Hace tres semanas, la administración Biden hizo públicos dos informes presentados al entonces presidente Richard Nixon en septiembre de 1973, justo antes del golpe de Estado contra Salvador Allende patrocinado por la CIA. Ni una línea de las seis páginas desclasificadas —que contienen apenas 73 líneas sobre el golpe, algunas parcialmente censuradas— se refiere al rol de Estados Unidos en el golpe. Parece una metáfora de lo que le sigue costando a Estados Unidos transparentar, incluso medio siglo después, su involucramiento en episodios clave de la historia de América Latina.
El congresista demócrata Jim McGovern, de Massachusetts, fue parte hace más de tres décadas de uno de los primeros esfuerzos por esclarecer otro crimen infame: el asesinato de los seis sacerdotes jesuitas de la UCA, una de sus empleadas y su hija de 16 años, en noviembre de 1989, a manos del Batallón Atlacatl, un escuadrón patrocinado por Estados Unidos. Y aún recuerda los esfuerzos de su propia embajada por encubrir la responsabilidad de los militares en el asesinato. En junio, la Fiscalía de El Salvador acusó al expresidente Alfredo Cristiani de “autorizar” los asesinatos. En 2020, Estados Unidos extraditó a Madrid al coronel Inocente Montano, condenado meses después por la Audiencia Nacional española como autor intelectual de la masacre. Pero la mayoría de los oficiales de alto rango involucrados en el crimen han muerto o siguen evadiendo su responsabilidad.
El 16 de noviembre se cumplirán 34 años de la masacre. En una entrevista por videoconferencia con El Faro, McGovern dice que la administración de George H.W. Bush no sólo estaba “empecinada en cerrar filas alrededor del Ejército y de Cristiani”; también dice que no ve posible que diplomáticos y agentes de inteligencia estadounidenses “no estuvieran al tanto” del complot para cometer los asesinatos.
A inicios de 1990 McGovern viajó a El Salvador como parte de la ‘Comisión Moakley’, liderada por su jefe en aquel momento, el congresista del Sur de Boston Joe Moakley, para esclarecer la masacre. Ahora cree que ha llegado el momento de volver a sumarse a los esfuerzos existentes en El Salvador y Estados Unidos para que se desclasifiquen miles de documentos de distintas agencias estadounidenses que siguen bajo reserva: “Lo digo en el caso de Chile, también: ¿cuál es el interés de seguridad nacional? ¿Quieren proteger a Henry Kissinger?” “Si (mostrar los documentos) demuestra que supimos más de lo que admitimos, que así sea”.
Poco después del asesinato de los jesuitas, el FBI y miembros de la Fuerza Armada de El Salvador interrogaron a Lucía Cerna, una trabajadora de la UCA que vio soldados en el recinto de la universidad durante la masacre. La Embajada de Estados Unidos destacó que Cerna había fallado una prueba de polígrafo. ¿Qué descubrió la Comisión Moakley sobre ese interrogatorio?
Alguien de la Embajada de Estados Unidos, Rick Chidester, acompañó a Lucía Cerna en el avión a Florida, y al llegar al aeropuerto el FBI la conectó a un polígrafo para interrogarla. Ella no tenía idea de qué demonios estaba pasando. Había presenciado algo horrible y ahora estaba sujeta a preguntas que, según ella nos contó, la hacían dudar de si estaba siendo protegida o si estaba en una situación muy peligrosa.
¡A Cerna no le quedaba claro si estaba a punto de ser electrocutada! No era experta en las técnicas de interrogatorio del FBI, pero sí conocía la historia de El Salvador y que hubo personas torturadas. Por eso entró en pánico y llegó al punto, creo, en que solo quería acabar con aquello y seguir su camino. Para nosotros en la Comisión tenía sentido que esa mujer, que sentía unos nervios tremendos y tenía miedo, diera resultados inconsistentes en el polígrafo. Y así fue, porque a fin de cuentas lo que ella dijo fue la verdad. La noción de que se lo había inventado y era una izquierdista resultaba ridícula.
Y en todo caso, esas no eran las formas en las que debió ser tratada. La tendrían que haber puesto al tanto de lo que sucedía y haberle asegurado que estaba en buenas manos.
El teniente coronel Manuel Antonio Rivas, de la Comisión de Investigación de Hechos Delictivos del Ejército salvadoreño, participó en el interrogatorio a pesar de que había un evidente conflicto de interés: según Human Rights Watch otro miembro de esa unidad, el coronel Iván López y López, estuvo en el Comando Militar durante los asesinatos.
Mi jefe en aquel entonces, el congresista Moakley, tuvo conversaciones muy francas con nuestra Embajada y el Departamento de Estado sobre la forma en la que aquello se llevó a cabo. Les dijo, “En el mejor caso todos ustedes son terriblemente incompetentes y estúpidos, porque si quisieran llegar a la verdad esta no era la forma de hacerlo”. Pero quedan dudas sobre si se hizo expresamente así, para desacreditar su testimonio, porque había gente empeñada en proteger al Ejército y al Gobierno de El Salvador, que recibían un generoso apoyo de Estados Unidos.
Nunca descubrimos un documento que dijera “hagan que ella se retracte”, pero el caso del Mayor Eric Buckland agudizó nuestras sospechas y paranoia. Estaba asignado a la Embajada en El Salvador y reportó una conversación con el Coronel Carlos Avilés (sobre el involucramiento del Ejército salvadoreño en la masacre). En respuesta la Embajada, en vez de proteger al joven militar, lo puso en un cuarto con el ministro de defensa Emilio Ponce y con el coronel Avilés y le cuestionó. ¿Por qué lo expusieron a un interrogatorio junto con el ministro de defensa salvadoreño y el hombre cuya confianza él había traicionado? O había una incompetencia brutal —esa es la lectura más generosa— o era un esfuerzo por chantajearlo o desacreditarlo.
Cuando fuimos a El Salvador un mes y medio después del asesinato de los sacerdotes, Moakley preguntó al subjefe de misión Jeff Dietrich sobre Buckland. Su respuesta fue, “¿Te refieres a la June Allyson de la Embajada?” Allyson era una actriz de los años cincuenta que lloraba mucho en sus películas. Era una forma despectiva de describir a un oficial estadounidense que había dado la cara para decir, “Esto me dijeron”. ¿Por qué se dio por sentado que cualquiera que tuviera algo negativo que decir sobre el Gobierno o la Fuerza Armada de El Salvador mentía? ¿Por qué a él o a Lucía Cerna se les trató como mentirosos?
Nunca obtuvimos una respuesta. Pero en el curso de la investigación, el líder del Grupo Militar de Estados Unidos que estaba en San Salvador cuando mataron a los jesuitas nos dijo en términos bastante claros, que desde su punto de vista —y esto fue antes de que todo mundo admitiera que el Ejército los mató— fue la Fuerza Armada. Y recuerdo que cuando dije en una sesión informativa en la Embajada que el jefe del Grupo Militar dijo que el Ejército estaba involucrado, alguien respondió, “¿Estaba bebiendo cuando te dijo eso?” Supimos desde un inicio que había corrientes en la Embajada empecinadas en cerrar filas alrededor del Ejército y de Cristiani.
¿Sigue creyendo que una parte de la Embajada cubría las espaldas al Gobierno de Cristiani?
Sí, he llegado a esa conclusión.
Los abogados contratados por la UCA para llevar la acusación, Sidney Blanco y Henry Campos, dijeron que se les acercó alguien del departamento legal de la Embajada para supuestamente alertarlos sobre una amenaza de la guerrilla contra sus vidas…
Recuerdo que ellos mismos nos lo comentaron. Eran bastante jóvenes en aquella época, o al menos se veían jóvenes. Mira, el Departamento de Estado de George Bush padre estaba de lado de Cristiani y la noción de que estábamos apoyando a un Gobierno que mataba curas no era algo que querían aceptar. Así que hubo un esfuerzo concertado.
Pedimos información del Departamento de Estado antes del primer viaje de Moakley a El Salvador, y cuando nos subimos al avión el Departamento de Estado pidió que alguna de su gente nos acompañara. Moakley dijo, “No hay problema, pero ¿dónde están mis documentos?” Ellos dijeron, “Bueno, estamos en ello”, y él contestó, “Se lo pongo de esta manera: ninguno de los suyos se sube a este avión hasta que recibamos los documentos”. Básicamente, el Departamento de Estado le había dicho “Vete a la mierda, no tenemos por qué hacerte caso”. Y Moakley los sacó del avión. Y llegaron los documentos.
En nuestra relación con los Departamentos de Estado y de Justicia tuvimos que avanzar a dentelladas. Por accidente, por ejemplo, nos enviaron una lista de los miembros del Ejército salvadoreño que fueron capacitados en la Escuela de las Américas, entre ellos varios del Batallón Atlacatl que recibía dinero estadounidense. Pero en cada paso que dimos la respuesta fue siempre “Vaya, está bien, podría ser cierto, pero el Mando Alto no está involucrado… Cristiani no estaba al tanto… No hubo encubrimiento”. La cosa se volvió absurda.
En el marco del primer aniversario de la masacre, Moakley fue a dar un discurso en la UCA. Nos reunimos antes con Ponce y alguien de la Embajada estuvo presente para traducir. Durante la entrevista, el congresista hacía preguntas directas, al grano —tipo, “¿dónde estuviste en esta fecha?”— y el traductor decía tres párrafos en español. Era evidente que estaba tratando de orientar las respuestas. Así que Moakley le dijo, “No hagas eso”, y a Ponce: “Algo está muy claro: esto no fue un hecho aislado”.
Moakley le dijo a Ponce, “Es más que una cuestión de unas manzanas podridas; usted tiene un problema institucional”, y el hombre de la Embajada le recriminó: “Usted no puede decir eso”. Pero Moakley respondió: “El que hace las preguntas aquí soy yo”, y cuando nos subimos al carro para ir a la UCA para que diera su discurso, el congresista le dijo que ya no quería que nos acompañara: “Usted trabaja para el Gobierno de Estados Unidos, pero en esa reunión parecía que trabajara para el ministro de defensa. Estoy abochornado”.
Creo que (el embajador) Bill Walker quería creer a toda costa que el Ejército no lo hizo, pero a medida que la evidencia se acumulaba se dio cuenta de que claramente no era así. A nuestras agencias de inteligencia no siempre se les da bien comunicarse con los embajadores y a veces múltiples personas saben una parte de lo que sucede y no lo comparten. Pero nos quedó claro que el gobierno de Estados Unidos no estaba haciendo su mejor esfuerzo por llegar a la verdad, algo que aún me avergüenza.
La CIA y otras agencias estadounidenses protegían a sus contactos en El Salvador, o en Guatemala, y sabían mucho sobre la represión de las sociedades civiles.
¿Cuántos años han pasado desde que derrocaron a Allende en Chile? Y hasta la fecha no sabemos hasta dónde se involucró Estados Unidos en aquello, ni hemos obtenido todos los documentos que podrían darnos todas las luces al respecto. No cabe duda de que el principal objetivo de la gente de la CIA era proteger las fuentes o amistades que habían cultivado en las fuerzas armadas.
Cerca de un mes antes de la ofensiva guerrillera y del asesinato de los jesuitas fui a El Salvador para acompañar a un sindicalista que había sido arrestado y torturado. Cuando me vi con nuestro subjefe de misión, Rick Chidester, y otra gente de la Oficina de Derechos Humanos de la Embajada, pasaron la mayoría de la reunión diciéndome que el hombre al que yo acompañaba se lo había inventado todo, que las marcas en su cuerpo eran autolesiones. Dedicaron una porción desproporcionada de la reunión a atacar a la UCA, a decirme que los jesuitas eran voceros del FMLN. “Ellos no son buenas personas, esos curas no son lo que crees”, me decían. Me quedó claro que la Embajada —y no solo el lado de los militares y de inteligencia, sino también el lado civil— odiaba a esos sacerdotes.
¿Le dio la impresión de que supieron de antemano que se estaba tramando algo?
No veo posible que no estuvieran al tanto. La decisión de matar a los sacerdotes fue una secuela de la ofensiva. Eso no quiere decir que no hubiera quienes querían matarlos mucho antes, pero me parece inconcebible que nadie estuviera al tanto de lo que estaba a punto de suceder. Y si por casualidad no lo supieron, con todos sus contactos y con todo el dinero que se invirtió ahí y todo el involucramiento de inteligencia, alguien tuvo que haberse enterado de inmediato después del crimen. Sin embargo, la postura oficial de nuestro gobierno fue la negación. Hasta sacaron algo diciendo que el FMLN había entrado a la UCA a matar a los sacerdotes. No creo que hayan sido tan tontos ni tan desubicados como para no saber lo que sucedía. La parte del Departamento de Estado es interesante, pero nuestros servicios de inteligencia son los que probablemente tienen la información más útil.
Menciona el golpe en Chile. Justo este año se desclasificaron documentos. En el caso de los jesuitas, en 1993 y 1994 hubo una racha de desclasificación en varias agencias, pero en 1999 se volvió a clasificar y guardar una porción de documentos. El Archivo de Seguridad Nacional ha hecho miles de solicitudes de acceso a información y en 2009 dijo que una parte de los archivos ha desaparecido. ¿Cuáles son los siguientes pasos para aquellos que buscan los archivos sobre el caso?
Debo ponerme en contacto y tratar de hacer avanzar algunas de esas solicitudes, porque creo que es importante llegar a la verdad. Años atrás fui a El Mozote. Estaba trabajando para Moakley cuando ocurrió la masacre ahí y recuerdo que (el subsecretario de Estado) Elliott Abrams negaba públicamente que hubiera ocurrido. Y cuando terminó la guerra y los peritos forenses fueron al lugar descubrieron todos los cuerpos —en su mayoría mujeres y niños— de las personas asesinadas por el Ejército salvadoreño mientras la administración de Reagan decía que aquello nunca había ocurrido. No puedo creer que no lo supieran. Mil muertos. Gente desaparecida, asesinada. No tengo duda de que lo sabían. Pagamos una cantidad espantosa de dinero a gente espantosa no sólo para combatir contra el FMLN sino para recolectar inteligencia, para conocer los trapos sucios de la gente.
Y en cuanto a la noción de que el presidente de El Salvador no tenía idea de lo que estaba a punto de hacer su Ejército, aquello se tuvo que haber coordinado con pinzas. Tuvo que haber corrido la voz a las demás unidades para que no llegaran corriendo a la UCA al escuchar los disparos. En un área sumamente protegida, con muchas instalaciones sensibles de inteligencia militar, la versión negacionista nunca tuvo sentido. Lo que nos resultaba frustrante era que nuestro gobierno formaba parte de la obstrucción de la verdad. Yo conocía personalmente a tres de los sacerdotes —Ellacuría, Segundo Montes y Martín-Baró— incluso por su trabajo en la legislación que ahora se llama TPS, y que nació de una iniciativa para proteger a los refugiados salvadoreños. Trabajamos de cerca con la UCA para conseguir datos sobre aquellos migrantes. La participación de Segundo Montes en ello fue muy importante. Y para mí esto fue muy, muy personal. La noticia de su asesinato me dejó aturdido. Nunca creí que asesinarían a religiosos de tan alto perfil.
El pasado 6 de agosto la Arquidiócesis de San Salvador anunció el comienzo de la canonización de Ellacuría. ¿Qué pasos concretos podría tomar el Gobierno de Joe Biden para impulsar la rendición de cuentas por estos asesinatos?
¡Desclasifiquen todo! Por el amor de Dios, a los jesuitas los mataron en 1989. Mucha gente ya murió. Ponce murió. Lo digo en el caso de Chile también: ¿cuál es el interés de seguridad nacional? ¿Quieren proteger (al exsecretario de Estado) Henry Kissinger? Publicarlo todo no supondría ningún peligro a la seguridad nacional. Y si se demuestra que supimos más de lo que admitimos, que así sea. Esa gente ya no está en el gobierno de Estados Unidos. No haría daño una pequeña dosis de verdad para asegurarnos de que no vuelve a suceder. Debería ponerme en contacto con la UCA y enterarme de cuáles son las solicitudes pendientes, para hacer que algunos miembros del Congreso las amplifiquen y respalden la desclasificación.
Corresponde al pueblo salvadoreño pedir cuentas a los responsables. A veces solo la verdad ya resulta muy poderosa, porque deja claro a quien esté contemplando hacer algo horrible que algún día puede que llegue el momento de rendir cuentas. No he ido a El Salvador en los últimos años porque me preocupan los ataques de Nayib Bukele contra la UCA, que suenan gravemente parecidos a los que se hacían contra la UCA justo antes de que mataran a los sacerdotes. También me preocupa la UCA en Nicaragua. No quiero poner a la universidad en una situación difícil, en la que sirvo de pretexto para nuevos ataques. Pero en todo caso creo que debo volver a ponerme en contacto con ellos sobre los documentos, enterarme de quiénes están haciendo las solicitudes y encontrar la forma de ayudar.
¿Cree que habrá apertura política de parte del gobierno Biden?
Ojalá. Hoy tuve una conversación horrible con el gobierno de Biden sobre Cuba. Creí que tendrían una mejor postura, pero en esto son iguales que Trump. Espero que puedan mostrarse más abiertos en el caso de los jesuitas. Quizá este sea un buen momento para elevar el asunto.