El Salvador / Violencia

El vecino que me denunció

Gran parte de las capturas efectuadas por la Policía y el Ejército durante el régimen de excepción se basan únicamente en llamadas anónimas. En la isla del Espíritu Santo, donde nunca hubo pandillas, algunas personas aprovecharon para denunciar a vecinos con los que tenían problemas personales o para librarse a sí mismos de ser capturados.

Carlos Barrera
Carlos Barrera

Lunes, 16 de octubre de 2023
Carlos Martínez

El viejo embarcadero de la isla El Espíritu Santo parece una foto antigua de sí mismo: en él todo es sepia, todo es algo que fue: la galera donde hoy vive una familia fue bodega; esa plancha metálica sarnosa de óxido, que yace abandonada, fue la panza de un barco de carga que solía navegar la Bahía de Jiquilisco, lleno de aceite de coco, de limones y cacao; y el kiosco de lámina donde los isleños embarcan y desembarcan parece tan viejo como el manglar que lo rodea.

Bajo ese kiosco Heidi montó su negocio, que es una forma de llamarle a una mesita plástica donde ella desplegaba su oferta de panes dulces, una hielera con bolsas de agua y refrescos, una hornilla a gas donde hervía agua para vender café y una tira de bolsitas de chucherías. Por raro que parezca, a nadie se le había ocurrido antes poner esas tentaciones en el lugar donde todo mundo espera las lanchas que los llevarán a tierra firme, o donde atracan las que llegan desde Puerto El Triunfo con gente o cosas. Ahí andaba Heidi vendiendo y colectando preciosas monedas para vivir. Y ahí la acechaba, en silencio, la codicia de otros.

Un día de abril, un vecino se acercó con una propuesta envenenada: le ofreció $100 a cambio de tener sexo. Heidi lo rechazó iracunda y el otro se fue celebrando su chanza, ufano, impune, a darse un baño de complicidad  con parientes y amigos que se ganaban la vida también bajo el techo de lámina del kiosco. Las burlas y las humillaciones, la crueldad gratuita, no eran tufos nuevos para Heidi que le vació un cargador de improperios al insolente y con ello se tuvo como bien resarcida. Pero las palabras dichas no regresan nunca a la boca que las escupió y las que llevan puñales quedan, como una pólvora flotante, esperando a ver quién recoge el guante. Aquel día lo recogió la pareja de Heidi, que llegó en su mototaxi a esperar clientes al embarcadero y se encontró a su chica echando chispas y que, al enterarse del agravio, salió en defensa del honor mancillado de su mujer.

“¿Qué le dijiste a mi mujer, hijuelagranputa? ¿Por qué no venís a decírmelo a mí?”, Rugió Sandra, hecha una llama, de pie, frente a la mototaxi donde el otro todavía se reía.

“Ella lo que necesita es una verga para sentirse mujer y vos no se la podés dar”, contestó él, tentando a la suerte.

“Yo no tengo necesidad de ofrecerle dinero para que esté conmigo”, replicó ella dando por terminado el diálogo y pasó ya directamente a proponer que las cosas se arreglaran con las manos: “Bajate, pues, hijueputa, vení a decírmelo aquí”. Ya hablaremos de Sandra, pero por lo pronto es necesario decir que quizá sin saberlo aquel hombre tenía delante a la persona más dura con la que se habrá topado jamás en su vida.

Hicieron falta dos hombres, amigos de Sandra, para contener su furia y conseguir que se sentara. El tipo jamás se bajó de su mototaxi y, viendo la cosa como estaba, prefirió huir del kiosco que él mismo había incendiado.

Una semana después, aquel hombre y dos familiares pidieron una cita a las autoridades de la isla para pedirles dos cosas: que quitaran a Sandra el permiso para llevar pasajeros en su mototaxi, alegando que, aunque ellos tenían más tiempo de trabajar en la isla, ella se solía quedar con la mayoría de clientes y que eso los estaba dejando en la ruina. También pidieron que Heidi pagara un monto de dinero para tener su puesto de venta bajo el techo del kiosco, alegando en este caso que ella no era oriunda de El Espíritu Santo y que por lo tanto no tenía derecho a gozar gratuitamente del privilegio de la sombra de aquella lámina. Las autoridades rechazaron, por absurdas, ambas peticiones.

Cuatro días después, producto de una denuncia, cerca de 20 soldados y policías cercaron de noche la choza hecha de palmas de coco donde vivían Sandra y Heidi y las arrestaron a las dos.

Sandra (izquierda) y Heidi fueron capturadas en abril de 2023 debido a la llamada de un vecino con el que tuvieron una discusión. Foto de El Faro: cortesía.
Sandra (izquierda) y Heidi fueron capturadas en abril de 2023 debido a la llamada de un vecino con el que tuvieron una discusión. Foto de El Faro: cortesía.

* * *

Toño es un marinero. Desde que vino al mundo, hace 52 años, respira la fragancia salada del agua y tuvo al mar como último horizonte. Lleva en la sangre el vaivén de las mareas y se ganaba la vida como capitán de la lancha “María”, que no era suya.

Había conseguido un buen trato: la “María” es propiedad de una maestra que enseña en la escuela de la península Corral de Mulas. Ella cobraba a sus colegas por transportarlos desde Puerto El Triunfo hasta la escuela y, una vez que acababa la jornada escolar, desde la escuela de nuevo a tierra firme. A cambio de conducir la lancha en esas jornadas, le permitía a Toño usarla para pasear turistas por las islas de la Bahía de Jiquilisco y ganarse la vida con ello. Y así, rebotando sobre aquellas aguas rodeadas de manglar, Toño consiguió reunir el dinero suficiente para comprar su propia lancha, que era capitaneada por su hijo, Carlos.

Son muchos los lancheros que se ganan la vida recorriendo la Bahía: los de Puerto El Triunfo, los de Corral de Mulas, los de Madresal, los del Tular, los del Jobal y, desde luego, los de la isla El Espíritu Santo, como Toño y su hijo. Y todos habían tenido que aceptar el precio de dedicarse al mar: exactamente 25 dólares mensuales por lancha, exigidos, bajo la amenaza de la muerte, por los homeboys del Barrio 18 Sureños, que imponían su ley criminal en aquellas aguas. De modo que los lancheros se organizaron para lidiar con la extorsión: de forma rotativa, cada mes, uno de ellos cargaba con la obligación de reunir el dinero de todos y entregárselo a quien la pandilla ordenara. Y así era la vida, y así sortearon a la muerte aquellos hombres durante años.

En mayo de 2022, Toño regresaba de dar un tour a unos turistas cuando la Policía lo arrestó en el embarcadero de Puerto El Triunfo. Así, sin más, le dijeron que se olvidara de la “María” y que quedaba arrestado en nombre de la guerra contra las pandillas emprendida por el Gobierno. Ahí mismo, mientras lo esposaba, el oficial de Policía que lo capturó le reveló que algunos de sus colegas lancheros, de sus mismos vecinos de El Espíritu Santo, lo habían señalado a él como colaborador del Barrio 18 Sureños y que lo habían perfilado como una de las personas que cobraba la extorsión a nombre de la pandilla. La cabeza atolondrada, mil preguntas en desbandada como una turba de azacuanes volando, la certeza del metal de las esposas en sus manos, las palabras secas en la boca. Y de pronto, el mundo se le vino a los pies cuando vio que entre los otros lancheros arrestados estaba su hijo.

Juntos entraron al calabozo del puesto policial de Puerto El Triunfo; juntos fueron trasladados luego al penal de Izalco; juntos fueron desnudados y llevados en calzoncillos a una celda hacinada y oscura. La humillación, el hambre como un perro faldero y la amenaza constante de sufrir una paliza por las razones más nimias. Juntos.

Fueron trasladados a la cárcel de Mariona al cabo de un tiempo, vieron a hombres podrirse en vida, comidos por los hongos de la piel.  “Llegó un muchacho llorando porque había perdido el pene, se lo habían amputado, se le pudrió y nunca lo atendieron. Se le pudrió el pene. Llorando, llorando el joven”, recuerda Toño. Vieron a hombres desmayarse bajo el garrote de los custodios, hombres que no volvieron más. A veces, Toño velaba el sueño de su muchacho, enroscado en un rincón para que Carlos tuviera más espacio. Un día, los separaron: un custodio llegó con una lista de internos y se los llevó a otro sector de la cárcel. Entonces Toño suplicó piedad, mendigó irse con su hijo, no importaba bajo qué condiciones. “Aquí no es un hotel, aquí no pedís gustos, vos estás preso”, le respondió el custodio y se marchó con su hijo. Toño se quedó en aquella oscuridad repleta de siluetas desconocidas. Solo.

Aquella fue la última vez que vio a Carlos.

Luego de 11 meses de prisión, las autoridades declararon que Toño era parte de ese porcentaje al que llaman “margen de error” y lo dejaron libre. Era, como el embarcadero de su isla, algo que tuvo alguna vez mejores tiempos: había perdido dientes y al menos la mitad de su peso, unos huesos vestidos con una piel curtida por el sol y el mar y unos ojos que buscaban en el aire de la libertad los ojos de su hijo. Pero Carlos no estaba. El muchacho no fue liberado.

Salvador Antonio,
Salvador Antonio, 'Toño', fue detenido debido a la denuncia de un vecino. En las imágenes se muestra a Toño unos días antes de ser capturado por la policía y unos días después de ser liberado, tras 11 meses de reclusión, por el régimen de excepción. Foto de El Faro: cortesía.

La lancha “María” flota hoy en el embarcadero de Puerto El Triunfo. Los policías de la división naval se la apropiaron para hacer sus patrullajes sin otro trámite que el de rasparle sin mucho afán el nombre con el que fue bautizada.

Toño ha sembrado en el patio de su casa un almendro y un limonero que han echado raíces fuertes en la tierra, igual que él. No volvió más al mar y en las noches largas y oscuras de insomnio intenta espantar las ideas que le queman por dentro, como una brasa maligna que no se apaga, porque en las aguas de la Bahía de Jiquilisco, dice, se teme a sí mismo.

* * *

Toda la isla del Espíritu Santo era propiedad de un solo hombre, don Roberto Sol. Cada palmo de tierra, cada una de las palmeras sembradas en las 1,500 manzanas plantadas de coco, más unos fértiles sembradíos de cacao y limón eran suyas. En la práctica, poseía también a los cientos de personas que plantaban, cuidaban, cosechaban y procesaban su producción. Todo era de él, nada era de ellos, salvo el jornal diario de 0.50 centavos de colón, con el que malvivían en barracas, que también pertenecían al hacendado. Varias generaciones crecieron y tuvieron hijos en aquella pequeña sociedad feudal.

En la comunidad El Jobal de la Isla El Espíritu Santo los niños juegan de pescar, imitan a sus hermanos mayores y a sus padres, ya que en el lugar la mayoría de familias se sostiene económicamente de la producción de derivados del coco y de la pesca artesanal. Foto de El Faro: Carlos Barrera
En la comunidad El Jobal de la Isla El Espíritu Santo los niños juegan de pescar, imitan a sus hermanos mayores y a sus padres, ya que en el lugar la mayoría de familias se sostiene económicamente de la producción de derivados del coco y de la pesca artesanal. Foto de El Faro: Carlos Barrera

Hasta que en 1980, la segunda Junta Revolucionaria de Gobierno emprendió una reforma agraria, que pretendía emparejar un poco las cosas y así evitar el alzamiento armado del campesinado salvadoreño. Así que expropió a don Roberto Sol y entregó la isla a los jornaleros, que conformaron una cooperativa para continuar la producción. De todas maneras la guerra era ya imparable y el país se precipitó hacia la barbarie por tierra, por aire y por mar. Salvo en esta islita con forma de pulmón, donde las aguas saladas y el manglar mantuvieron a raya la Guerra Fría que se libraba en el mundo entero.

Todos se conocían, todos eran descendientes de los jornaleros que sirvieron al gran señor, todos padecieron la misma hambre y la misma pobreza y todos tenían la mirada puesta en aquellos cocos que significarían la diferencia entre la vida y la muerte. Mantuvieron también una vieja costumbre: don Roberto Sol había instalado una caseta de control a la entrada de la isla, controlada por la temible Guardia Nacional, para evitar la entrada de personas e ideas foráneas. Así que al irse los guardias, la cooperativa contrató a algunos hombres para custodiar la entrada.

La guerra siguió su curso sin dejar un solo cadáver en la isla; se firmó la paz entre la guerrilla y el gobierno y en el Espíritu Santo poco cambió: su trajín de cocos y mareas se mantuvo inalterable y siguió así aún cuando desde el norte llegaron nuevas acechanzas: las pandillas californianas Barrio 18 y MS-13 prosperaron entre los escombros de la guerra y echaron raíces en casi cada rincón de El Salvador. Salvo en la isla. Nunca hubo homeboys malcarados imponiendo su ley, ni clicas pandilleras, ni balaceras, ni pintadas en los muros ni ninguna de las parafernalias de esa segunda guerra entre números y letras.

Todos se conocen, todos están medio emparentados y al ver corretear algún chiquillo todos saben recitar su árbol genealógico de varias generaciones atrás. Alguno tiene más que otros, alguna es más pobre, pero la escala de las diferencias económicas no es ilimitada y obscena como ocurre aguas afuera. La isla vivía una armonía interrumpida apenas por los exabruptos del alcohol y del fútbol.  Al día de hoy sigue en pie aquella caseta que solía ser controlada por la Guardia Nacional y al día de hoy es necesario dejar un documento de identificación si se quiere ingresar.

La Comunidad El Jobal es parte de la isla Espíritu Santo de la Bahía de Jiquilisco, Usulután. Allí funciona una cooperativa de producción de derivados del coco. Según los líderes comunitarios, allí viven aproximadamente 1,400 personas. Foto de El Faro: Carlos Barrera
La Comunidad El Jobal es parte de la isla Espíritu Santo de la Bahía de Jiquilisco, Usulután. Allí funciona una cooperativa de producción de derivados del coco. Según los líderes comunitarios, allí viven aproximadamente 1,400 personas. Foto de El Faro: Carlos Barrera

Así era la vida, como el andar de una yunta de bueyes, a su ritmo, sin reposo, sin carreras, sin sorpresas. Hasta el 13 de mayo de 2022. Ese día un grupo de soldados y policías que patrullaban la isla ordenaron a Carlos que los llevara a Puerto El Triunfo, pero el muchacho les explicó que no tenía combustible suficiente, entonces lo llamaron mentiroso y lo arrestaron. Ordenaron a otro lanchero que los llevara a tierra firme y, al llegar, también lo arrestaron. Cuando llegó al embarcadero, Carlos vio que la Policía había arrestado también a su padre. Ese día, la Policía arrestó a cinco lancheros de El Espíritu Santo y en los días y meses que siguieron fueron capturados, en varias tandas, agricultores, pescadores y curileros.

“Desde el espacio que hay entre las maderas de la casa mirábamos Heidi y yo cómo se iban llevando a la gente. Mirá: ahí llevan a Andrés, mirá ahí llevan a Saúl…”, recuerda Sandra.

25 personas en total fueron arrestadas en la isla sin pandillas. Sólo siete han sido liberadas. Y, desde entonces, aquella isla de conocidos y familiares, que consiguió sortear dos guerras distintas, comenzó a llenarse de rumores malignos y de miradas llenas de puñales.

* * *

“¿Decir? ¡Los soldados no le decían nada a uno! Con una mano te agarraban de la nuca y con la otra del cincho. Así te levantaban y te tiraban al camión y ya estabas reclutado”.

Así recuerda Toño el inicio de su vida militar. Era un niño de 14 años, nacido en la península Madre Sal y un día de 1986 su mamá lo mandó a hacer unas compras a la tienda. Regresando iba cuando apareció el temible camión de reclutamiento y, bajo el procedimiento ya descrito, lo reclutó. Pasó de campesino costero a soldado de la fuerza naval en cuestión de minutos.

“Eran seis meses de entrenamiento perro. Había una prueba que era estar tres días flotando en mar abierto, con el fusil y el equipo. Te enseñaban a disparar y todo eso y después, a la guerra”. No se puede ir a la guerra sin matar.

“Si tenías capturado a un guerrillero y el superior te ordenaba matarlo, tenías que matarlo”, dice Toño, sentado en un taburete en el patio de tierra de su casa donde hoy crece un almendro y un limonero. “No tuve niñez, ni adolescencia, todo lo que conocí a esa edad fue la guerra”.

Más de 75,000 muertos dejó aquel conflicto salvaje, la última gran batalla de la Guerra Fría en la América Latina. Pero Toño sobrevivió, se estableció en el Espíritu Santo, se casó, tuvo dos hijas y un hijo menor, al que llamó Carlos y al que enseñó los secretos del mar. Hasta que en mayo de 2022 pasó lo que pasó.

Toño cree saber quién entre sus vecinos lo denunció. No es una especulación, ni el fruto de un trabajo detectivesco: se lo dijo el policía que lo detuvo, con sorna, para justificar su aprehensión y es también un rumor extendido entre los isleños, que murmuran en voz baja el nombre de un lanchero que no será escrito en esta historia, para evitar poner otro dedo en una llaga ya muy viva.

Toño se ha conseguido un carrito de tortas, con una pequeña plancha conectada a un tambo de gas, y ha inaugurado lo que a escala sería el primer negocio de comida rápida de la isla. Coloca su carrito bajo un árbol, al lado de la cancha de fútbol de la comunidad y despacha en silencio, ajeno a las conversaciones de sus vecinos, con la cabeza fija en la ausencia de su hijo.

“Supongo yo que esa fue la manera que tuvo él de evitar ser arrestado, echarnos de cabeza a nosotros. Pero aquí todos los lancheros teníamos que pagarle a la pandilla y ahora las autoridades consideran que eso era colaborar con ellos, pero nosotros estábamos obligados para evitar que lo mataran a uno o a la familia de uno”, dice, mirando sin parpadear mientras vomita lo que le quema por dentro: “Yo no lo perdono, no lo puedo perdonar, pero he buscado de Dios y le pido que me quite los malos pensamientos. Por eso no he vuelto al mar, porque me lo voy a encontrar y a saber lo que pueda pasar”.

No hay electricidad en su casa para espantar el calor ni para prolongar el día. Cuando la luz del sol se va, Toño y su esposa se tumban, taciturnos, en unas hamacas y a él vuelve el recuerdo de una cárcel cruel, donde malviven hombres que se pudren en vida, o mueren bajo el garrote despiadado de los custodios, donde el hambre es la única certeza y donde está cautivo su muchacho.

A veces, dice, su mujer intenta adivinar por las noches dónde anda su pensamiento, mientras él se hamaca en lo oscuro, sin poder desaparecer en los sueños, y escucha los susurros del soldado que fue. Entonces aquella brasa que lleva dentro se atiza y en alguna parte cerca de su corazón se desatan incendios mortales.

Para apagar esos fuegos Toño huye del agua, donde teme encontrarse a solas con aquel hombre, con el manglar como único testigo, y se refugia de sí mismo tras un carretoncillo de tortas.

La lancha
La lancha 'María', en la que se ganaba la vida Toño, le fue incautada cuando lo detuvieron en el régimen de excepción. Ahora se la ha apropiado la Patrulla Naval de la Policía, tras rasparle el nombre que tenía pintado a un costado. Foto de El Faro: Carlos Martínez.

* * *

Sandra tenía diez años cuando se atrevió a decir a su abuela que a ella le gustaban las niñas. A esa edad, abuela era todo lo que Sandra asociaba al amor y a la seguridad. Su madre la abandonó siendo una bebé, abandonó también la isla y el país y se fue a probar suerte a Estados Unidos para no volver jamás.

Fue criada por abuela y por unos tíos que le hicieron saber muy pronto que ella era una carga, un responsabilidad no pedida y además que era ella una niña rara. “Las niñas tenían que aprender a tortear, a cocinar para sus maridos, a lavar, y a mí me gustaba mucho el fútbol”, dice. Recuerda las palizas que se ganaba cada vez que la descubrían jugando aquel juego de varones que estaba, para ella, prohibido.

“Va a tener que tocársela, hija, porque cuando yo me muera no va a haber nadie por usted, sus tíos no la van a querer, usted va a tener que pararse firme, me dijo aquella vez mi abuela y parecía bruja la señora porque cabal pasó”. Años después, al morir abuela, los tíos la echaron a la calle y quedó abandonada como un perrito solitario en una isla que la había vestido con la letra escarlata.

Huyó. Fue a dar con sus huesos debajo de una banca del Parque Libertad, en el centro de San Salvador. Comió de la basura, se juntó con otros pájaros de ala rota, como ella misma, barrió comedores y cuarterías a cambio de monedas y finalmente consiguió trabajo como bultera en el mercado de San Jacinto, donde también era una rareza: la única mujer en un oficio duro, en el que se gana la vida a punta de fuerza de lomo, descargando camiones enteros de cebollas o de verduras. La apodaron “El Chavito”.

Un día vio aproximarse un vehículo a todo trapo, en dirección a una niña que jugaba en la calle y saltó por instinto a rescatarla: recuerda haber hecho un salto de película y ver al carro pasar muy cerca. Es difícil decidir si aquello fue una maldición o un golpe de suerte. Al día siguiente recibió la llamada del pandillero que controlaba el mercado, era un mando medio de la Mara Salvatrucha-13, cuya palabra era la ley de aquel mercado. La niña que había rescatado era su hija. Le agradeció y le prometió que nadie se metería con ella, que no pagaría extorsión por su trabajo y que no sería obligada a hacer favores a la pandilla. Pero también le recordó la regla de la calle: “Vos mantenete en el parqueo y ahí ya sabés que ver, oír y callar”. De todas formas, todos en el mercado sabían que de la obediencia a esa norma dependía la vida, así que aquello le sonó a redundancia.

Un mal día la abordaron unos policías de civil, que querían usarla como informante: le describieron unos vehículos, donde supuestamente circulaban importantes pandilleros y le pidieron que, al verlos, ella apuntara las placas y se las entregara. Para ponerlo en blanco y negro, aquellos agentes le estaban pidiendo poco menos que un suicidio, sin ofrecerle a cambio nada. Dijo que no. Entonces se la llevaron hasta Zacatecoluca, donde controlaba el Barrio 18. Le amenazaron diciendo que si no se comprometía a cumplir la tarea encomendada la abandonarían ahí, donde sería descuartizada por pandilleros que la supondrían una enemiga. Dijo que no. Entonces la deformaron a golpes. Pero Sandra sobrevivió. A los pocos días, los mismos policías que habían buscado su complicidad la arrestaron y la acusaron de ser colaboradora de la MS-13 y un juez la condenó a tres años de cárcel.

En el penal de Ilopango, hasta hace poco reservado exclusivamente para mujeres, fue una rusa, una interna que no tiene quién vele por ella desde afuera: no era parte de la pandilla y por lo tanto no era parte de sus beneficios y su familia la había abominado. Acarreó a diario cubetas de agua hasta los baños del segundo piso, a cambio de un jabón, un rollo de papel higiénico o una toalla sanitaria.  Y ahí, en aquel fondo entre los fondos, en el templo de todo egoísmo, contra todo pronóstico posible, Sandra se reencontró con el amor.

Heidi era una interna de esa prisión. Fue la primera persona en extenderle una mano a cambio de nada. Se enamoraron y Sandra escuchó de nuevo su nombre pronunciado sin mancilla, sin amenaza, sin burla. El brillo cegador de un sentimiento abandonado, que lo llenaba todo a todas horas en todas partes.

Sandra cumplió su pena y comenzó a construir un nido: volvió a la isla de su infancia y con sus manos levantó una champita de palmas y plásticos al lado de una laguna verde. Todo lo que poseía en el mundo estaba ahí, esperando para ser ofrecido a Heidi, que cumplió su pena al cabo de pocos meses. Juntas aplanaron el terreno, construyeron un bordo de tierra para que la laguna no se desbordara sobre su hogar, durmieron juntas en el suelo de tierra y soñaron juntas con una vida donde cuidarían para siempre ese pajarillo esquivo que llevaban las dos en el alma. Y así pasaron los años.

Sandra (en la imagen) y Heidi construyeron una choza, hecha de palmas de coco y plástico. En esa misma choza fueron capturadas por la policía en abril de 2023. Foto de El Faro: Carlos Martínez.
Sandra (en la imagen) y Heidi construyeron una choza, hecha de palmas de coco y plástico. En esa misma choza fueron capturadas por la policía en abril de 2023. Foto de El Faro: Carlos Martínez.

Eran las 9 de la noche del 28 de abril de 2022. Noche cerrada, oscura, cuando oyeron pasos alrededor de su casa y una voz que llamaba: “¡Abran la puerta, Policía!”. Ambas salieron. Mostraron sus documentos. Sandra fue esposada y conducida al puesto policial de la isla. Heidi la siguió hasta ahí y al notarla, el policía a cargo de la operación ordenó detenerla también.

“¿Y a ella por qué se la llevan?”, suplicó Sandra. “Lo mismo que a vos le voy a poner”, respondió el agente. Y se las llevaron.

22 días después, una custodia gritó el nombre de Sandra al interior de la cárcel. Ella pensó que iría a audiencia, pero le notificaron, sin dar más explicaciones que cuando fue capturada, que quedaba en libertad. No pudo despedirse de Heidi.

Ahora Sandra se toma el tiempo de escribir las iniciales de las dos en el dobladillo de la ropa que lleva a la prisión, para que Heidi sepa que ella está libre y que desde la libertad, la piensa. Sigue trabajando como conductora de mototaxi, sigue siendo la más buscada por los turistas y, además, cada día monta una mesita plástica donde despliega su oferta de panes dulces, una hielera con bolsas de agua y refrescos, una hornilla a gas donde hierve agua para vender café y una tira de bolsitas de chucherías. Cuando llegan turistas, una vecina atiende el tenderete, sentada en la silla donde Heidi recibió aquel agravio que lo desencadenó todo.

Hace pocas semanas, el mismo policía que las arrestó a ambas se acercó al kiosco para disculparse con Sandra y le confesó lo que ella ya intuía: fueron esos hombres quienes llegaron tres veces al puesto policial a denunciar a la pareja. Le dijo que había investigado y que llegó a la conclusión de que las acusaciones eran falsas. “¿Y por qué no investigó antes?”, reclamó Sandra.

El policía le recomendó que hiciera lo mismo con esos tipos, que los denunciara a modo de venganza. Pero Sandra no quiere mover el agua hasta que su chica esté libre. Todos los días comparte el kiosco del embarcadero con los hombres que las denunciaron para atender su orgullo herido.

En el viejo embarcadero, sombra de cosas que fueron y ya no son, quedan anunciadas las cicatrices de una isla que creyó haber escapado de las guerras de El Salvador.

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