieron formar parte. El solo hecho de apellidar “Este” u “Oeste” a los nuevos municipios representa un desatino lingüístico en un país de orientes y occidentes. Es como si mañana amaneciéramos con kilos de frijoles en La Unión Sur en lugar de libras o con millas de distancia entre Sonsonate Centro y Ahuachapán Norte en lugar de kilómetros.

Aun así, las posibles confusiones cardinales son apenas cosquillas. Lo más traumático, culturalmente hablando, es que sus habitantes se verán, de pronto, emparentados con personas originarias de municipios con los que quizás tuvieron un pasado común; pero que hoy, en la mayoría de los casos, el ácido del tiempo se ha encargado de disolver.

Por ejemplo, si bien Jayaque, Talnique, Tepecoyo y Sacacoyo comparten algunas tradiciones religiosas, tienen conexiones históricas coloniales y descansan bajo el verdor de la misma cordillera del Bálsamo, también es cierto que ahora sus habitantes rezan a su propio santo y sacan los pasos prohibidos en sus propios carnavales. Son independientes. Y, sobre todo: ninguno tiene vínculo actual −más que comercial− con el distrito llamado a ser sede: Colón. Y menos con su cantón estrella, Lourdes, que de verde tiene cada vez menos y de McDonald’s y residenciales calurosas, cada vez más. Todos, sin embargo, convivirán como hermanos adoptados, en un mismo hogar al que han de llamar La Libertad Oeste. A él tendrán que integrarse, bajo él nombrarse y de él ampararse.

El tema, como puede verse, es complejo. La identidad −o las identidades− es un animal en constante evolución y conflicto, pues nos identificamos y diferenciamos de otros a la vez y en diferentes niveles. Usted puede ser de Jocoro, no de Osicala, y enorgullecerse de ello. Pero, una vez migre a Los Angeles, será salvadoreño, no mexicano; y pobre de quien lo confunda. Y cuando lo entrevisten en Univision, será latino, no gringo. Y cuando tenga “papeles” será estadounidense de origen hispano. Y cuando vuelva a El Salvador y se quede tres noches en hotel Decameron será “hermano lejano”. Y todo sin dejar de ser Jocoreño. Todo en todas partes al mismo tiempo, como la película, como un multiverso de identidades.

¿Qué quiero decir? Que estos procesos se cocinan lento y gracias a múltiples activadores en pugna. Para que ese originario de Jocoro llegara a diferenciarse de un mexicano e identificarse al mismo tiempo como estadounidense pasaron años, décadas, medio siglo, incluso. No ocurrió por decreto. No fue un madrugón. Y tampoco dependió solo de haber nacido en ese pueblo y haber migrado. Como explicó el jesuita Martín-Baró −que, aunque hablando de identidad nacional, sus ideas se pueden transpolar a lo local−, esta se construye con base a dos tipos de factores: los objetivos o características propias de un grupo (geografía, lengua, tradiciones); y los subjetivos, que son los que propician que las personas tengan consciencia de su identidad. Es decir, para generarla no basta con dormir bajo los mismos bálsamos, encender los mismos farolitos o comerse las pupusas con la misma salsa negra. Hacen falta también esfuerzos deliberados de quienes tienen el poder para movilizar a las personas a partir de las características comunes. Y eso toma tiempo, requiere de políticas culturales.

¿Qué hará, entonces, el Estado para generar identidad en esas 44 criaturas armadas con retazos a las que llamaremos municipios? ¿De qué políticas culturales viene acompañada la creación de esos territorios que hoy llevan esos insípidos apellidos de “Norte” u “Oeste”? Pocos piensan en ello. Y ese es, justamente, el reto para los padres detrás del experimento.

Nos esperan, pues, raros amaneceres. Nos habremos ido a dormir como hijos de Colón o de Jayaque, quizás de Tejutla o La Reina, o bien de Soyapango e Ilopango; pero al despertar los descubriremos convertidos en nuevas criaturas, armadas con pedazos de uno y otro a los que llamaremos La Libertad Oeste, Chalatenango Centro o San Salvador Este. Seres que nos resultarán extraños, que se levantarán y andarán lento, intentando que nos identifiquemos con ellos; pero que solo nos darán miedo; quizás curiosidad. 44 criaturas de dimensiones monstruosas, pero sin identidad.


 

*Willian Carballo (@WillianConN) es investigador, catedrático, periodista y ensayista salvadoreño. Doctorando en Sociedad de la Información y el Conocimiento y máster en Comunicación. Actualmente es coordinador de Investigación de la Escuela Mónica Herrera y docente de la Maestría en Gestión Estratégica de la Comunicación de la UCA.

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