Columnas / Política

Un estado de facto

Las consecuencias de que los tres poderes del Estado actúen de facto no son menores. Se ha entrado en una etapa en la que no hay límites al poder, no hay equilibrio en los órganos del Estado, el respeto a la ley ha sido eliminado para aquellos que tienen el poder para imponer su voluntad, no hay justicia imparcial para los ciudadanos.
Marvin Recinos
Marvin Recinos

Viernes, 31 de mayo de 2024
Héctor Dada Hirezi

El Salvador se encuentra ahora en una situación de facto muy alejada de los principios republicanos que sostiene nuestro ordenamiento jurídico. Los tres poderes del Estado están integrados por personas electas de manera inconstitucional; por lo tanto, son usurpadoras de los cargos que ejercen. 

El primero en caer en la inconstitucionalidad fue el Órgano Judicial.  El 1 de junio de 2021, con dispensa de trámites, la Asamblea Legislativa destituyó a la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia siguiendo instrucciones de Casa Presidencial. La acción es una violación flagrante del principio constitucional de que nadie puede ser sancionado sin antes ser vencido en juicio, pues no se presentó ninguna causal ni se permitió la defensa de los “acusados” a sancionar. Simplemente se presentó la moción de destitución y sin mayor razonamiento se procedió a cumplir las órdenes recibidas.

De inmediato, los diputados del partido oficial eligieron a los sustitutos. Pasaron por alto que no es a ellos a quienes corresponde proponer candidatos para la Corte Suprema de Justicia, de la cual es parte la referida Sala. El artículo 187 de la Constitución dice textualmente: “El Concejo Nacional de la Judicatura es una institución independiente, encargada de proponer candidatos para los cargos de Magistrados de la Corte Suprema de Justicia, Magistrados de las Cámaras de Segunda Instancia, Jueces de Primera Instancia y Jueces de Paz”. La Asamblea Legislativa tiene la atribución de elegir a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, según el numeral 19 del artículo 131, pero no tienen los diputados la atribución de proponer a los candidatos, función reservada para el Consejo, según el artículo de la Carta Magna que hemos citado. 

Por ello la Sala de lo Constitucional, paradoja singular, es ahora una instancia inconstitucional, cuyas resoluciones tienen el mismo vicio, y la Corte Suprema de Justicia es presidida por una persona electa inconstitucionalmente, por lo que es un usurpador de funciones que preside a magistrados de facto. 

No me queda duda de que la intención fue eliminar un valladar para las posteriores y casi continuas violaciones a la Constitución que cometería el Ejecutivo y la misma Asamblea Legislativa siguiendo sus instrucciones.

También el presidente del Órgano Ejecutivo ejerce de facto. Si algo es claro en las cartas magnas que ha tenido El Salvador – salvo en la hecha a la medida para la reelección de Maximiliano Hernández Martínez – es la prohibición de la reelección presidencial.  La Constitución de 1886, la de más larga vigencia en el país, establece en el inciso segundo artículo 82: “Tampoco podrá ser electo Presidente para el siguiente período, el ciudadano que hubiere ejercido la Presidencia constitucional dentro de los últimos seis meses del tiempo señalado en el inciso anterior”.

Esta disposición ha sido repetida en las cartas magas de 1950 y de 1962, con la insistencia en que la alternabilidad en el ejercicio de la jefatura del estado es un elemento esencial del sistema político de El Salvador; y no dicen que sea la potencialidad de la alternabilidad, sino la alternabilidad misma.

La Constitución de 1983 recoge la misma preocupación, quizá con la misma idea que varios lustros más tarde expresara Armando Bukele y luego reiterara su hijo Nayib, y que antes de asumir el cargo también sostenía Félix Ulloa: la reelección supone un definido camino al autoritarismo; y, como si fueran pocas las veces en las que declara ese carácter de la alternabilidad y la inconstitucionalidad de la reelección, la Carta Magna le da una obligación tajante a la ciudadanía: Art. 88.— La alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es indispensable para el mantenimiento de la forma de gobierno y sistema político establecidos. La violación de esta norma obliga a la insurrección.

Más claridad no se puede pedir. Si se leen los textos constitucionales sin intereses particulares, sólo entendiéndolos desde el punto de vista idiomático, la irrebatibilidad de la inconstitucionalidad de la reelección de un presidente es indiscutible; la afirmación que hacen varios defensores diciendo que no es reelección sino segundo mandato es hecha de mala fe o por estupidez, y no parece que esa segunda opción sea la que corresponde.  

No es válido decir que es necesario cumplir la “sentencia” de la Sala de lo Constitucional que establece que la reelección es permitida por la ley fundamental si se cumplen unas condiciones que sacan de interpretaciones, torcidas en extremo, sobre los textos constitucionales, obviando – conscientemente – citar las categóricas prohibiciones que ellos contienen. Además, la Sala de lo Constitucional que resolvió lo anterior es la impuesta inconstitucionalmente, por lo que en sentido estricto no existe jurídicamente y sus decisiones de cualquier carácter carecen de validez jurídica (menudo problema para el país). Lejos de obligarnos a obedecer la supuesta sentencia, la Constitución nos manda rechazarla, nos obliga a los ciudadanos a insurreccionarnos contra ella.  Más aún, sentencia categóricamente a todos los que violando sus mandatos estimulan o pretenden la reelección:  Art. 75.— Pierden los derechos de ciudadano: 4º− Los que suscriban actas, proclamas o adhesiones para promover o apoyar la reelección o la continuación del Presidente de la República, o empleen medios directos encaminados a ese fin”. 

Por lo tanto, cuando el señor Nayib Bukele, celebrando el aniversario de nuestra independencia, anuncia que va a optar por ser candidato a un “segundo mandato” – es decir, a la reelección – violenta flagrantemente el principio constitucional, utilizando como base esa supuesta sentencia de la Sala que él mismo ordenó nombrar. Su pretensión es absolutamente inconstitucional y también hace que pierda en ese mismo acto sus derechos ciudadanos, y por lo tanto queda privado de ejercer la presidencia. 

Todo lo actuado en la procura de la reelección del actual detentador de la presidencia ha sido contrario a las disposiciones de la ley primaria, absolutamente inconstitucional, y por lo tanto carente de validez; eso pese a la resolución del Tribunal Supremo Electoral que, en una actitud inaceptable de sus integrantes, inscribe como candidato a presidente a una persona impedida constitucionalmente para serlo. 

Como si esto fuera poco, la elección de una designada presidencial potencialmente sustituta del presidente fue una parodia. Ni siquiera se le juramentó como presidenta, y se sigue hablando de esta señora como “designada del presidente” y no – como correspondería en caso de haber una sustitución real – como “presidenta provisional”. No es esto extraño, pues para todo efecto práctico las funciones de presidente las mantiene la misma persona que se supone fuera del cargo, junto a su mismo equipo de cogobernantes familiares y extranjeros. Es evidente que eso crea un estado de facto en la presidencia de la república.  

También el otro Órgano del Estado, la Asamblea Legislativa que tomó posesión el 1 de mayo pasado, carece de legitimidad constitucional. Los diputados de los partidos oficialistas hicieron campaña por la reelección de Bukele en forma abierta antes, durante y después del proceso electoral. Constitucionalmente han perdido sus derechos ciudadanos, entre los cuales está el de ser electos para ejercer un cargo público. Tenemos un Órgano Legislativo, teóricamente el primer órgano del Estado, que no tiene legitimidad constitucional para tomar decisiones dada la pérdida de derechos ciudadanos de 57 de sus 60 integrantes, de acuerdo con el citado artículo 75 de la Constitución Política.

Las consecuencias de que los tres poderes del Estado actúen de facto no son menores. Se ha entrado en una etapa en la que no hay límites al poder, no hay equilibrio en los órganos del Estado, el respeto a la ley ha sido eliminado para aquellos que tienen el poder para imponer su voluntad, no hay justicia imparcial para los ciudadanos, etc., etc. 

Ciertamente parece que la mayoría de la ciudadanía no tiene consciencia de la gravedad de la situación actual, quizá por la historia de dictaduras que ha vivido el país, y de la poca preocupación por realizar una reflexión colectiva de lo que es democracia.

Ojalá el paso a un estado constitucional, en el que los derechos que las personas tienen como ciudadanos, y, en última instancia, simplemente por ser seres humanos, se realice por una vía que no produzca mayores colapsos al país; que la insurrección a la que obliga la Constitución Política se realice de forma pacífica y con el único propósito de recuperar el orden constitucional. 

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