En una calle de Frontera Comalapa, en Chiapas, en el límite de México con Guatemala, está la casa de parto, donde Ana y Rosa, dos hermanas hondureñas, esperan para ver a su amiga Daniela, que acaba de parir a su bebé.
“Ya nos queremos ir”, dice Rosa, agobiada. Ana está de acuerdo. Llegaron hace cerca de cuatro horas y ya les pesa el calor y la humedad.
El tiempo que pueden pasar fuera de su vivienda es limitado. Miran hacia la entrada constantemente, en estado de alerta. Ese día de noviembre de 2021 se encuentran ahí para acompañar a Daniela, pero ahora se les agotan los minutos porque sus vidas están bajo el control de alguien más, un hombre al que describen como poderoso y violento.
Ana, de 21 años, le llama “mi mexicano”. Rosa, cuatro años mayor, se tensa y respira hondo al escucharla. Ninguna de las dos menciona su nombre. Es integrante de un grupo criminal y tiene, además, una relación con Ana. Es el padre de su hija.
A esta casa de parto acuden tanto mujeres de la región como de la vecina Guatemala y, desde hace más de quince años, víctimas de trata de origen hondureño. Es una sencilla construcción de block y cemento con un cuarto de espera y otro para parir. El retrete y el lavabo están afuera, en un fresco jardín más amplio que la vivienda.
Las tres jóvenes trabajan forzadas en bares y cantinas de Frontera Comalapa –nombre del municipio y de su población principal–, donde la delincuencia organizada ha construido un lucrativo negocio de trata de mujeres hondureñas con fines de explotación sexual.
Por trata de personas se entiende “la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad, o a la concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra, con fines de explotación”, de acuerdo con el Protocolo de Palermo, adoptado por la ONU en 2000. Puede incluir la explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud, la servidumbre y la extracción de órganos.
Frontera Comalapa saltó a los titulares el pasado 23 de septiembre, cuando hombres armados identificados como integrantes del Cártel de Sinaloa desfilaron con vehículos artillados entre una muchedumbre que celebró su victoria sobre el grupo rival, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Ambas organizaciones luchan por el control del tráfico de drogas, armas y migrantes en la frontera.
El Cártel de Sinaloa tiene una presencia en la zona que se remonta a finales de los años ochenta. Pero fue en 2018, año electoral, cuando la violencia entre los grupos delictivos se intensificó, según un reportaje de Avispa Midia. La llegada del partido Morena coincidió con la incursión del CJNG.
Para realizar este reportaje, en el que la mayoría de los nombres son ficticios por razones de seguridad, se entrevistó a víctimas de trata en Frontera Comalapa, a testigos del delito, a miembros de organizaciones que documentan estos hechos, y a parteras del lugar, un total de dieciséis fuentes; se hicieron además recorridos por la ruta migratoria desde 2017 hasta 2022, y por el municipio chiapaneco entre 2019 y 2022.
‘Con nosotros o contra nosotros’
Durante años, Josefina auxilió a mujeres víctimas de trata en Frontera Comalapa. Hasta que en 2018 empezaron a llegar mujeres hondureñas “a salto de mata”, tras verse obligadas a salir huyendo de las “cuarterías” –vecindades, hoteles pequeños o construcciones hechas al vapor, con numerosas habitaciones pequeñas para alquilar– en las que vivían, porque el orden criminal había cambiado. Comenzaba la pelea entre el Cártel de Sinaloa y el CJNG.
En 2022 decidió irse del lugar; sabía que era inminente el recrudecimiento de la violencia entre los cárteles que se disputaban el control del territorio.
Esta lucha causó en mayo de 2023 el desplazamiento de más de 3,000 personas, que abandonaron sus comunidades para escapar de la violencia. La población de Frontera Comalapa tenía dos opciones, según los testimonios publicados: huir o acatar las órdenes del CJNG a través del Maíz, acrónimo del grupo Mano Izquierda, considerado la base social del cártel.
Dos años antes, en agosto de 2021, las vías principales de acceso a Frontera Comalapa –la entrada desde San Gregorio Chamic y la salida hacia Motozintla– habían sido cerradas por integrantes del cártel de Jalisco. “Los grupos del narco que tenían el dominio agarraron a todas las organizaciones, tanto civiles como campesinas, comerciantes y demás. Se afianzaron y dijeron: ‘A ver, banda, ustedes están con nosotros o contra nosotros’”, me explicó entonces un habitante del lugar.
Un gran número de organizaciones se disolvieron para integrarse al Maíz. Las combis del transporte público y los comercios tienen su logotipo. Si ocurre algún incidente, los delincuentes piden a sus integrantes que bloqueen las carreteras, que no permitan el paso.
La violencia no ha cesado. En los primeros días de enero de 2024 volvieron a registrarse enfrentamientos, cortes de energía eléctrica y bloqueo de carreteras en diferentes comunidades de Frontera Comalapa y de municipios cercanos como Chicomuselo y Motozintla. Reforma publicó que, según los pobladores, ni el Ejército ni la Guardia Nacional lograron entrar a las áreas de conflicto.
Frontera Comalapa es una zona silenciada. Tomó varios años obtener los detalles de cómo operan los tratantes. En cada paso del proceso hubo que atender recomendaciones de seguridad, sortear evasivas, fuentes que aceptaron hablar y después se arrepintieron, condiciones de anonimato y advertencias.
Son las historias de Josefina, que durante años protegió en secreto a las víctimas del delito, y la religiosa Lidia Mara Silva de Souza, que en Honduras constató la violencia de los tratantes; de mujeres hondureñas como Ana, Rosa y Cony, que intentan escapar o se resignan al destino que las trajo a Frontera Comalapa, y de las parteras que se preocupan por su salud, para que puedan alumbrar bebés fuertes, las que permiten contar el recorrido de la trata, su punto de partida y su final, a veces luminoso, cuando logran dejar atrás a sus captores.
La trata de personas forma parte de un negocio ilícito que, según la ONU, genera a nivel mundial ganancias de hasta 36,000 millones de dólares al año.
Limbo migrante
Rosa y Ana llegaron en 2018 a Frontera Comalapa. Tres años después, viven en una cuartería y trabajan en un céntrico bar de la población. Es una prisión sin rejas. Sus pasos son vigilados por la organización criminal que pagó para traerlas, encabezada en el municipio, según afirman, por “el mexicano”.
“Yo tengo a mi mexicano que me maltrata. Se da cuenta de todo lo que hago, por eso ya no salgo”, dice Ana en la casa de parto, que huele a limpio y tiene un patio salpicado de piedritas que alguna vez estuvieron en un río que corre y se escucha muy cerca.
Antes de su fundación, en 1928, la población se llamaba Cushu, que en lengua mam significa “elote asado”. Otras versiones recogidas por la antropóloga Enriqueta Lerma Rodríguez afirman que Cushu se deriva de la cusha, el alcohol que producían las “fábricas de trago”. En su libro Los otros creyentes incluye un testimonio que atribuye el nombre de Frontera Comalapa a la voluntad de marcar el límite territorial con los guatemaltecos, que habrían habitado siempre en el lugar.
Fue en la segunda mitad de la década de los 90, escribe el investigador Nicanor Madueño Haon, cuando llegó la “primera ola migratoria” de hondureñas a Frontera Comalapa, que coincidió con el aumento de la militarización del estado tras el surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. El crecimiento del número de cantinas en esos años, atendidas por mujeres extranjeras, se relaciona con “el fenómeno” de la trata de personas en la región, apunta.
En 2012, el Gobierno de Chiapas informó que en cinco años había logrado desarticular 33 bandas dedicadas a la trata de personas. Entre 2015 y septiembre de 2022, la fiscalía estatal inició 36 carpetas de investigación por ese delito, precisó vía transparencia. No contaba con información específica sobre el número de víctimas hondureñas.
El Diagnóstico sobre la situación de la trata de personas en México 2021, elaborado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) también con información de la fiscalía estatal, consigna un aumento en las cifras: entre agosto de 2017 y julio de 2021 se abrieron 62 carpetas de investigación por trata de personas en Chiapas, y se iniciaron 40 causas penales en el ámbito local, ninguna en el federal. También se reportaron 84 víctimas. Hubo cinco sentencias condenatorias y dos absolutorias, y ocho personas encarceladas en el estado por ese delito
A nivel nacional, de acuerdo con el informe, se identificaron 3,896 víctimas de trata en el mismo periodo, de las cuales 2,934 eran mujeres. El 93 por ciento de quienes se pudo establecer su identidad eran mexicanas. La mayoría de las víctimas extranjeras eran colombianas (41), hondureñas (40) y venezolanas (38).
Dos funcionarios de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) que investigan el delito en Centroamérica aseguran que en la cadena de la trata entre Honduras y Frontera Comalapa, desde que enganchan a las mujeres hasta que son explotadas sexualmente, participan entre quince y diecisiete personas, incluidos funcionarios públicos. “Está el que capta, el que transporta, el que hospeda en los traslados, el que aloja [en el lugar de destino], la que les cocina”, explica uno en entrevista.
Quienes operan el negocio trabajan con personas que logran introducirse en el círculo íntimo de las víctimas. El primer contacto es un familiar o un amigo que se encarga de convencerlas para que se trasladen al municipio con la promesa de un trabajo bien remunerado.
Entre los dos extremos de la cadena hay hombres y mujeres que viajan con ellas. Es frecuente ver cómo los tratantes muestran varios pasaportes, acompañados de sus víctimas, en las ventanillas de los controles migratorios de Guatemala, sin que los agentes les hagan preguntas o intenten detenerlos. Están también las personas contratadas para recibirlas en ese país. Y los encargados de hoteles en los que nadie avisa a las autoridades lo que pasa dentro.
Una vez en México, después de cruzar por pasos fronterizos oficiales o no autorizados, intervienen más funcionarios y servidores públicos –agentes de migración, policías, fiscales–, que las ven y no actúan. Las víctimas quedan bajo el control de delincuentes e integrantes de grupos criminales.
Por eso hay un tránsito constante de hondureñas víctimas de trata, mujeres que, cuando se embarazan, acuden a las casas de parto en Chiapas para alumbrar a sus bebés, sin que puedan tramitar su nacionalidad debido a que el Registro Civil no reconoce los certificados de nacimiento que extienden las parteras, según el testimonio de las propias comadronas.
Para que estos certificados tengan validez, las parteras tienen que estar registradas en una institución del sector salud; si no lo están, el nacimiento debe ser asentado en una unidad de salud. En este último caso, las comadronas se limitan a entregar una hoja de alumbramiento, sin valor oficial.
Rosa es quien menos habla. Se arrulla en una mecedora; dice que ya quiere irse, pero sin ganas de pararse. Sin ganas de nada, con una tristeza de años. Viste un short y una blusa de algodón. Hoy descansa de la obligación de usar vestido y maquillarse.
Ana está sentada en el borde de un sillón de madera, con la espalda erguida y las manos en las rodillas, como lista para despegar en cualquier momento. Lleva un vestido naranja de tirantes. Está pendiente de las voces que llegan desde la calle y de los sonidos de los coches y las motos.
El encuentro con las hermanas hondureñas es una oportunidad para conocer el negocio de la trata. Una intermediaria, amiga suya, fijó con Rosa la fecha, la hora y el lugar de la entrevista. Lo que no se planeó es que su amiga Daniela pariera ese día.
La cuartería de Rosa y Ana está en el centro de la cabecera municipal, a pocas cuadras del parque central, en una zona llena de comerciantes ambulantes, taxis colectivos y combis. En sus otras habitaciones viven más muchachas hondureñas obligadas a trabajar para los tratantes.
Un día cualquiera en la calurosa y agitada Frontera Comalapa se ve a las jóvenes de camino a los bares. Su fenotipo las delata; aunque intenten pasar inadvertidas, se distinguen entre las mujeres de la región. Suelen ser más altas, con acento caribeño.
“Estas catrachas son putas, nos dicen siempre en la calle, de todas formas”, dice Rosa.
Algunas llegan caminando desde sus cuartos a un bar cercano, donde se dedican a “fichar”: cuanto más alcohol logren que consuman los clientes, mayor es su comisión. Otras toman taxis para desplazarse a cantinas de comunidades rurales.
A veces, las jóvenes no vuelven porque se escapan, desaparecen, o porque las matan y abandonan sus cuerpos en algún paraje. Muchas acaban en la fosa común del panteón municipal, según Josefina, la mujer que protege a víctimas de trata. “Aquí a cada rato matan a las mujeres y las entierran donde sea”, afirma Rosa.
Con el atardecer baja un poco el calor. Ana habla de su rabia, de que no acepta vivir engrilletada por su “pareja”, jefe del grupo delictivo –no quiso decir cuál– que la trajo a este lugar. Ya no desea vivir así, sin libertad. “Dicen que en Tijuana hay trabajo. Tengo contactos en Estados Unidos”, repite como si fuera un mantra.
Lo tiene decidido: planea huir al día siguiente a Tijuana; ya compró los pasajes para ella y sus dos hijos.
Pero no es fácil escapar de Frontera Comalapa.
Las jefas
Una noche de primavera de 2021, tres hombres y una mujer hondureños tomaron un autobús con el encargo de traer desde su país a unas jóvenes para ponerlas a trabajar en bares de Frontera Comalapa.
En el mismo vehículo que partió de La Mesilla, en Guatemala, a menos de 20 kilómetros del municipio chiapaneco, detrás del grupo de tratantes viajaba una persona que realiza trabajo de campo para el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS, por sus siglas en inglés), la primera organización internacional humanitaria que se estableció en Frontera Comalapa para atender a la población migrante forzada a quedarse en el lugar.
En el transporte público de la zona es frecuente escuchar en la radio anuncios de pastores evangélicos y curanderos que venden “milagros”, coyotes que ofrecen llevar gente a Estados Unidos, y prestamistas que facilitan el dinero para pagar al coyote. El espectro radiofónico está lleno de promesas relacionadas con la migración… y con la trata de personas.
Aquel día, los delincuentes enviaban audios a su contacto en Honduras, y ponían en altavoz sus respuestas. Su interlocutor era el primer eslabón de la cadena de trata, generalmente un pariente o amigo cercano de las jóvenes que planeaban recoger al día siguiente.
“Les decían dónde los iban a esperar, porque solo llegaba el camión a Honduras y se regresaban [en la siguiente salida]. Desde allá les decían que no se preocuparan, que [las chicas] ya estaban listas”, cuenta el empleado del JRS.
En el autobús, los tratantes respondían que las muchachas –no especificaron cuántas eran– iban a “regresar con bien”. Cuando dejaron de intercambiar audios, comenzaron a conversar. “Decían que una dueña de un bar, una jefa, les había prometido dinero por estas personas”.
Hay muchas jefas en Frontera Comalapa. Son fundamentales para el negocio porque se encargan de recibir a las jóvenes, hospedarlas durante los primeros días y contarles, cuando llega el momento, que cayeron en una trampa. El baño de realidad es a cuentagotas, porque una jefa se asegura de que las víctimas no escapen. Dominan el arte de la amenaza sutil y el chantaje; son ellas quienes las maquillan y entregan a los propietarios de los bares, aunque a veces también pueden ser las dueñas.
Sigue el relato del testigo de la conversación entre los delincuentes: “Hablaban de que les pagan muy bien. Estaban alegres y contentos. Íbamos de noche. Alguien les dijo ‘shhhh’ porque platicaban en voz alta”.
El autobús fue detenido varias veces en su camino por Guatemala por policías que subían, reconocían a los tratantes y les cobraban por dejarlos seguir el viaje. No era un problema, estaban preparados. “Ellos ya sabían esa situación y traían el dinero suficiente para pagar”, dijo la fuente, que lleva cinco años recorriendo esas rutas.
Cuando llegaron a la capital de Guatemala, los delincuentes tomaron otro autobús hacia Honduras y el testigo los perdió. Ignora qué fue de esas muchachas que iban a buscar.
La promesa
En Victoria, un municipio del departamento de Yoro, en el norte de Honduras, había un joven llamado José que conocía a Ana y Rosa. Vivía en su misma cuadra, era un amigo que “ya teníamos tiempo de conocer”. En 2018 les habló de un lugar muy bonito en México, con “buenos trabajos en restaurantes”.
“Trabajo seguro” era para ellas una propuesta irrechazable. Así, José las convenció y se las llevó. Fue un viaje de dos días. Salieron de Victoria hacia la Gran Central Metropolitana de San Pedro Sula, donde tomaron un autobús hacia el norte, pasando cerca de Ocotepeque, un pueblo cafetalero que es una parada usual de descanso para los tratantes y polleros.
Tras cruzar la frontera de Agua Caliente, una localidad de montaña que marca el límite de Honduras, se dirigieron a Esquipulas, en Guatemala, donde no se detuvieron para visitar al venerado Cristo Negro, un ritual que cumplen millones de migrantes centroamericanos.
En la fila que se forma en la basílica frente a la imagen del siglo XVI hay tanto adultos como niñas y niños solitarios, familias, y grupos de personas que son llevados por los coyotes para que eleven una plegaria antes de iniciar lo más difícil del camino.
Ellas siguieron de largo hasta la Ciudad de Guatemala. Ana y Rosa hablan de hoteles cercanos a la Zona 1. Ahí ninguna autoridad llega para hacer preguntas; son alojamientos y, al mismo tiempo, casas de seguridad.
En este punto, las mujeres fueron despojadas de sus pasaportes e identificaciones. El tratante se los pidió, supuestamente para realizar trámites, y ya no se los regresó. Durante su primera noche en Guatemala, alojadas en un hotel pequeño, sucio e incómodo, las hermanas sintieron que algo andaba mal. Pero ya estaban atrapadas. Se hallaban fuera de su país y sin documentos. Iban en un tren del que no podían saltar.
Recorrieron después más de 300 kilómetros hasta llegar al cruce fronterizo que separa a La Mesilla, en Guatemala, de Ciudad Cuauhtémoc, en México. En la localidad guatemalteca abundan los mochileros; acuden desde San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, para viajar a destinos turísticos del país centroamericano como el lago de Atitlán, o las ciudades de Panajachel y La Antigua.
En La Mesilla hay locales comerciales con estructuras de metal oxidado a punto de caer, personas que ofrecen cambiar quetzales por pesos y viceversa, ventas al mayoreo de alimentos básicos como frijol, arroz, leche, y de productos de limpieza e higiene, en un gran mercado informal.
Es fácil reconocer a los turistas; observan, como si estuvieran en un safari, un mundo precario, que les es ajeno.
Cruzar sin dejar rastro
Las víctimas de trata que viajan hacia Frontera Comalapa, en cambio, no son fáciles de distinguir. Son conducidas por delincuentes escurridizos.
Hay una tienda de abarrotes en La Mesilla donde entran las personas para no volver. Atraviesan el mostrador, caminan por el interior de la casa y salen a un camino de tierra que conduce a la Carretera Panamericana, ya del lado mexicano. Así lo cuenta una de las víctimas. Las papitas fritas y los refrescos son solo parte de la fachada.
Rosa y Ana cruzaron la frontera y llegaron a Ciudad Cuauhtémoc solo con lo que traían puesto, “sin nada”. Ahí las dejó José, el amigo de la cuadra, en manos de una mujer desconocida, una jefa. Siempre será para ellas el traidor que provocó que cayeran en la red del “mexicano”.
“No me imaginé que a eso venía a trabajar”, dice Ana.
Las hermanas entraron al territorio nacional sin pasar por controles migratorios, sin dejar un registro administrativo. Como si no existieran. A los agentes del Instituto Nacional de Migración (INM), los fiscales y los policías los conocieron después, porque algunos les “tocaban las nalgas” en el bar donde trabajaban, del que eran clientes.
La jefa se las llevó hacia el norte; viajaron en coche por la Carretera Panamericana, como si fueran a San Cristóbal de las Casas, las Lagunas de Montebello o los Lagos de Colón. Pero no: tras recorrer 6.4 kilómetros giraron a la izquierda, a la altura de la comunidad de Paso Hondo. En ese momento se las tragó México.
Se dirigieron a Frontera Comalapa por una carretera paralela a la línea fronteriza. Guatemala quedó del otro lado, más allá de una cadena de montañas que parecen una sucesión de pirámides engullidas por la vegetación.
En el trayecto de 24 kilómetros desde Ciudad Cuauhtémoc hasta Frontera Comalapa atravesaron San Gregorio Chamic, una comunidad con menos de 200 habitantes que forma parte del municipio. Desde ahí es posible cruzar a Guatemala por rutas clandestinas, entre sembradíos de maíz.
Las viviendas son pocas y separadas por enormes distancias. Son parajes donde hay casas de parto. Y bares. Ahí estaba también el refugio de Josefina.
En el pueblo de Chamic, como se le conoce, y en las rancherías, mujeres hondureñas viven confinadas en cuartitos, con la vida hipotecada, trabajando en negocios miserables en los que son obligadas a servir sexualmente a los criminales que se disputan el control de “la plaza”, según el testimonio de Josefina y de habitantes de la zona.
Antes de los desfiles de narcotraficantes que dieron fama a Frontera Comalapa en el país y en el mundo, ya había temporadas en que la violencia obligaba a suspender, desde las cinco de la tarde, el transporte público por la carretera que cruza la comunidad.
El municipio de Frontera Comalapa, de intensa actividad comercial, con sus 222 localidades distribuidas en una superficie de 717 kilómetros cuadrados, es mayoritariamente rural. La población principal, con alrededor de 20,000 habitantes, es pequeña, un vehículo tarda menos de diez minutos en recorrerla; luego sigue un viaje de tres horas y media por parajes montañosos e incontables curvas hasta llegar a Tapachula, la principal ciudad fronteriza de la región.
“[Frontera Comalapa] es como una piedra angular de este rumbo. Muchos municipios tienen a Comalapa como la frontera principal. Hay un montón de pasos no oficiales, es una frontera súper permeable”, explica Sergio Torres, un profesor oriundo de la zona.
La fortaleza del quetzal –1 quetzal equivale a 2.20 pesos mexicanos, según la paridad de febrero de 2024– hace que los guatemaltecos de La Mesilla y sus poblaciones aledañas viajen a Frontera Comalapa para hacer sus compras. “Por ejemplo, en Navidad, la gente de Guatemala viene y vacía el Coppel, el Aurrerá y todas esas tiendas grandotas. Por eso Comalapa ha ido creciendo tanto”, cuenta el profesor.
Después de atravesar Chamic, Rosa y Ana llegaron a Frontera Comalapa. Las hermanas prefieren no contar cómo fueron sus primeros meses. Rosa se centra en el presente; habla del calor, de que ya debe irse, pero aún sin ganas de marcharse.
‘Es de bar la muerta’
Ofelia es partera. Vive en una ranchería de Chamic. Atiende a mujeres mexicanas y guatemaltecas, pero sus principales pacientes son hondureñas que “llegan a los últimos dolores a atenderse”, en los meses finales de embarazo, acompañadas por la jefa de un bar.
Es joven, muy activa. Se mueve por las rancherías de esa zona de Frontera Comalapa; soba vientres, acomoda bebés, escucha su corazón con un estetoscopio, los recibe al nacer.
“Ahorita hay tres [hondureñas] en la casa”, cuenta un día de diciembre de 2021. “No sé si se van a aliviar porque luego se las lleva la señora [la jefa]”.
Muchas veces, como no sabe el nombre de las jóvenes, Ofelia registra a sus bebés en una libreta con la huellita de un pie marcada en el papel.
En Chamic, Josefina recuerda que en 2005 comenzaron a llegar las primeras víctimas de trata a su negocio, pidiendo alimentos. La comida, por sencilla que fuera, llenaba sus estómagos y servía para abrirles el corazón. De los platos de sopa pasaron a las pláticas, después a las confidencias.
Le contaron que son obligadas a hacer “cosas aberrantes” en los bares y en fiestas de “gente pesada” que controla el negocio, refiere Josefina una calurosa mañana de 2022 en un predio escampado, sentada junto a una mesa de madera sin pintar, bajo un árbol de mango.
“Honduras, igual que acá, es muy religioso. La mayor parte de las jóvenes viene de una formación cristiana. Cuando tienes a una persona que ha vivido bajo el miedo y la culpa, es la mejor forma de controlarla. Comúnmente, cuando empiezan a vivir esa vida ya no quieren regresar a su país. No se sienten dignas. Es horrible”.
Durante años, las jóvenes le han abierto su mundo a Josefina, que les ha dado masajes, cariño y cuidados. Fue capaz de auxiliarlas sin que se supiera; tenía la habilidad de no ser nadie en la región. Si la hubieran descubierto, no lo contaría.
A pocos metros de donde hablamos están los cuartitos en los que ejerce sus dotes de sanadora. Ella misma ayudó a construir ese refugio donde han nacido niños y han dormido mujeres que intentan escapar de Frontera Comalapa.
“En un principio había mucho aborto”, dice. “Las obligaban a abortar incluso de forma insegura. Es muy riesgoso ese tipo de trabajo, pero las dueñas [las jefas] de las casas les daban un montón de pastillas. Llegaban aquí con dolores terribles”.
Josefina las atendía. Su único límite eran los casos en que las mujeres no podían expulsar la placenta. Si eso pasaba, debían salir de la clandestinidad e ingresar a un hospital de la región.
Cuenta que en los bares suelen darse conflictos entre las jóvenes; hay quienes “le entran a todo”, y otras que se resisten. “Si las juzgas, no entiendes. Esas prácticas [abortar] las alejan de ellas mismas hasta olvidar su origen. En los espacios que nosotras les hemos dado se pueden recuperar. Les proporcionamos antibióticos, revisiones médicas, acompañamiento emocional. Después de un aborto, ya no vuelve a ser igual una mujer. Cambia todo”.
Los dueños de las drogas suelen ser también los propietarios de los bares en los que trabajan las mujeres, asegura. “A veces, estos chicos se enamoran y es terrible. Son controladores y abusan de su poder económico; entonces dicen ‘yo ya no quiero que trabajes acá’, y [ellas] dicen ‘está bien’; siempre sueñan con que alguien las rescate y puedan tener un hogar. Se las llevan, pero no confían en ellas”.
Es una frontera sin control, dice Josefina, donde la gente está acostumbrada a encontrarse con cadáveres. “Aparecen cuerpos de mujeres en [la comunidad de El] Pacayal, [en el municipio vecino de Amatenango de la Frontera]; las matan [allá] y aparecen acá, y viceversa”.
La crisis de inseguridad en la región se intensificó en julio de 2021, cuando el CJNG se atribuyó el homicidio en Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado, del operador en Chiapas del Cártel de Sinaloa, Gilberto Rivera Maravilla, el Junior.
“Frontera Comalapa se convirtió en un centro estratégico para el narco”, afirma el profesor Torres. Los pasos fronterizos son el principal botín, señala. Pero la pelea entre los grupos delictivos por el control de los negocios ilícitos ha alcanzado también a los bares, agrega Josefina.
“Están cazando a los dueños. Los sacan y no regresan más”. Estos negocios también son un botín, porque las mujeres les generan a los delincuentes un doble beneficio: ganan dinero prostituyéndolas, y además les exigen cumplir sus caprichos sexuales.
La Fiscalía General del Estado (FGE) informó sobre dieciséis casos de mujeres hondureñas víctimas de homicidio doloso y feminicidio en Chiapas en el periodo de 2009 a 2022. Son crímenes cuya investigación está radicada en diez municipios, entre los cuales no figura Frontera Comalapa. De estos casos, en nueve hubo vinculación a proceso y en solo uno se emitió sentencia. La Fiscalía General de la República aseguró no tener información de asesinatos de mujeres hondureñas en México en el mismo lapso.
En la zona hay una frase lapidaria que se escucha con frecuencia: “Es de bar la muerta”. Es justo cuando los crímenes no se investigan. “Nunca hay nadie que las esté buscando”, lamenta Josefina.
Ana, rota
Rosa está resignada. Aprendió a sobrevivir en Frontera Comalapa. Cuando se le pregunta por qué no se va, responde con un ademán de desgana, un corte de mangas hacia el horizonte. Duda de todo; también de que Ana pueda escapar a Tijuana, pero si se queda no podrá protegerla del “mexicano”, un hombre violento que ha llegado a golpear a su hermana en plena calle.
Ana dice que “el mexicano” es un tipo que “pertenece al grupo”. Habla de episodios en que “se va a hacer esos trabajos” y vuelve. Lo que conoce es suficiente para que prefiera arriesgarse a dejarlo antes que quedarse.
En una ocasión, cuando pasaba unos días con su hermana, Ana salió a comprar la despensa. En el mercado se sintió amenazada y tuvo un episodio de pérdida de memoria. Regresó sin las bolsas de comida. “Las olvidó y se dio cuenta cuando llegué”, cuenta Rosa. Volvieron y ahí estaban, en algún pasillo.
Ana ha vivido en estado de shock. “Rota”, como dice Josefina. Hasta la mañana en que le anunció a Rosa: “Ya compré los pasajes. Me dijeron que nos llevan directo a Tijuana”.
La Chica Mariposa
Cony es otra víctima. Una sobreviviente. Ya no trabaja en los bares ni planea escaparse de Frontera Comalapa. Su testimonio llena los vacíos que dejaron los breves relatos de Ana y Rosa. Mientras cuenta detalles sobre el negocio, sus hijos se acercan para hacerle cariños; estamos en el amplio patio de su casa, un día de diciembre de 2021.
Cuenta que fue entregada por su enganchador, un “amigo” llamado Manuel, en su barrio de El Edén en Choluteca –una ciudad del sur de Honduras–, a una jefa apodada la Chica Mariposa; era el 6 de enero de 2009. “¿Tú eres la que se va a ir? Espérame, tengo que ir por tres muchachas más”, le dijo a Cony cuando la conoció. “Llego después detrás de usted, en unos tres o cuatro días”.
La Chica Mariposa salió en su moto vespa hacia el centro de la ciudad, Manuel se esfumó, y Cony esperó hasta que la mujer volvió con las tres chicas.
Su relato del viaje es idéntico al de Ana y Rosa: el autobús de la empresa Congolón con destino a Guatemala, un hotel en el centro de la capital, la llegada a La Mesilla, un camino de tierra por el que cruzan a México, la Carretera Panamericana, Chamic, Frontera Comalapa.
Iban a trabajar en el bar El Herradero. Había tensión en el ambiente porque los dueños esperaban ocho jóvenes y solo llegaron cuatro.
El 8 de enero tocaron en la casa de la Chica Mariposa. Las jóvenes dormían en el suelo. Despertaron todas. Eran los jefes: “Venimos a ver cómo está la mercancía”. Los propietarios de El Herradero estaban “bolos”, ebrios.
“Ahorita vienen cansadas, vuelvan mañana”, respondió la jefa. “Haz el favor de enseñarlas”, le ordenaron. Las cuatro mujeres se levantaron de sus colchonetas y salieron a la calle. “Nos vieron, pero ella rápido nos metió a la casa”, recuerda Cony.
En su segundo día en Frontera Comalapa fueron obligadas a lavar la ropa de la Chica Mariposa, que “era un montón”, mientras ella las miraba, acostada en un sillón. “Decía que si teníamos hambre nos teníamos que ganar el plato de comida”.
Cony la recuerda deambulando por la casa con un gran tatuaje en la espalda: una mariposa de colores vivos. La jefa se encargaba de mantenerlas cautivas, convencidas de que no podían irse. Minimizaba gastos; habían invertido 4,000 pesos en cada una para su traslado y era una deuda que les tenía que cobrar. No podrían disponer de dinero antes de saldarla. Solo les dio gratis jabón y champú antes de llevárselas al bar.
Esa noche comenzó la transformación: “Métanse al baño y alístense”. Los rizos de Cony desaparecieron; salió a trabajar con el cabello alaciado, pestañas postizas y un maquillaje recargado. El moño que siempre usó cuando vivía en Honduras quedó arrumbado.
Bajaron hacia el parque central, lo cruzaron y rápido llegaron al bar. “Cuando me senté en la mesa vi a todas las muchachas. Bonitas, bonitas. Paisanas todas. Hondureñas. Había una de Santa Bárbara, Xiomara. Bien preciosa”.
Xiomara le pasó una servilleta con las instrucciones del servicio. “No te me vayas a separar, yo te voy a cuidar”, dijo la joven. Uno de los dueños ordenó a Cony con un chasquido de dedos atender al primer cliente del día. “No les hagas mala cara, tienes una deuda que pagar”, le advirtió.
Ese día, Cony probó la cerveza y aprendió a fichar, pero la “mala cara” no se le quitó nunca. El sueldo era de 300 pesos semanales. Si quería ganar más dinero para mandárselo a su madre y sus hijos, tenía que tomar con los clientes. Cuanto más alcohol consumieran, más ganancias para el negocio, lo que se reflejaba en su comisión.
Acostarse con los clientes significaba para las jóvenes un pago mayor. Pero la cantidad dependía de qué tanto cumplieran sus deseos. Cony dice que nunca accedió.
El primer día de trabajo llegó un hombre desdentado que, a pesar del tiempo transcurrido, aún recuerda con asco. Fue directo con el patrón y le pidió a Xiomara. “Ya pagaron por ti”, dijo el dueño, ordenando a la muchacha que lo “atendiera”.
Los ojos de todas siguieron a Xiomara hasta el cuartito.
Cuando el hombre salió, las jóvenes examinaron a su compañera. “Pero flaca, todavía vienes pintada [de la boca]”, se extrañó una. Sintieron alivio cuando Xiomara les dijo que, aunque se acostaran con los clientes, podían negarse a besarlos. Luego se metió unos billetes en el sostén.
“Estoy sola, ¿para dónde voy a agarrar?”, pensó Cony. Un día el dueño le preguntó: “¿Le quieres mandar dinero a mi suegra?”; así supo que siempre se acostaba “con todas las que iban llegando”.
Eligió el camino largo, ganar un dinero extra tomando cerveza con los clientes. Le pagaban 15 pesos por “ficha”. “Me fui acoplando y acoplando. Yo alcoholizándome y ellos haciéndose ricos”.
Dos meses después de su llegada pudo rentar un cuarto junto a la antena de Telmex, en el centro de Frontera Comalapa, por las talabarterías, cerca del bar.
En ese espacio, ya suyo, se sintió libre de invitar a Xiomara a cocinar “frijolitos” y ver telenovelas. Juntas recibieron una propuesta de “trabajo” que las acercaba un poco a casa. En un bar de Guatemala. Y escaparon al otro lado de la frontera.
Al día siguiente de su partida, a las seis de la mañana, la Chica Mariposa gritaba afuera del hotel donde dormían: “¡Esas dos viejas son mías, yo pagué para que me las fueran a traer a Comalapa!”. En menos de 24 horas estaban de regreso.
No es fácil escapar de Frontera Comalapa.
Cony trabajó en bares del municipio durante once años. Considera que el Estado mexicano fue cómplice del delito de trata del que fue víctima porque, en lugar de protegerla, algunos agentes de la FGE de Chiapas eran sus clientes.
“Yo a los que miraba [en el bar] eran los de la fiscalía”, recuerda. “Estaría bien que se deshagan las redes de trata. Esos de la fiscalía agarran a nalgazos a las mujeres. Son los de la Ministerial”.
“Aquí los que siempre le quieren meter mano a una en el bar son los de migración y la fiscalía”, dice Rosa en la casa de parto, mientras espera conocer al bebé de su amiga Daniela.
Hay una distancia de casi diez años, de 2009 a 2018, entre los hechos que narran Cony y las dos hermanas, pero en ambos casos su testimonio apunta a funcionarios mexicanos cómplices del delito de trata.
Un 14 de febrero, recuerda Cony, su jefe llegó con tangas para todas porque quería organizar una pasarela por el Día del Amor y la Amistad. Sacarán más dinero de los bolsillos de los clientes, les dijo.
Fue el día en que Cony huyó para siempre. Nadie la persiguió. Había cumplido con su ciclo de tiempo útil en ese trabajo. Incluso se quedó a vivir cerca, formó una familia.
La Chica Mariposa continuó con su negocio ilícito. En 2020 se encontró con Cony en la calle y le soltó un “qué linda estás” que le recordó sus finas artes de manipulación.
“A esa Chica Mariposa nadie se ha atrevido a denunciarla, ¡y aquí vive, aquí vive esa mujer!”.
Muro de corrupción
La hermana Lidia Mara Silva de Souza combatió la trata durante doce años, principalmente en San Pedro Sula y Tegucigalpa, como integrante de la Misión Scalabriniana. Esa labor le permitió descubrir que, en Honduras, los secretos de este negocio criminal están protegidos por un infranqueable muro de corrupción construido en juzgados y fiscalías.
“Hemos encontrado que en las redes de trata están involucrados funcionarios públicos. No se da la investigación ni la judicialización del delito porque [los dueños del negocio] son personajes de la política, grandes empresarios, gente con mucha influencia”, cuenta un día de 2021, recién instalada en México, su nuevo destino.
En 2010, la Misión Scalabriniana abrió una casa refugio en Tegucigalpa, la capital hondureña, para mujeres que fueron víctimas de trata al recorrer la ruta migratoria. Ese año, un enviado del gobierno central les pidió que dejaran de combatir la trata “porque había jueces y altos mandos del país involucrados”, recuerda la religiosa.
No le hicieron caso y continuaron trabajando. Pero las amenazas siguieron. “Recibimos llamadas para que cerráramos, eran amenazas contra nuestro personal, [pidiendo] que entregáramos a las mujeres”.
El número de teléfono era confidencial, la ubicación del lugar también. “¿Cómo puede ser que apenas empezando el proceso, con el primer caso que teníamos, hicieran llamadas a un número que no era público? Aquí resulta evidente la corrupción dentro del sistema”, señala.
De acuerdo con lo relatado por la hermana Lidia Mara, otro eslabón de la cadena de trata está en las instituciones gubernamentales de Honduras.
A la casa de Tegucigalpa siguió otra en San Pedro Sula, fundada el mismo año. Ahí, la advertencia fue brutal: arrojaron un cuerpo en la entrada con el mensaje de que se les entregara a las jóvenes que habían rescatado o las próximas víctimas serían las religiosas.
Los criminales necesitaban un cadáver y asesinaron a una persona al azar. No se informó más del homicidio, dice la religiosa, porque en esos casos un código de supervivencia es “no saber”.
Fue la amenaza definitiva. Se suspendió el proyecto y las víctimas de trata se quedaron sin refugio. “No teníamos cómo protegerlas. Ya sabíamos que era [por la] corrupción del Ministerio Público, de aquellos que debían cuidarnos. Fue una situación muy, muy difícil”.
La hermana Lidia Mara también es una sobreviviente; cualquiera que investigue la trata en la región y no muera en el intento, dice, lo es. “El tiempo que estuve en Honduras, mi vida ha estado en riesgo por el hecho de luchar contra la trata de personas”.
La exdirectora de la Comisión Interinstitucional contra la Explotación Sexual Comercial y Trata de Personas de Honduras (Cicesct), Rosa Corea –en una entrevista realizada en 2021, cuando aún estaba en el cargo–, reconoce la participación de funcionarios públicos de su país en el negocio de la trata, como denuncia la religiosa scalabriniana.
“Son funcionarios de diferentes rangos, pero sobre todo los que operan en las fronteras. Son trabajadores que tienen un cargo y desde ahí facilitan estas operaciones”.
Respecto al control que ejerce la delincuencia organizada sobre las redes de trata en Frontera Comalapa, Corea dice que es “un tema del que se habla”. “Si usted se va a los registros de personas desaparecidas en Honduras que salieron por esa ruta migratoria, los números son muy altos; entonces, hay una alta probabilidad, efectivamente, de que eso esté ocurriendo”.
Según el último Análisis de Personas Desaparecidas de Honduras, elaborado por la Policía Nacional, de las 940 personas desaparecidas en el país en 2022, el 38 % son mujeres. Los municipios con mayor número de casos registrados son el Distrito Central (44 %) y San Pedro Sula (11 %). La mayoría de las desapariciones tuvieron lugar en los domicilios (39 %) y en la vía pública (33 %); solo el 17 % ocurrieron en un lugar “sin especificar”.
A finales del pasado julio, el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos denunció que, de 2018 a 2022, desaparecieron más de 1,900 mujeres y niñas en el país.
La exdirectora de la Cicesct considera verosímil la afirmación de los funcionarios de la OIM entrevistados de que quienes integran estas redes en Centroamérica son tratantes, y en México miembros de la delincuencia organizada: “Que los países no seamos capaces de dar con esas quince o diecisiete personas [que componen la cadena de la trata] es preocupante”, señala.
La Misión Scalabriniana pudo determinar en 2012, a partir de testimonios, que el corredor de la trata está relacionado con las rutas migratorias, que a su vez son utilizadas por el narcotráfico.
“La persona migrante irregular suele ser obligada a participar [en el transporte de droga] y a entregar información”, dice la hermana Lidia Mara. “Son rutas muy dinámicas. Es fácil reclutar al migrante porque ya está en la vulnerabilidad”.
San Simón, pecador y protector
Huele raro en el bar: a una mezcla de productos de limpieza con cerveza derramada. El suelo está más pegajoso detrás de las sillas que bajo las mesas.
“Cuando el cliente va al baño, tiramos la cerveza atrás de los asientos”, cuenta una mujer que trabaja en el negocio. Es un truco que les ha sugerido el barman para cuidarse, porque cuanto menos alcohol tomen mejor podrán dominar las manos de los parroquianos.
Las mujeres miran seguido a la barra, en la que destaca una figura de unos 30 centímetros de altura. Es un hombre con un cigarro en la boca y otros esparcidos a su alrededor; lo rodean vasitos con tequila e incienso. Está sentado en una pequeña silla, sostiene una bolsa de dinero y viste de traje y sombrero. Su bigote recuerda al de Jorge Negrete. Lo conocen como San Simón. “El Moncho”, le dicen en Frontera Comalapa.
Este santo guatemalteco –no reconocido por la Iglesia católica– es un protector de “las personas rotas”, explica la antropóloga Blanca Mónica Marín Valadez, doctorante en Estudios Mesoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México, que ha estudiado su culto en los bares de la región.
La imagen del Moncho es la de bebedor y pecador. Alguien que protege y no juzga.
Las autoridades locales entendieron que no podían erradicar la prostitución e instalaron una zona de tolerancia en la entrada de Frontera Comalapa. Opera a cien metros del palacio municipal.
En un bar de la zona está San Simón. Lo tienen detrás de la barra. Luce limpio. No lo desatienden. Le temen. “Es muy celoso”, “siempre nos mira”, “nos cuida”, dicen ellas.
Algunas mujeres acudieron a este bar por voluntad propia después de pasar por negocios controlados por la delincuencia organizada. Otras llegaron forzadas por “una serie de circunstancias”; ahí reciben un pago y pueden hablar, expresarse, dice Josefina.
Son varios bares que operan en un mismo predio, bajo las regulaciones municipales. Eso, por alguna razón, mantiene alejados a los delincuentes.
“Es una zona muy interesante que ha recibido mujeres maltratadas sexualmente. Hay casas de seguridad donde se les esclaviza”, cuenta Marín Valadez, sentada en una mesa con una mujer que rebasa la cincuentena y llegó a Frontera Comalapa en tiempos lejanos.
Ambas conversan sobre el Moncho; el día de su celebración es el 28 de octubre. Hablan de cómo les despierta una devoción “rabiosa” que se expresa viviendo al límite.
“Se escapan de las mafias y llegan aquí, pero con la libertad de cobrar. De alguna manera también tratan de resignificar su trabajo. Ejercen la prostitución porque quieren darles una buena vida a sus hijos”, explica la antropóloga.
San Simón llegó al municipio junto con la población guatemalteca forzada a desplazarse por el conflicto armado interno en su país. Frontera Comalapa es uno de los cuatro puntos de la región a los que comenzaron a arribar miles de personas en 1980. Según la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar), en 1983 había más de 40,000 guatemaltecos en Chiapas.
“Un contexto sumamente importante en Comalapa”, dice Marín Valadez, “ha sido la guerra guatemalteca, que trastocó aquí muchas cosas”.
Es una región, afirma la investigadora, que “tiene más conexión con Centroamérica que con el centro de México”, con unos límites porosos que es posible atravesar desde Guatemala por ocho cruces fronterizos oficiales y un sinnúmero de pasos ilegales en caminos rurales.
La delincuencia organizada, agrega, se ha enraizado en la zona, donde hay “un vacío institucional muy fuerte”, lo cual ayuda a que los grupos criminales controlen el territorio.
“La gente convive con los narcotraficantes, establece relaciones con ellos. Tampoco es que se dediquen al narco o estén complacidos con esta situación, sino que se ven en la necesidad de establecer negociaciones para sobrevivir”.
San Simón acompaña a “los otros”, las personas “rotas”, en lugares donde hay “un tejido social con conflictos arraigados”. Delincuencia organizada, violencia. Personas orilladas a “vivir en la periferia”, precisa la investigadora.
El culto al Moncho conlleva también un intento de sanación, afirma. Ellas quieren recuperarse y buscan la manera.
Bebés sin registro
En noviembre de 2021, exactamente 24 horas antes del nacimiento del hijo de Daniela, la amiga de Ana y Rosa, quince comadronas están reunidas en el patio de la casa de parto conversando y comiendo pollo asado con tortillas y frijoles bajo la sombra de un árbol de mango.
Ariadna, partera desde hace más de veinte años, dice que su mayor preocupación con “las mamis migrantes que están viviendo aquí por necesidad” es que tienen demasiadas dificultades para obtener el registro legal de sus hijos. “¡Que no los discriminen! Los niños nacidos acá son mexicanos y deben tener sus actas de nacimiento”.
Fabi, con una experiencia similar a la de Ariadna, no ha batallado tanto para que en el Registro Civil consideren válidos sus certificados. Dice sentirse aliviada porque durante años “un doctor del centro de salud nos decía que no atendiéramos centroamericanas”. Ahora que sí puede hacerlo se preocupa porque las hondureñas parturientas suelen llegar con anemia.
Con 45 años de partera, Dorotea cuenta que hace menos de una semana llegaron dos mujeres hondureñas que, después de parir, se fueron con sus bebés y no volvieron más. “Al mes atiendo por lo menos a una que sea hondureña, o dos. Están acá una sola vez”.
Dice no recordar en qué año comenzó a recibir en su consulta a mujeres de Honduras que trabajan en bares, pero intenta hacer memoria: “Yo atendí dos que trabajaban en las cantinas. Los niños ya están grandes, tendrán sus diez años”, es decir, alrededor de 2011.
“Llegan a tener sus hijos, y al otro día o al segundo día ya se van. Un día de descanso [después del parto] es muy poco, pero así se las llevan los del bar. Ya después no sabemos nada”, cuenta Claudia, otra partera que vive en Chamic.
Mujeres centroamericanas, con semanas, meses o años viviendo en la zona, llegan a su casa. Son visitas efímeras para que “les acomode el bebé”, les dé “una sobada”, o directamente para parir.
En ocasiones están acompañadas de una mujer mayor que las “emplea” en un bar. O por hombres de quienes Claudia prefiere no saber nada. Por seguridad.
Dorotea, la más experimentada, cierra la conversación y, antes de recoger los platos de unicel y las tortillas sobrantes, se lamenta de que los criminales de su natal Frontera Comalapa no llamen la atención de ninguna autoridad, a diferencia de cuando ella va con el bebé de una mujer hondureña a tramitar su acta de nacimiento al Registro Civil, y es rechazada y señalada: “Dicen que estoy negociando con los certificados”.
Quienes trabajan en bares, afirma, no son de buscar doctores; van con las parteras. “Cuentan que se salen de sus lugares porque no hay trabajo, que se les dificulta darle de comer a sus hijos, que hay mucha delincuencia”.
En el momento de la entrevista, Dorotea calcula que son quince niñas y niños sin acta de nacimiento los que han nacido en su casa. Uno tiene ya cinco años.
La organización Nich Ixim, de San Cristóbal de las Casas, reúne a más de 600 parteras de distintas zonas de Chiapas. Asegura que en Frontera Comalapa nacen cada mes un promedio de 40 “bebés migrantes” que se quedan sin registro. Nacen en las habitaciones de las parteras, en sus camas, con los pocos recursos de que disponen; también son alumbrados en secreto, en viviendas precarias de comunidades rurales.
Se preguntó a la Secretaría de Salud federal y al Instituto Mexicano del Seguro Social cuántas mujeres hondureñas fueron atendidas durante su embarazo, parto y posparto, desde 2010 a 2022, tanto en Chiapas como en Frontera Comalapa. Pero, una vez más, no disponen de información.
En el ocaso de la reunión, las parteras hablan de su costumbre de extender las placentas sobre una cartulina para formar la figura de un árbol de la vida, o utilizando una doble cartulina, la de una mariposa con las alas extendidas, en la que se combinan tonos morados, rojos, violetas y rosas. Es un pequeño ritual de celebración de la vida.
La huida
No hay ritual ni figura de mariposa para Daniela. La placenta es encerrada en una bolsa de plástico. En el patio de tierra seca salpicado de pequeñas piedras de río, bajo la sombra del árbol de mango, un muchacho cava un hueco para enterrarla.
Afuera del cuarto donde parió la joven hondureña se escucha el llanto del recién nacido y una voz que le responde con mimos. Ana y Rosa hablan fuerte, se parten de risa con alguna anécdota, o maldicen la suerte que las arrancó de su país.
Tres mujeres hondureñas con hijos nacidos en México. Tres víctimas de trata con fines de explotación sexual.
Ese día, Ana planea viajar 4,189 kilómetros a través del territorio nacional, rumbo a Tijuana; se prepara para pasar 46 horas en un autobús junto a sus dos hijos: el mayor con solicitud de refugiado y la bebé nacida en México.
“No puedo dar un paso sin que se dé cuenta, pero tengo que intentarlo”, dice sobre “el mexicano”.
Ana huye un día después con una mochila en la espalda; sin documentos que acrediten su estancia legal en el país, solo lleva el certificado de nacimiento de su bebé mexicana, proporcionado por la partera. A su hija la carga en el regazo y el niño va caminando detrás de ella.
Lo más difícil es cruzar la comunidad de Chamic, alejarse del radar de su “pareja”. Tras una hora de viaje, llegan a Comitán y cruzan sin contratiempos la garita migratoria situada en la entrada, donde las revisiones de los agentes del INM a los autobuses son feroces.
Pasan de largo por Comitán, dejan atrás San Cristóbal de las Casas y se dirigen a Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas. La primera meta es una gran ciudad donde puedan pasar inadvertidos, casi inalcanzables para su maltratador.
Al llegar a una caseta de peaje localizada poco antes de arribar a Tuxtla Gutiérrez es detenida en un puesto de control migratorio provisional. Muestra el certificado de nacimiento de su nena, pero no se lo aceptan. La bajan del autobús con sus hijos y la dejan botada en la carretera.
Comienza a pedir ayuda por WhatsApp, regresa a San Cristóbal de las Casas y consigue habitación en un hotel pequeño. Nos reunimos por la mañana en la entrada de la ciudad; está sentada al pie de la estatua de Fray Bartolomé de las Casas comiendo galletas con sus hijos. Vamos por unos tacos de carnitas al vapor.
Ana decide presentarse en las instalaciones del INM en San Cristóbal de las Casas para solicitar un permiso de tránsito por el país. Una organización civil chiapaneca, Formación y Capacitación (Foca), se ofrece a hospedarla. Nos despedimos.
Pasan un par de días sin que responda a mis mensajes hasta que me cuenta que está de regreso en Frontera Comalapa; envía el emoji de una cara triste con lágrimas a la que apunta una pistola.
Un año después, el 2 de noviembre de 2022, me llega un wasap desde un lugar muy lejano ubicado en el norte del continente. Es un número registrado a nombre de una tal Madre Soltera: “Soy la muchacha a la que vino una vez a hacerle una entrevista en Frontera Comalapa”.
Es Ana, por fin libre.