Miles de detenciones ilegales, vigilancia a opositores y periodistas, allanamientos sin orden judicial, presos políticos, juicios online masivos en los que los acusados no pueden hablar con sus abogados, reos asesinados a golpes por guardias, prisioneras embarazadas que sufren abortos por falta de atención médica, bebés que mueren en la cárcel. El último informe anual sobre Derechos Humanos del Departamento de Estado, lanzado el 22 de abril, detalla gravísimas violaciones y abusos cometidos por El Salvador en 2023 y perfila un sistema de justicia brutal. Es probablemente la recopilación más cruda que un gobierno extranjero haya hecho del lado más oscuro de la política anticriminal del presidente Nayib Bukele. Y aun así, el documento estadounidense trata de lavar la cara del gobierno salvadoreño lo suficiente para evitar cualquier confrontación diplomática.
Un funcionario de la administración Biden admite que el informe, de 44 páginas, es un ejercicio de equilibrismo “en el que cada uno puede encontrar lo que quiere leer”. Las críticas al estado de excepción, que restringe derechos fundamentales en El Salvador desde hace más de dos años, son evidentes y demoledoras: “En la mayoría de audiencias, los jueces ordenan que los acusados permanezcan detenidos a pesar de que la Fiscalía no haya aportado evidencia suficiente que demuestre que éstos pertenecen a una pandilla”, se lee en el documento. Pero esa descripción tajante de un país en el que eres culpable hasta que se demuestre lo contrario coexiste con capítulos enteros, como los dedicados a la lucha contra la corrupción, que exhiben el deseo de Estados Unidos de amortiguar el golpe a Bukele, en concordancia con la estrategia de distensión que impulsa desde la llegada del embajador William Duncan a San Salvador a inicios de 2023.
El resumen ejecutivo del informe, por ejemplo, abre con el hecho de que la reducción de violencia pandilleril en los últimos años garantiza el derecho a la vida de millones de salvadoreños, y cierra con la cuestionable afirmación de que “el gobierno [de El Salvador] dio pasos creíbles para identificar y castigar a funcionarios que puedan haber cometido violaciones de derechos humanos”, en clara contradicción con la página seis del mismo documento, donde denuncia que existe “un problema de impunidad en la Dirección General de Centros Penales” así como en la Policía y el Ejército.
“El gobierno [de El Salvador] no siempre respeta lo que establecen la ley y la Constitución”, se lee además en el apartado sobre detenciones arbitrarias, más de 78 mil, que han sido clave para desarticular en dos años el poder criminal de las pandillas Mara Salvatrucha y Barrio 18 pero lo han sustituido por un nuevo régimen de miedo a los abusos de la Policía. Coincidiendo con lo que ya han denunciado organizaciones internacionales como Human Rights Watch, Estados Unidos destaca que “ningún caso de personas detenidas bajo el estado de excepción había llegado a juicio para noviembre (de 2023)”.
Noah Bullock, director de la ONG Cristosal, citada como fuente varias veces en el documento, considera que el informe “describe con claridad un modelo de seguridad y régimen político construido sobre la base de violaciones de los derechos humanos masivas y sistemáticas en El Salvador”. “Pese a la campaña permanente del oficialismo para deslegitimar y criminalizar a quienes denunciamos, la verdad de docenas de miles de víctimas se impone”, dice.
El reporte dedica de hecho tres páginas a las condiciones inhumanas que enfrentan los presos en El Salvador y describe las torturas cometidas por funcionarios que las autoridades se niegan a investigar. “Un hombre liberado de la cárcel de Izalco dijo que guardias golpearon hasta la muerte a uno de sus compañeros de celda con porras y la culata de sus rifles. También dijo que guardias usaron pistolas eléctricas sobre el suelo húmedo de la prisión para dar descargas eléctricas a todos los prisioneros de una celda”, detalla citando testimonios periodísticos. Habla también de “muchas mujeres embarazadas que sufrieron un aborto por falta de cuidados médicos” en la cárcel, y cita los casos, publicados por El Diario de Hoy y Socorro Jurídico, de una niña de un año y un bebé de seis meses que murieron en la prisión de sus madres porque “recibieron atención médica limitada”.
“Organizaciones de derechos humanos hicieron ver que la Fiscalía General no ha abierto ninguna inspección por las acusaciones de torturas, abusos o maltrato por parte de guardias de prisión”, se lee en el documento.
¿Qué corrupción?
Leonor Arteaga, directora del programa de Impunidad y Graves Violaciones de Derechos Humanos de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF), con sede en Washington, destaca el carácter “fuerte, contundente” del informe anual del Departamento de Estado, pero llama la atención sobre sus ambigüedades: “No creo que la frase de los ‘pasos creíbles’ en el resumen inicial sea un olvido, sino un intento de bajar el tono al informe”.
El mayor esfuerzo de simpatía con la administración Bukele se encuentra en los apartados dedicados a la corrupción. El Departamento de Estado describe en tono halagador la llamada “guerra contra la corrupción” anunciada por el presidente en junio del año pasado, y recoge incluso la cifra oficial de investigaciones por corrupción supuestamente abiertas —285— proporcionada por la Fiscalía salvadoreña. Se insiste además en la idea, cuestionada por múltiples organizaciones de transparencia, de que la lucha contra la corrupción en El Salvador es apolítica e incluye a funcionarios del partido oficial. “Aunque la mayoría de funcionarios investigados o acusados por corrupción eran de los partidos Arena y FMLN, o de partidos de oposición más pequeños, muchos funcionarios actuales del partido Nuevas Ideas también enfrentaron investigaciones por corrupción”, dice el informe, que cita la detención de alcaldes de Nuevas Ideas y de un diputado del partido oficial y su suplente.
Las omisiones son, sin embargo, escandalosas. El documento hace referencia, por ejemplo, a la condena de 14 años de cárcel para el expresidente Mauricio Funes por negociar con pandillas en 2012, pero no incluye una palabra sobre las sanciones que el Tesoro y el mismo Departamento de Estado han impuesto al director de Centros Penales de Bukele, Osiris Luna, y al director de Reconstrucción del Tejido Social, Carlos Marroquín, por encabezar negociaciones similares con pandillas en nombre de Bukele. El FBI mantiene abierta una investigación contra ambos y en la acusación contra un líder de la Mara Salvatrucha-13, Élmer Canales Rivera “Crook”, el Departamento de Justicia afirma que Marroquín no solo ayudó al pandillero a escapar ilegalmente de la cárcel en El Salvador, sino que le proporcionó un arma de fuego durante su huída. El gobierno de Bukele niega los hechos.
En el caso de Osiris Luna, se pasa por alto además la evidencia, recogida por la Fiscalía salvadoreña antes de que Bukele ordenara destituir al Fiscal General en mayo de 2021, de que en 2020 desvió y vendió a un comerciante privado 42,909 sacos de alimentos valorados en 1.6 millones de dólares, que pertenecían a un programa gubernamental de emergencia y estaban destinados a los afectados por la pandemia de la Covid-19.
El Tesoro también sancionó a finales de 2022 a la jefa de Gabinete de Bukele, Carolina Recinos, por “encabezar una estructura de corrupción multimillonaria y en múltiples ministerios”. Recinos, al igual que Luna y Marroquín, conserva su puesto en los niveles más altos del gobierno de Bukele, que además ha declarado en reserva prácticamente todos los gastos públicos. En total, hasta siete miembros o exmiembros del gabinete del presidente han sido sancionados por el Departamento de Estado sin que en El Salvador se haya abierto investigación alguna contra ellos. Ninguno de esos casos, o la extrema opacidad de la administración Bukele, aparece en el informe sobre Derechos Humanos.
Cuestionada por estas inconsistencias, la embajada estadounidense en San Salvador respondió con una frase robótica: “Aplaudimos los esfuerzos del gobierno de El Salvador para abordar la corrupción a todos los niveles y seguimos abogando por investigaciones imparciales y transparentes sobre presuntos actos de corrupción, independientemente de la afiliación política”. Queda muy lejos aquel enero de 2021 en el que Juan González, hasta hace pocos meses principal asesor de Biden en el Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, dijo que ningún presidente que no luchase contra la corrupción sería un aliado del gobierno de Estados Unidos.
El año siguiente, el propio González esgrimió el “cierre de acceso a información pública y la negativa a luchar contra la corrupción” por parte de Bukele —además del golpe contra el poder judicial en mayo de 2021— como las razones para no invitar a El Salvador a la primera Cumbre de la Democracia, un espacio multilateral creado meses antes por Biden. Bukele sigue sin ser invitado a esas cumbres.
No hacer daño
La razón por la que el Departamento de Estado se permite ser duro con el estado de excepción pero sonríe al gobierno de El Salvador en el apartado de corrupción hay que buscarla en las encuestas. La política de seguridad de Bukele tiene un respaldo abrumador entre los salvadoreños y, pese a que un 73.6 % se opone a las detenciones sin orden judicial, un 80.7 % se siente beneficiado por el régimen de excepción y un 69.1 % cree que debe continuar, de acuerdo con el más reciente estudio de la Universidad Centroamericana (UCA). La medida parece blindada a la crítica y las denuncias de abusos o por las condiciones en sus cárceles no solo no erosionan su popularidad sino que acrecientan entre una parte de la población la imagen de Bukele como un líder intransigente con el crimen.
La corrupción, en cambio, es un tema con enorme capacidad de movilización social, como demuestra la propia carrera política de Bukele, construida en buena parte sobre la promesa de luchar contra ella y el desgaste extremo de los partidos tradicionales por su pasado corrupto.
Para justificar el giro estratégico en la relación con El Salvador, funcionarios de la administración Biden han repetido en privado en los últimos meses que Estados Unidos “decidió dejar de invertir capital político en cosas que no van a suceder”, en referencia tanto al fracaso de los intentos previos por frenar la deriva autoritaria como al mínimo efecto que las sanciones parecen haber tenido en la administración Bukele. Pero en realidad Washington parece haber aplicado en su informe sobre Derechos Humanos la lógica contraria: se permite criticar a Bukele en un flanco en el que sabe que no puede hacerle daño y suaviza el tono allí donde cree que puede herir su sensibilidad.
Estados Unidos celebra elección presidencial el 5 de noviembre y las encuestas auguran un resultado muy ajustado entre Joe Biden y Donald Trump. El objetivo prioritario de la Casa Blanca es no agitar un avispero llamado Bukele, con enorme alcance en redes sociales, una base considerable de seguidores en suelo estadounidense —en febrero obtuvo el 97.8 % de los votos de la diáspora, más de 300 mil— y claramente alineado con el ala más extrema del partido republicano. El presidente salvadoreño fue a finales de febrero orador invitado en la CPAC, la principal conferencia política de derecha radical en Estados Unidos, un excéntrico mitin de tres días en favor de Trump. En los últimos años, Bukele ha acusado al actual gobierno estadounidense de no buscar aliados sino “sometimiento”.
Tres semanas tras la publicación del informe, en la administración Biden hay cierta satisfacción por haber logrado “poner por escrito algunas cosas”, en palabras de un funcionario, sin pagar el precio de una respuesta pública de Bukele. Al contrario de los presidentes de México o Colombia, que criticaron como injerencista el informe de derechos humanos, o el gobierno de Honduras, que a través de su canciller Enrique Reina lo calificó de “parcial y unilateral”, El Salvador, que tuvo acceso a un borrador del informe antes de su publicación, ha callado.
Menos sonrisas hay en Washington sobre el limitado grado de influencia que la cordialidad y el silencio público les ha permitido recuperar en el gobierno de Bukele. Cuando se cuestiona a funcionarios estadounidenses por los resultados de la nueva estrategia suelen presentar como una victoria que desde finales de 2023 el gobierno salvadoreño exija visa de tránsito y el pago de 1,130 dólares a los ciudadanos de la India que quieren hacer escala aérea El Salvador, después de que en los últimos años se registrara un repunte de migrantes indios indocumentados en estados del Sur como Texas. La nueva tasa de tránsito se exige también a viajeros de otros 56 países, la mayoría africanos.
Fuentes cercanas a la embajada aseguran que Estados Unidos obtuvo también en privado un compromiso difuso de poner fin pronto al régimen de excepción, sin certeza de si esa promesa se cumplirá y cuándo, o del impacto real que la decisión tendría, puesto que una serie de posteriores reformas legales aprobadas de forma expedita en los últimos dos años garantiza que la Fiscalía, la Policía y el Ejército seguirán gozando de poderes extraordinarios. El mismo informe sobre derechos humanos del Departamento de Estado recoge quée reformas al código penal impulsadas por Nuevas Ideas dieron en 2022 al fiscal general poder para “un amplio rango de actividades de monitoreo digital encubierto sin necesidad de orden judicial, y sin restricciones de alcance y duración”. En opinión de Bullock, “ya es innegable que el estado de excepción se ha vuelto un sistema de represión permanente y la violación de derechos humanos una política de Estado en El Salvador”.
Mientras, Bukele sigue recibiendo muestras de afecto desde el partido de Trump. El Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes, bajo control republicano, prepara para las próximas semanas una audiencia –aún no agendada– dedicada al fenómeno de las pandillas, en la que se esperan aplausos para la política de seguridad de El Salvador y críticas a la administración Biden por no respaldarla abiertamente.
Desde una mirada opuesta, Ana María Méndez, directora para Centroamérica de WOLA, también critica la estrategia del Departamento de Estado y su informe: “Señala que en El Salvador se ha reducido la violencia de pandillas, pero reporta muertes en prisión que no aparecen en la cifra oficial de homicidios. El gobierno de Bukele ha ocultado o ignorado esas muertes, que podrían considerarse ejecuciones extrajudiciales porque sucedieron bajo custodia, lo que implica responsabilidad estatal directa, algo que tampoco nombra el informe”, reclama. Méndez también cuestiona que ni altos funcionarios ni la embajada en El Salvador hablen en público, especialmente en sus apariciones junto a Bukele o su gabinete, las violaciones de derechos humanos que señala su propio informe. “Es una contradicción más del gobierno de Biden”, afirma.
Leonor Arteaga pide que este reporte “redefina la relación de Estados Unidos con El Salvador y las críticas que contiene sean la base de su diplomacia a partir de ahora”, aunque lo sabe poco probable. En los últimos años tanto organismos de derechos humanos, incluido DPLF, como activistas en temas de migración han denunciado que la Root Causes Strategy (o Estrategia de Causas Raíz) de Biden, que en teoría iba a colocar la lucha contra la corrupción y por los derechos humanos en el centro del debate sobre migración en Centroamérica, se parece cada vez más a la relación transaccional que Donald Trump sostuvo con la región. “Tememos que Biden y algunos de sus asesores en política migratoria estén dando un bandazo hacia la política inhumana que el expresidente Trump había abrazado”, dijo Oscar Chacón, director ejecutivo de Alianza Américas, el pasado febrero ante uno de los anuncios de endurecimiento de políticas migratorias de Biden.
Cuestionado a finales de abril por El Faro acerca de estas críticas a la forma en que Washington prioriza su agenda migratoria frente a la de derechos humanos, el subsecretario adjunto del Departamento de Estado, Eric Jacobstein, se limitó a afirmar que “la gestión de la migración es sin duda una prioridad, pero también lo son la gobernanza y los derechos humanos”. En cuanto a los graves abusos recogidos en su informe, Jacobstein evitó polémicas. “El reporte sobre derechos humanos no contiene análisis ni emite juicios; no se pronuncia ni fija posturas en asuntos domésticos o de legislación internacional”, dijo.
Juan Pappier, subdirector de la División de las Américas de Human Rights Watch, también ataca la ambivalencia del Departamento de Estado: “El informe está lejos de reflejar la grave situación de derechos humanos que se vive hoy en El Salvador”, dice. “Parece presentar los hechos como si se tratara de casos aislados, cuando en realidad estamos ante un gobierno que controla prácticamente todo el aparato estatal y comete violaciones generalizadas de derechos humanos con total impunidad”, dice. En enero, el informe 2024 de HRW ya había dicho: “Las autoridades han cometido violaciones generalizadas de derechos humanos, incluyendo detenciones arbitrarias masivas, desapariciones forzadas, malos tratos en prisión y violaciones del debido proceso”.
Un país de artículo 4b
En el último mes, otros dos informes globales han descrito la grave situación de abuso sistemático y graves violaciones a los derechos humanos en El Salvador. El reporte anual de Amnistía Internacional, difundido el 24 de abril, afirma que el régimen de excepción “ha resultado en violaciones generalizadas de derechos humanos, erosión del estado de derecho y criminalización del disenso”. También aporta detalles sobre las liberaciones hechas por el gobierno, de las que hay muy poca información disponible: “Aunque las autoridades reportaron la liberación de más de 7,000 detenidos, el 85 % de esas personas no fueron absueltas de los cargos por asociaciones ilícitas, y siguen enfrentando procesos en su contra”.
El informe anual de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), mucho más protocolario, dice: “la CIDH ha conocido múltiples denuncias de violaciones a los derechos humanos en el marco de los operativos de seguridad ciudadana y en la administración de la justicia a personas presuntamente vinculadas a las pandillas. Conforme los datos disponibles, existirían detenciones ilegales y arbitrarias y restricciones a la protección judicial, al debido proceso legal y a las garantías judiciales”.
“Los informes del Departamento de Estado de los Estados Unidos, de la CIDH y nuestro propio informe global destacan la grave crisis de derechos humanos en El Salvador”, dijo a El Faro Ana Piquer, directora para las Américas de Amnistía Internacional. “Esta crisis la ha generado un enfoque netamente represivo en seguridad ciudadana, cuya principal manifestación ha sido la prolongación continua del régimen de excepción por dos años, sin un debate adecuado en la Asamblea Legislativa ni transparencia en la rendición de cuentas por parte de las autoridades”.
Lo más llamativo del informe de la CIDH, publicado el 25 de abril, es sin embargo lo que no incluye, por la decisión final de no dedicar a El Salvador uno de los capítulos 4b, el apartado dedicado a los países en los que se cometen las violaciones sistemáticas de derechos humanos más graves del continente y tradicionalmente reservado para los casos extremos de Cuba, Venezuela y Nicaragua. En los últimos meses se había especulado con esa posibilidad, sobre todo después de que Guatemala se uniera al capítulo en 2023.
La expresidenta de la CIDH Julissa Mantilla, que fue también relatora de país para El Salvador hasta el fin de 2023, confirma que la CIDH discutió y llegó a votar la incorporación o no de El Salvador al 4b. “El Salvador debería estar en el 4b”, dice, “por la situación general que conocemos y describimos en el informe, y a la que no veo síntomas de mejora con la reelección de Bukele”. “Pero esa decisión no la toma la relatora de país, que en esa época era yo, ni la presidenta o presidente, sino en una discusión amplia entre todos los comisionados”, aclara. Mantilla explica que la entrada de Guatemala se discutió por tres o cuatro años hasta que al final entró por votación mayoritaria, no unánime. “En la discusión de este año se habló de si El Salvador debía o no entrar”, dice. “Para mí no hay discusión, debería estar y voté a favor, pero no hubo mayoría”.
La exmagistrada da por seguro que la Comisión volverá al final de este año, entre octubre y diciembre, a discutir el caso salvadoreño y su posible entrada al capítulo. “Dependerá mucho de la presión que haga el relator de país actual, [el colombiano Carlos] Bernal, que el año pasado votó en contra”.
Pese a rechazar la entrada de El Salvador al 4b, la CIDH sí acordó la elaboración de un informe específico sobre el impacto de los continuos estados de excepción en El Salvador en los derechos humanos, programado para publicarse antes que acabe mayo. “Cuando yo me fui el informe estaba casi terminado”, dice Mantilla. “Es bastante contundente”.
*Con reportes de Gabriel Labrador.